Triunfo Arciniegas
EL ROBO DEL CAMIÓN
Anoche robé un camión. Nunca había hecho algo así. Es algo que nadie espera de mí. Las caras de la moneda se han mezclado en una sola sopa donde resulta difícil separar los sueños de los hechos. Mi vida no volverá a ser lo que era. Debo contar el día para que se entienda la noche. Había una tarea pendiente, aplazada como tantas otras: aprobar y firmar la renovación de los contratos de dos libros de Fondo de Cultura Económica de México, Carmela toda la vida y El rabo de Paco. Como le hace falta mantenimiento a la impresora y me resulta difícil leer y desmenuzar un texto en pantalla, reenvío el correo con los archivos de los contratos a una papelería cercana y luego pienso que mejor los llevo en una memoria. Los bajo, los busco, los guardo después de asegurarme de no confundirlos con los que me enviaron a finales del año pasado con adelantos ridículos y porcentajes que pueden mejorarse. Voy a la papelería y me imprimen dos copias de cada contrato: veinticuatro páginas. Leo o trato de leer. Firmo dos copias y le pido a María que las escanee porque puede hacerlo en uno o dos minutos. Acaba de ocurrírseme la idea y me ahorro por lo menos dos horas de trabajo. Lo que hago en casa es tomar dos o tres fotos de cada página para seleccionar la más adecuada y mejorarla. Y así con todas las páginas. Más de dos horas: son doce páginas. Así que siento el alivio de volver a casa con los contratos firmados y listos para enviar. Y con cuatro botellitas de la miel de abejas que le traen a María de Herrán, pura, buenísima, para los mecánicos. En esta vida uno debe andar bien con el médico, el abogado y el mecánico.
Leo los contratos en la cama. No han atendido todos mis requerimientos, aunque sí los fundamentales del adelanto y los porcentajes. No quiero dilatar la diligencia. Me avergüenza hacerlos esperar más. Envío los contratos a México diciéndome que del ahogado el sombrero. Son las once de la mañana. Pienso almorzar fuera. Es temprano. Voy con la camioneta para que Manuel le revise las luces porque anda tuerto. René y yo trajimos la Ford Explorer de Cuatrovientos el sábado. Subió bien a pesar de que estuvo guardada como tres años. Fuimos a La Mancha el domingo en la mañana y todo bien. Subió la montaña como si nada. Hace una semana aprobó el examen técnico mecánico. El único lío son las luces. Manuel deja la tarea en manos de su hijo, que nunca había visto antes. La confianza es con Manuel. El hijo da vueltas. Dice que se debe cambiar una cosa y la otra. Da una solución y luego otra: ambas caras. Al fin le pido que deje las luces como estaban. Cierra, asegura y le pregunto cuánto. Diez mil pesos y todo sigue igual que antes. Manuel me aconseja que vaya donde el Rayo, su antiguo aprendiz, pero le replico que es un tirano. “Anda enfermo”, dice. También Carmelo, su ayudante, que acaba de pasar por el taller. ¿Quién no anda enfermo a estas alturas? Mirando hacia el río, Manuel habla de la terrible circunstancia de envejecer y enfermarse. Ya estamos viejos. Si envejecieron criaturas tan divinas como Jessica Lange y Jodie Foster en el país de los sueños, qué se puede esperar de los pobres mortales en el culo del mundo. Me despido. Le escribo a René que aprovechemos el viaje de Jairo el próximo domingo para que revise el sistema eléctrico no solo de la Hammer sino de la Explorer. Ya es más de mediodía. Darío no abrió el restaurante. Tal vez viajó a una cita médica. Ya es más biónico que yo, que tengo ojos de vidrio, pata de palo y corazón de piedra. Voy en la Explorer a un restaurante que quiero conocer y encuentro que tampoco abrieron. Sigo hacia mi casa y me preparo un café. Me siento bien, con los contratos salvé el día. Jairo resolverá el problema de las luces. Cambiará el amasijo de cables. Tengo la tarde libre para Netflix pero me duermo casi de inmediato. La noche anterior fue breve. Me despierto preguntándome si Alejandra pasó o no. Le escribo. Nos vimos cuando estaba donde Manuel. Apareció de camino a casa de su madre, donde va a comer todos los días, y conversamos un rato de asuntos prácticos. Se encarga de mis pagos. Me pregunta si ya llegó el recibo del agua y queda de pasar por mi casa más tarde. No lo hace. Lo sabré más tarde por un mensaje suyo. Netflix queda pendiente porque se me va el resto de la tarde y parte de la noche en dos textos: uno sobre la arrogancia de los críticos a propósito de En agosto nos vemos y otro para responder los insultos de un petrista. Voy a la cocina por más café y un huevo. Aparece un asunto con otra editorial. Me enviaron un formato para elaborar dos cuentas de cobro y se me olvidó. Volvieron a escribirme y me puse a la tarea. Las envié y dijeron que no. Que el pago estaba incluido en el adelanto. Y ahora otra persona de la misma editorial me escribe para decirme que siguen esperando las cuentas de cobro. ¿En fin qué? Dejo el asunto para mañana. Converso con Susana, que perdió a su padre el sábado, le envío una broma a mi querida y vieja amiga Ana Beatriz y adelanto un asunto sagrado con Piedad. La negra Eufemia cumple años la semana entrante. ¿Qué voy a hacer? La madre de Alejandra cumple el mismo día, pero ya no tengo velas en ese entierro. Lamento que tampoco en el de Tana, otra del mismo día. Uno de los espectáculos más bellos de mi vida. Me duermo viendo un documental sobre una pintura de Da Vinci, un descubrimiento reciente. El televisor se enciende y se apaga solo una y otra vez y en la madrugada lo descubro debajo de mí. Ha contribuido a la zozobra del robo del camión.
No es el único percance. Tengo otra vez la más horrible de las pesadillas: soy profesor. Y termino haciendo lo que se me da la gana. He repartido pizza y cerveza entre los estudiantes. La rectoría se incomoda. Recogemos cajas y botellas para borrar los rastros del banquete. No se trata en realidad de un banquete sino de una humilde comida. Pero los muchachos la han pasado bien y eso me alegra. Creo que las evidencias terminan en el camión. Voy de delito en delito. Hace un momento recordaba más cosas del camión y no sabía nada del banquete. Busco un sitio para dejar el camión. Todos los alumnos se han ido. En algún momento saltaban como cabras. ¿ A dónde han ido? Tienen sus asuntos. Sus cuentos propios. Necesito saber qué tan complica es la situación. Qué posibilidades tengo. ¿Cómo me metí en este lío? No puedo precisar los detalles del robo. Estoy preocupado por algo más que el camión. Tiro hilos de la madeja de los sueños como si fuesen los cables de la Explorer. ¿Habrá una explosión? Se ve todo tan tranquilo pero nunca se sabe. La ciudad se parece a Montevideo. Estaciono el camión en una calle tranquila y más tarde me acerco en una moto. Veo policías por todas partes. Unos doce, por lo menos. Empujan el camión como si fuese un juguete. Tengo el casco y lentes oscuros. Paso desapercibido. Me alejo. Necesito un teléfono público para advertirle a René que no me llame. Como todo bandido, voy a desaparecer mientras se calman las cosas.
Los gatos se impacientan. Son más de las cuatro de la mañana y estoy escribiendo con el índice derecho en el celular desde antes de las tres. Voy a darles el desayuno. Netflix sigue pendiente.
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