Max Beebohm, 1908 |
Ese narrador conoció a Enoch Soames a finales del siglo XIX, en el Café Royal de Oxford. Supo entonces que era autor de un libro. Y pronto publicaría otro. «Mis poemas», precisó Soames, que no había pensado en darle título. Dudaba si era realmente necesario. «Si un libro es bueno…», empezó a formular, agitando el cigarrillo. «Por supuesto, llevará mi nombre en la tapa», aclaró.
Cuando al fin los poemas se publicaron, el narrador, que si no amigo se había hecho buen conocido de Enoch, tuvo la «vaga sospecha» de que eran buenos. Al buscar las críticas en los diarios, sin embargo, estas se dividían en dos clases, aquellas que decían muy poco, y las que no decían nada. En la siguiente ocasión que se cruzó con Soames, solo fue capaz de decirle, con cierta torpeza, que esperaba que el libro se vendiera bien. «Me miró sobre su vaso de ajenjo y me preguntó si había comprado un ejemplar. Su editor le dijo que había vendido tres», escribe el narrador. Para restar gravedad a la cifra, que a primera vista parecía exigua, Soames señaló que él no era un comerciante, sino un poeta. Los poetas no jugaban a los números. En ese extremo, el narrador se mostró de acuerdo, y coincidieron en que los artistas que dan al mundo cosas verdaderamente nuevas y grandes están condenados a una larga espera, antes de que se les reconozca su mérito. «El acto mismo de esperar es la recompensa del poeta», afirmó Soames.
Hubo un tercer libro. Nadie habló de él. El narrador tuvo la intención de comprarlo, pero se olvidó. Cuando vio a Soames, tuvo la sensación de que era un ser afantasmado, que sin embargo creía en la grandeza de su obra, aunque nadie hablase de ella. El fracaso, cuando era un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tenía alguna dignidad, en su teoría. Y, de cualquier modo, «el hombre que no ha perdido su vanidad», y ese era el caso de Soames, «no fracasa totalmente».
Pero entonces, llegó la primera semana de junio de 1897. Ese día el narrador acudió a almorzar al restaurante Vingtième. Al entrar, encontró dos mesas ocupadas. En una había un hombre alto, vulgar, mefistofélico, que ya se había encontrado antes en el Café Royal, y en la otra, Soames. Se sentó junto a él. Hablaron del fracaso, de la posteridad. En ese contexto, Soames se preguntó qué sería de él dentro de cien años. Sin duda, estaría muerto. Pero. «¡Si entonces pudiera volver a la vida por unas pocas horas e ir a la sala de lectura del Museo Británico y leer! O mejor aún: si pudiera proyectarme, en este momento, a ese porvenir, a esa sala de lectura, esta misma tarde. Por eso me vendería al diablo, en cuerpo y alma. Piense en las páginas y páginas del catálogo: SOAMES, ENOCH, infinitamente, infinitas ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías…».
En ese instante en que Soames soñaba con leer su nombre en las enciclopedias y libros del futuro, alcanzando al fin la posteridad, el hombre misterioso que permanecía en la otra mesa del restaurante pidió permiso para meter cuchara. «Soy el Diablo», se presentó. Fue al grano. ¿Soames quería encontrarse en la sala de lectura del Museo Británico, tal como estará en el atardecer del 3 de junio de 1997? ¿Quería encontrarse en esa sala, junto a las puertas giratorias, en este mismo momento, y quedarse allí hasta que cerrasen? «Parfaitement. Yo lo proyecto, ¡paf!», aseguró el diablo. Soames aceptó. Dispondría de cinco horas para viajar al futuro, comprobar si las enciclopedias del futuro hablarán de él, y regresar, para rendir cuentas de su cuerpo y su alma. «Entonces vendré a recogerlo, Mr. Soames, y me lo llevaré a casa», dijo el Diablo, refiriéndose familiarmente al infierno.
El narrador nada pudo hacer por disuadir a Soames de hacer aquel viaje. Lo hizo. A su regreso, Enoch le contó al narrador que consultó el Diccionario biográfico y algunas enciclopedias. Preguntó cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo XIX. Se lo trajeron. «Mi nombre no figuraba en el índice…». Al poco, apareció el Diablo. «Deploro —dijo implacablemente— disolver esta amena reunión, pero…».
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