¿Es «El gran Gatsby» un mal título?
En mayo de 1924, un año antes de que El gran Gatsby viese la luz, Francis Scott Fitzgerald trabajaba febrilmente en el libro, renunciando a leer nada que no fuese Homero y literatura homérica e historia desde el año 540 al 1200. «Y ruego a Dios no ver un alma durante seis meses; mi novela es cada vez más extraordinaria; me siento completamente dueño de mí mismo y por fin podré satisfacer mi deseo de soledad», le escribía al novelista Thomas Boyd desde Francia, donde acababa de recalar con diecisiete maletas, y esperando encontrar una villa con mayordomo y cocinero para él, su mujer y su hija. La exaltación lo embargaba, y en agosto de ese año le confiesa a Maxwell Perkins, director editorial de Scribner’s, que «mi novela es más o menos la mejor novela estadounidense jamás escrita». Nunca siente un autor tanto entusiasmo por su obra como cuando no está terminada. Después de todo, estás haciendo algo, y ese instante es más placentero emocionalmente que el momento en el que, acabada la novela, ya no tienes nada que hacer, salvo ser juzgado por ella.
A finales de septiembre se dirige por carta a su agente literario, Harold Ober, y le notifica que al fin ha terminado. «Le envío por separado el manuscrito de El gran Gatsby para intentar que se publique por entregas». Su plan era hacerlo en la revista Liberty, a la razón de diez entregas de cinco mil palabras cada una, y al finalizar, editar el libro en Scribner’s. Aunque, en función de un contrato firmado con la revista Heart’s International, su editor Ray Long tenía derecho a ver antes el manuscrito. Como no quería que se lo quedase, Scott le propuso al agente exigirle un precio prohibitivo: veinticinco mil dólares. En cambio, de Liberty estaba dispuesto a aceptar solo quince mil.
Finalmente, El gran Gatsby no se publicó por entregas. Cuando Perkins recibió el texto se apresuró a responder al autor, que para entonces se encuentra en Roma. «La novela es una maravilla», comienza su carta, recogida en El arte de perder (Círculo de Tiza), junto con la correspondencia más relevante de Fitzgerald. A sus ojos, se trata de una magnífica fusión de las fabulosas incongruencias de la vida actual, pero. Pero. «A varios caballeros de aquí no les gusta el título; de hecho, a nadie salvo a mí le gusta». Scott debe pensar en cuanto pueda en la posibilidad de cambiarlo, le dicen desde la editorial. A vuelta de correo, responde que no sabe qué hacer. Tal vez titular Trimalchio o Gatsby, a secas. También manifiesta su disposición a arreglar algunos capítulos, y hacer «unas mil pequeñas correcciones, y unas cuantas más de mayor calado».
Entró el invierno, llegó 1925 y estuvieron listas las galeradas finales, donde se peleaba por cada frase. El autor impuso dos condiciones: que alguien leyese el texto atentamente dos veces para cerciorarse de que sus añadidos se incorporaban correctamente, y que no se hiciese ningún cambio en absoluto, salvo en caso de una errata flagrante. Y como ruego a Perkins, añadiría: «Asegúrate de no revelar nada del argumento en el texto de la contraportada. No reveles que Gatsby muere o que es un parvenu o un maleante ni nada. Parte del suspense del libro consiste en mantener la duda sobre todas esas cosas hasta el final. Y recuerda que no debe haber citas de críticos en la cubierta». En esta misiva, el debate sobre el título da su último coletazo. «En el fondo, creo que tendría que haberlo llamado Trimalchio. No obstante, supongo que habría sido una tontería hacerlo en contra de todos los consejos. Trimalchio en West Egg era solo una solución de compromiso. Gatsby se parece demasiado a Babbit y El gran Gatsby no tiene fuerza porque no recalca ni siquiera irónicamente su grandeza o la falta de ella. En cualquier caso, dejémoslo». En Scribner’s sigue sin entusiasmar, pero Scott no halla nada mejor.
Un par de meses antes de que el libro salga a la luz, y el impresor incorpore las miles de correcciones hechas por Scott en las galeradas finales, este muestra su confianza en vender ochenta mil ejemplares. Son años locos y de una extraordinaria fe en uno mismo. A medida que se acerca la fecha, sin embargo, su entusiasmo se enfría. Empieza a tener dudas sobre el texto. Su confianza no es la un año atrás, cuando aún lo escribía. ¿Y si…? El mismo día que se publica confiesa que está harto del libro. Es abril. Lo ha reescrito cinco veces y en algunas de las escenas más importantes, de pronto, le parece imperfecto; que si la escena del hotel no es eficaz; que si el entierro del protagonista no está logrado; que si etcétera. Por encima de todo, lamenta la falta de explicación sobre la relación emocional entre Gatsby y Daisy y el hecho de que a Gatsby «se le ve desdibujado y poco uniforme. En ningún momento lo vi claramente yo mismo, pues comenzó siendo un conocido mío hasta que se convirtió en mí: la amalgama nunca se completó en mi mente».
Un telegrama de Perkins en primavera, anunciando que las ventas son «dudosas», acaba por deprimir al escritor, que, si el libro es un fracaso comercial, cree que lo será por dos motivos principales: por una parte, la novela «no tiene ningún personaje femenino importante y actualmente las mujeres controlan el mercado de la ficción», y por otra, el título «es apenas regular, más malo que bueno».
Medio año después de su publicación, El gran Gatsby no había traspasado todavía los veinte mil ejemplares vendidos, una cifra prioritaria para Fitzgerald, pues a partir de ella cancelaba todas sus deudas con Scribner’s por distintos adelantos. Ni la adaptación teatral, ni la película muda que dirigió en 1926 Herbert Brenon, compensaron del todo su frustración, y su tendencia a estar continuamente sin blanca, pese a ganar más que ningún otro autor en la época. El fracaso resultaba todavía más amargo «¡después de haber rechazado quince mil dólares por los derechos para publicarlo por entregas!», le confesaría a Edmund Wilson. Por suerte, con el paso de los meses, Scott se enfrascó en nuevos proyectos. Empezó a trabajar en lo que sería Suave es la noche, y cuando estaba a medias volvió a experimentar la felicidad de los manuscritos inacabadas. «La novela marcha bien —le escribió a Perkins—. Creo que es maravillosa y quienes la han visto se han entusiasmado mucho con ella».
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