EL PLACER DE LEER
Toda la vida he leído con devoción a tres genios: Shakespeare, Proust y García Márquez. A los dos primeros, en traducciones y con numerosas notas, con pies de página, con mapas de navegación, por decirlo de alguna manera. A García Márquez sin traductor, sin notas, en su lengua original. ¿No es un privilegio?
Fui un lector furibundo de Neruda. Y luego caí en el hechizo de Hemingway en plena adolescencia. Tuve la suerte de comprar a los trece o catorce años los cuentos de Hemingway, en una papelería de Pamplona que ya no existe. El hechizo fue fulminante. La obra y la vida de Hemingway me envolvieron. Pocos escritores han vivido con tanta intensidad. Quise aprender inglés sólo para leerlo. Lo he conseguido a medias.
Leí siete veces Madame Bovary. Hemingway y Flaubert son mis maestros. Lamento excluir de esta lista a Joyce y Faulkner. La culpa es mía, por supuesto. De Joyce prefiero un libro absolutamente maravilloso, Dublinenses, traducido por Cabrera Infante. No puedo con Ulises. Tampoco con la potencia verbal de Faulkner. Después de tres o cuatro intentos, no he podido con El ruido y la furia. Reconozco mi torpeza. Sin embargo, adoro dos libros suyos: Mientras agonizo y Luz de agosto.
A Shakespeare lo leo desde los dieciocho y todavía no acabo. Quedé atrapado desde que compré un grueso libro suyo en una calle de Bucaramanga. Es el escritor mayor, para mí, por encima de Cervantes y de cualquier otro. Si me obligaran a quedarme con uno solo, sería Shakespeare: la prodigiosa galería de personajes, las tramas, el drama. Todo es grandioso en Shakespeare. De sus obras, Macbeth es mi favorita.
Con Proust la cosa ha sido lenta. Se me fueron casi veinte años para reunir los siete libros. Asuntos de pobreza, por supuesto. Ahora tengo cuatro ediciones distintas. He leído cuatro o cinco veces Un amor de Swann, el mayor tratado de los celos que conozco, y el resto de la obra a pedazos. No tengo las herramientas de Alvaro Mutis, que se leyó en francés y de principio a fin En busca del tiempo perdido y, como si fuera poco, de cuando en cuando hizo sus festivales de Proust. A Vargas Llosa, ferviente admirador de Flaubert, le quedó grande. Proust tampoco fue uno de los escritores favoritos de García Márquez. No importa. Nabokov detestaba a Cervantes y André Gide rechazó a Proust. Todo mundo se equivoca, hasta los más grandes.
Leí por primera vez Cien años de soledad a los doce años. No entendí nada pero quedé absolutamente fascinado. Creo que he leído unas nueve veces esta novela. Y más veces El Coronel no tiene quien le escriba. Me deslumbra la arquitectura de Crónica de una muerte anunciada y creo que El amor en los tiempos del cólera es un libro grandioso. El cuentista García Márquez no se queda atrás, con obras maestras como El ahogado más hermoso del mundo o Rastro de tu sangre en la nieve. Nunca renegué de la obra del maestro ni cometí la torpeza de desearle la muerte anticipada, como hicieron los jóvenes que requieren matar al padre. Por la obra de García Márquez, mi profunda admiración y el mayor agradecimiento, ahora y siempre. Jamás pude decírselo en persona.
García Márquez es el más grande de nuestro tiempo, un genio, y en español sólo puede compararse con Cervantes, Borges o Rulfo.
La mía es una opinión y, por lo tanto, personal. Soy un lector. Lo he sido toda la vida. Un lector de literatura, sobre todo. Mi ignorancia es inmensa y profunda, pero de literatura algo sé. Tengo una biblioteca de más de doce mil volúmenes. Es mi único tesoro. La empecé de niño. En el jardín de su casa, la abuela estiró hacia mí la mano con un libro de oraciones diciendo: “Tome, mijo, para cuando aprenda a leer”.
Opiniones, al fin y al cabo. Cada lector tiene sus gustos, sus debilidades, es decir, sus autores. O sus deficiencias: podemos con unos autores y con otros no. Lo bonito es que leamos. Leer nunca hace daño. Pintar o escuchar música menos. Los lectores pertenecemos a la parte bella de la vida.
Y la vida exige una pasión, como dijo Borges. La mía son los libros, con numerosas etapas o rostros. Unos pocos efímeros, casi todos eternos. Raymond Carver, por ejemplo, mucho más que el propio Chejov. Ojalá no sea una blasfemia. Y el otro Raymond, el grandioso Chandler, y sus siete novelas.
Borges es otro capítulo. Borges y Cortázar, por supuesto. El poderoso capítulo argentino, ahora perfeccionado con Mariana Enríquez y la Schweblin. Los ingleses serían otro capítulo. Y sobre todo los irlandeses. ¿Y los rusos? Dostoievski, Tólstoi y Chejov. ¿Y los alemanes? ¿Y los austriacos? ¿Y los japoneses?Y la singular literatura polaca?
Patricia Highsmith, Ray Bradbury, Graham Green, Charles Bukowski, Alberto Moravia, Rubem Fonseca, Juan Rulfo, Onetti, Kafka. Cada uno es un capítulo, un universo. Y los poetas: Neruda, Vallejo, Pizarnik, Kavafis, Szymborska, sólo por mencionar unos pocos. Y las otras lecturas: Oliver Sacks, Thomas Lynch, Alfredo Molano. Y las memorias. Los diarios. Las biografías.
En fin, la historia interminable.
(Texto en proceso)
6 de marzo de 2024
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