miércoles, 27 de marzo de 2024

La estética del aburrimiento / ¿Por qué algunos de los libros esenciales de la historia de la literatura son tan tediosos?

 


De izquierda a derecha, los escritores James Joyce, Marcel Proust, Thomas Bernhard y Virginia Woolf.

De izquierda a derecha, los escritores James Joyce, Marcel Proust, Thomas Bernhard y Virginia Woolf.


La estética del aburrimiento: ¿por qué algunos de los libros esenciales de la historia de la literatura son tan tediosos?

Joyce, Proust, Woolf, Bolaño, Bernhard, Foster Wallace... Un ensayo de Inma Aljaro estudia el tedio deliberado en la novela, que lleva a inopinadas experiencias estéticas



Sergio C. Fanjul
5 de marzo de 2024

Hay libros que son hitos indelebles en la historia de la literatura y que, sin embargo, son aburridísimos (al menos para un sector mayoritario de los lectores). Qué paradoja. James Joyce, Marcel Proust, Samuel Beckett, Alain Robbe-Grillet, David Foster Wallace, Gertrude Stein, Roberto Bolaño, Thomas Pynchon, Juan José Saer, Virginia Woolf, Thomas Bernhard. Autores difíciles, con obras que suponen un esfuerzo similar a la subida a un ochomil y cuya lectura otorga un signo de distinción: solo son aptos para los más gafapastas.

Un día la periodista Inma Aljaro (Málaga, 44 años) se dio cuenta de que era una perfecta lectora de libros considerados tediosos. Cuando comentaba sus lecturas favoritas, siempre saltaba alguien: “¡Pero eso es un aburrimiento!”. Sin embargo, ella se reía mucho con el temido Ulises de Joyce... ¿Cómo podía haber un contraste tan grande? “En realidad, no creo que haya novelas aburridas, sino gente que se aburre leyendo ciertas novelas”, explica.


Así que Aljaro se ha dedicado obsesivamente a investigar, primero, el aburrimiento, y luego, el aburrimiento en la literatura. El resultado es Tedio y narración. Sobre la estética del aburrimiento en la narrativa: de James Joyce a David Foster Wallace (Cátedra), un documentado ensayo que, por cierto, no es nada aburrido. “Es que yo me aburro, me aburro mucho, y no me gusta aburrir”, dice la autora.

La ensayista Inma Aljaro, autora de 'Tedio y narración' (Cátedra), en una foto cedida.
La ensayista Inma Aljaro, autora de 'Tedio y narración' (Cátedra), en una foto cedida.MARCO SANZ

Lo primero que hay que dejar claro es que Aljaro no reivindica ni estudia los libros que son aburridos porque sí, los genuinamente aburridos. “No es que me guste una novela que es aburrida porque es mala”, advierte. Su objeto de estudio son esos autores buenísimos que utilizaron el aburrimiento para, después de cierto esfuerzo, provocar una inopinada experiencia estética en el lector. Los que son deliberadamente aburridos. Los que despliegan el aburrimiento a través de sofisticadas técnicas narrativas. Los citados al principio, vaya. La estética del aburrimiento. Una estética que no solo se da en la literatura, sino que también se explora en las obras musicales de Erik Satie o John Cage, o en las películas de Andy Warhol.

Algunos autores de finales del siglo XIX y del XX comprobaron que las narraciones no tenían que ser lineales y adictivas, sino que también se podía encontrar cierto placer (al menos podían hacerlo los iniciados) en narraciones densas y laberínticas, que contaban minucias, que parecían no avanzar, que eran muy complejas, detalladas u omnicomprensivas. Que retaban al lector y le mostraban el abismo de la desesperación. Al final de todo eso, con la suficiente dedicación y paciencia, refulgía el gozo literario. El gozo del aburrimiento.

David Foster Wallace, autor de la novela 'La broma infinita'.
David Foster Wallace, autor de la novela 'La broma infinita'. GETTY (THE LIFE IMAGES COLLECTION/GETTY)

Entre las técnicas literarias del tedio artístico, Aljaro describe tres ramas.

1. El recurso a la banalidad, es decir, la fijación por narrar hechos insignificantes, actividades monótonas o repetitivas.

2. La escritura sobre nada, es decir, que no haya una historia que se desarrolle, sino una narración errática que parezca no tener sentido. La autora pone como ejemplo La ciénaga definitivade Giorgo Manganelli, que narra cómo un hombre a caballo, huyendo de los inquisidores, avanza a través de una ciénaga. Y nada más: solo ese avance.

3. La complejidad, la confusión, la fatiga o el estupor hermenéutico. Es decir, el uso de estructuras muy complejas, la rotura de la linealidad del tiempo, el uso de numerosas subordinadas que colmatan el texto, o la exuberancia diegética, que es el afán por contarlo todo, por hacer una narración omnicomprensiva que acaba por aplastar al lector, como ocurre con frecuencia en las obras del enigmático Thomas Pynchon (que, además, suelen tener una longitud muy notable).

En las obras deliberadamente aburridas suele frustrarse la necesidad del lector de conocer, muchas veces no cuentan lo que prometen, administran la información de forma difusa, se manejan en la incertidumbre. Lo contrario de esos best sellers de intriga que te agarran de las solapas y no te dejan dejar de leer. Pero, como señala Aljaro, aquí el premio no es conocer cómo acaba la historia, sino otro tipo de experiencias estéticas: “Cuando nos aburrimos tenemos la oportunidad de fijarnos en otras cosas”. Como quien se fija en el logrado chorro de diálogos intrascendentes de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, una obra que no cuenta demasiado más allá de una anodina tarde de domingo en el río.

Pero, además de todas estas estrategias, está la falta de atención contemporánea. “Muchas de estas obras exigen una atención que no tenemos suficientemente entrenada (lo queremos todo rápido o, mejor aún, instantáneo) y, quizás por eso, el uso del aburrimiento como artificio literario también se podría entender como una crítica o desafío a la aceleración social”, subraya la autora. Quizás el problema no esté solo en la complejidad de los textos, sino en nosotros y nuestro entorno, ávido de estímulos y novedad superficial.

A continuación algunas obras cumbre de la estética del aburrimiento.

James Joyce. ‘Ulises’

“En Ulises, Leopold Bloom nunca se encuentra con el amante de la mujer, parece que va a ocurrir la acción dramática... pero no. Hay un agotamiento de la paciencia del lector”, dice Aljaro. Joyce, que influenció de manera decisiva a la literatura subsiguiente, puso en práctica todas las tácticas del aburrimiento. Ulises se le presenta a muchos lectores como un acertijo, o una tortura, más que como una novela. “Creo que es un libro que hay releer porque cada vez te dice algo nuevo”, añade. “No está hecho para disfrutarlo a la primera, por eso frustra a mucha gente. Es más bien un juego: hay que meterse en él sin saber muy bien cómo va a salir parado”.

David Foster Wallace. ‘La broma infinita’

Este novelón de más de mil páginas, largo y complejo, aborda infinidad de temas, aunque el principal es una película tan adictiva que los espectadores se enganchan hasta morir de inanición. Utiliza masivamente las técnicas de la estética del aburrimiento: tiene una estructura no lineal, sigue de manera fragmentaria varias líneas argumentales, es densa, tiene cambios abruptos de punto de vista... A Foster Wallace, por ejemplo, le gustaba abusar de las digresiones y las notas a pie de página, algunas larguísimas, para interrumpir la narración principal y hacer al lector ir hacia delante de atrás, sin centrarse en el hilo principal, si es que lo había.

Virginia Woolf. ‘La señora Dalloway’

Hay quien ha dicho que leer el flujo de conciencia, las asociaciones mentales, la prosa sumamente elaborada de La señora Dalloway es más aburrido que mirar una pared blanca durante muchas horas. “Woolf cuenta la vida de esta señora, sus pensamientos. Es magistral, es clave en la historia de la literatura, pero también es una escritura sobre la banalidad del día a día de esta señora de la alta sociedad londinense que tiene que preparar una fiesta”, señala Aljaro. Una prosa introspectiva y reflexiva que para muchos puede resultar árida o difícil de seguir.

Thomas Bernhard. ‘La calera’ o ‘Corrección’

“Dicen que Bernhard escribía en espiral”, añade Aljaro, “sus discursos podrían resultar muy aburridos, pero a veces son tan absorbentes y circulares que a mí me provocan risa”. El mordaz autor austriaco utilizaba una sintaxis muy compleja, con muchas subordinadas, con continuos detalles y acotaciones, con rodeos y digresiones. A veces hay que leer dos veces cada párrafo para acabar de comprender lo que Bernhard está contando. “Juega con la incertidumbre: sus narradores con frecuencia no son fiables, no puede confiar en ellos, porque regresan a otro punto de la historia para corregir lo que ha dicho”.

Roberto Bolaño. ‘2666′

1.126 páginas de novela donde, con frecuencia, se ve frustrado el deseo del lector de saber más de la historia: no sabemos dónde está el narrador o quiénes son los asesinos de las mujeres. En cierta parte del libro, famosa por acabar con la paciencia de numerosos lectores, Bolaño narra repetitivamente el asesinato de decenas mujeres: no entiende uno por qué tiene que leer una y otra vez las diferentes maneras, tan similares, de cometer un feminicidio. “En otro texto de Bolaño, Nocturno de Chile, sale la frase ‘la rutina que matiza el horror”, dice Aljaro, “y se aplica a 2666: ¿cómo nos podemos aburrir de descripciones de feminicidios tan atroces? Es el efecto de la repetición que nos aburre”. La misma insensibilización que ocurre cuando nos sobreexponemos a las imágenes de cualquier guerra o catástrofe que ocurre al otro lado del mundo.

Marcel Proust. ‘En busca del tiempo perdido’

“Durante mucho tiempo, me acosté temprano”, dice la famosa primera frase. Probablemente, con siete tomos, sea una de las obras más extensas de la literatura: 9.609.000 caracteres con espacios. Parte de una famosa magdalena mojada en té para construir una catedral de la memoria a base de largas frases (que algunos atribuyeron a la afección asmática del autor) y la suntuosa y frívola vida de la aristocracia francesa de finales del XIX. “No creo que Proust fuera voluntariamente aburrido”, apunta Aljaro, “es el efecto de la ruptura de la tradición narrativa: no le importa tanto narrar como generar cierta sensación con sus idas y venidas, sus divagaciones, el efecto de querer contar de una manera diferente”.

EL PAÍS




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