Mientras Michael Francis discute con Mónica, mientras Mónica cuelga el auricular y vuelve al comedor, mientras se permite abandonarse en los brazos de Peter, entregarse a su particular olor (una penetrante mezcla de aguarrás, polvo de roble y barniz), Aoife, a seis mil kilómetros al oeste, con una diferencia horaria de cinco horas, sube por las escaleras de un edificio de apartamentos en el Upper West Side. Lleva un bolso al hombro y calza unas botas con los cordones sueltos que empiezan a molestarla, pero ya ha llegado demasiado lejos para detenerse.
El bolso pesa, el día es caluroso y polvoriento, y los pies le resbalan dentro de las botas, que le quedan grandes pero no pudo resistirse a comprarlas. Botas del ejército ruso, le dijo el hombre del puesto del mercadillo mientras se las probaba sentada en la acera, con los pies en una alcantarilla. Deberían durarle un par de inviernos, aseguró. Ella tiró y trasteó con los cordones anudados, extendió y separó los dedos de los pies en el endurecido interior de cuero. Es curioso, solía pensar, que tengamos los pies tanto tiempo metidos en un espacio que nunca vemos. Aoife ha escudriñado el oscuro fondo de los zapatos, pero jamás ha sido capaz de identificar aquellas oquedades tubulares con el lugar suave y húmedo que sus pies conocían de manera tan íntima. Probablemente han recorrido las estepas, comentó Gabe, alzándole el pie para observar la suela. Son muy pequeñas para un soldado, añadió.
Michael Francis intenta poner el pijama a los niños, dentífrico en sus cepillos. Gretta descubre en un armario una antigua labor de macramé, un colgador sin terminar para una maceta. Mónica acepta el brandy que le ofrece Peter, se sienta y pone los pies en el sofá. Aoife se detiene para recuperar el aliento antes del último tramo de escalera.
En sus pies, las botas de un muerto; en su bolso, carretes y carretes de la clase especial de película fotográfica que necesita Evelyn, pues acepta bien el procesado con bromuro de plata, empapa el blanco de los pálidos fondos de Evelyn, recoge felizmente la impresión de cada curva, cada hondonada, cada contorno, cada tenso músculo de la expresión de sus retratos. Sólo se vende en una tienda de Brooklyn, de manera que cada dos meses Aoife acude por suministros. Le gusta el trayecto hasta allí, comienza en las entrañas de Manhattan para luego emerger a una luz que pinta celosías de sombras en los rostros de los viajeros.
El cartel junto a ella pone «sexta planta», pero Aoife, que sigue apoyada en la barandilla, vuelve la cabeza evitando mirarlo, como si fuera alguien que la hubiera ofendido. El texto, para Aoife, es escurridizo, peligroso, nada de fiar. En cualquier momento, las letras de «sexta planta» podrían moverse con mareante facilidad, convirtiéndose en «seta flaca», «sexto plato» o «sexo plano».
Al principio, cuando llegó a Nueva York, no conocía a nadie. Apareció como de sopetón, como quien tropieza al entrar en una habitación. Había desmantelado su vida en Londres en cuestión de días, regalando todo lo que no podía llevarse, dejando su bicicleta en la calle con un cartel: «gratis para quien la necesite». Conocía a alguien que conocía a un tipo norteamericano que decía que su padrino regentaba un club musical no sabía dónde llamado el Bowery. Sin duda le ofrecería un trabajo, estaba seguro. Era un cabo muy tenue, pero Aoife se había aferrado a él.
Al principio, cuando llegó a Nueva York, estaba obsesionada con las familias. Cada vez que veía a alguna, la estudiaba: en la calle, en los bares, en las colas del cine, bajo la verde copa de los árboles de Central Park. Entraba detrás de ellos en los establecimientos, se colocaba cerca en los bancos y se inclinaba para escuchar sus conversaciones. No le importaba la edad, cualquier familia valía. Miraba en los cochecitos y sillitas de bebé y sentía una especie de satisfacción cuando encontraba en el rostro del niño el eco de los ojos grandes de su madre o su nariz aguileña. Observaba a un padre y su hija adolescente, comiendo bollos en la puerta de una panadería, lamiéndose el labio inferior con gesto idéntico, al parecer ajenos a su consonancia. De camino al metro, todas las mañanas, se cruzaba con una madre ya mayor y su hija, ambas con el mismo pintalabios y el mismo cabello fino y lacio. La madre lo llevaba recogido en un moño, la hija se lo había cortado —en un gesto desafiante, creía Aoife— en una severa melena corta que no le sentaba nada bien. A menudo experimentaba el impulso de susurrarle: No te esfuerces más, déjatelo crecer y hazte un moño, te quedará mejor.
Al principio, cuando llegó a Nueva York, no conocía a nadie, estaba obsesionada con las familias y se sentía tan caótica como la ciudad. Alquiló un pequeño estudio en el que todo era otra cosa: la diminuta bañera hacía las veces de encimera de la cocina, la cama se subía para ocultarse en el armario, como un asesino. Las cucarachas y otros bichos reptaban por las paredes y se metían en las grietas cuando ella entraba. El hombre del club sí le dio un trabajo: consistía en coger un sello de goma, impregnarlo en una almohadilla de tinta púrpura y presionarlo en el dorso de la mano de los clientes. Cada presión tatuaba en la piel una abeja en vuelo con las alas extendidas, las antenas alzadas, en busca de algo. Ante ella desfilaban jóvenes neoyorquinos obsesionados con la música, los brazos tendidos, aguardando ser sellados, el tatuaje temporal que les permitiría salir al mundo real y volver a entrar en aquel otro mundo tras el grueso cortinaje, un mundo de pesada oscuridad cargada de humo donde reverberaba el sonido y finos rayos de luz. Si era una noche tranquila, Aoife se sellaba ella misma una y otra vez, de manera que cientos de abejas se arremolinaban en su piel, hasta bajo sus mangas. Más tarde, cuando el local estaba lleno y las puertas se habían cerrado, se metía detrás de la barra para echar una mano con las copas, y allí preparaba cócteles, llenaba vasos con hielo, gritaba «¿Qué te pongo?» en la oreja de los clientes por encima de la música, sus piernas marcando el ritmo del bajo, su torso oscilando de lado a lado con los solos de guitarra, sus brazos estampados siguiendo en el aire la melodía. La música le llenaba el cráneo. Mientras estaba en el club no pensaba en nada. Le gustaba bailar al ritmo de la mujer de pelo oxigenado y ojos grandes que cantaba visceralmente con rostro impasible, y al del hombre que se movía como si fuera un robot, como si sus articulaciones estuvieran engrasadas con aceite. Le gustaban menos los que escupían a la audiencia o estrellaban las guitarras contra la pared, aunque sólo fuera por la estruendosa y voluble multitud que atraían. Sabía que nada de aquello —la música, el apartamento, el hecho de estar allí— la distraería ni un momento de lo que había pasado entre Mónica y ella. Corría por su mente en un bucle constante. Aoife creía que nunca podría superarlo, estaba convencida de que lo ocurrido entre ambas en la cocina de la casa de Michael Francis iría con ella siempre, como una astilla clavada que no se podía sacar. Había intentado arreglar las cosas, lo había intentado de verdad. Meses después de aquel día en la cocina, aunque todavía le dolía lo que Mónica le había dicho, aunque había cambiado algo muy hondo en ella, había cogido un tren a Gloucester, luego un autobús. Fue al lugar donde vivía Mónica, una especie de granja similar al dibujo de un niño pequeño, algo que podría aparecer en una postal de Inglaterra, al final de un largo sendero flanqueado por árboles. Quería preguntarle: qué pasa, por qué se ha ido Joe, por qué ya no tenemos contacto, qué estás haciendo aquí. Pero ese tal Peter salió a la puerta y le dijo que allí no era bienvenida, que le agradecería que no volviera a llamar. Y Aoife se quedó allí plantada, en el gastado escalón frontal de la casa de su hermana, y tuvo que aferrar el pomo de la puerta sólo para estar segura, sólo para saber que sí, le habían cerrado aquella puerta en las narices, que su hermana estaba dentro, que había enviado a su esposo, su novio o lo que fuera —Aoife sólo lo había visto una vez, y dudaba que Mónica lo hubiera visto muchas más— a la puerta para decirle que se marchara, que se largara, que no volviera. ¿Había estado observándolo todo desde dentro?, se preguntaría más tarde. ¿Estaría Mónica detrás de aquellos visillos, espiando mientras ella, Aoife, lloraba en el porche? Al final se enjugó las lágrimas, desanduvo el sendero, estuvo a punto de tropezar con un gato, dobló la esquina, salió a la carretera y tuvo que detenerse, que apoyarse en una tapia, porque temblaba tanto que no podía andar más.
Durante el día, en Nueva York, enderezaba tubos de óleos en una tienda de artículos de arte, clasificaba los pinceles por tamaños, limpiaba las vitrinas de cristal, las frotaba hasta que aparecía reflejado su rostro, y siempre se sorprendía de lo seria que se veía.
Básicamente, vivía. Realizaba los pequeños actos de la vida. Seguía «librándose», que era la expresión que siempre utilizaba en su mente. Nadie la había descubierto. Todas las noches, al acostarse, cerraba los ojos, aliviada de que un día más nadie hubiese averiguado su secreto.
A lo largo de los años, y a base de ensayo y error, ha perfeccionado varios métodos para ocultar sus problemas con la palabra escrita. Alega ser miope, o que se le han olvidado las gafas, o que tiene vista cansada. En los restaurantes cierra el menú —no muy deprisa, nunca muy deprisa—, se vuelve hacia quienquiera que sea su acompañante y dice, con una media sonrisa de seguridad: ¿Por qué no pides por mí? Tiene buen ojo para dar con personas encantadas de presumir de su caligrafía o sus dotes de escritura. Las busca y les pide como quien no quiere la cosa: ¿Podrías rellenarme este impreso? Es que tengo una letra malísima, no la entiende nadie. Sabe tender con gesto frívolo un papel o un libro a cualquier persona a su lado y decir: ¿Me lo lees, por favor? Y entonces escucha con total atención, con absoluta concentración, y pone en funcionamiento esa parte de su mente que es como una grabadora, como un estenógrafo, de manera que si alguien le pregunta por el contenido del texto es capaz de recitarlo sin omitir palabra. La primera noche tras la barra en el club, le pidió al camarero que le indicara lo que era cada botella, y luego se recitó los nombres como quien reza una novena, al derecho y al revés, poniéndose a prueba una y otra vez hasta que fue capaz de encontrar cada botella sin mirar: el whisky, el primero por la izquierda, luego el bourbon, después la ginebra, el ron, el vodka. Nadie lo sabrá jamás. Ése es su objetivo, por eso se esfuerza cada momento del día, para que nadie la descubra. Sabe que la imagen que da al mundo es la de una chica un poco excéntrica pero por lo demás benigna, un poco alerta tal vez, un poco fría. Pero nadie lo sabe. Nadie se da cuenta de que cuando ladea la cabeza y dice: Pide tú por mí, ¿quieres?, o cuando se vuelve hacia la hilera de botellas boca abajo, cada una con su convexo ojo ciclópeo, tiene el mentón paralizado de tensión por miedo a que la descubran.
No sabe leer. Es su propia verdad privada. Y por ello tiene que llevar una doble vida: ese hecho satura cada molécula de su ser, la define ante sí misma, siempre y para siempre, pero nadie más lo sabe. Ni sus amigos, ni sus colegas ni su familia. Su familia, la que menos. Se lo ha ocultado a todos, ese secreto que casi la desborda.
Llevaba en Nueva York seis meses, tal vez algo más, quizá un año, esas cosas se le olvidan, cuando un día que estaba colocando cuadernos de bocetos en los estantes, la mente nublada de sueño puesto que había trabajado en el club hasta las cuatro de la madrugada, vio a través del escaparate a Evelyn Nemetov. Tenía la cabeza alzada hacia el cartel de la tienda, que rezaba ART ATTACK y desde donde estaba Aoife a veces KCATTATRA o KCATARACT o RATATTAT . Aoife la reconoció de inmediato: había estado varias veces en una exposición suya en Londres. Evelyn Nemetov, en una acera de Nueva York, con un impermeable varias tallas más grande y un gorro de loneta bien calado sobre la frente, allí delante, con las manos en los bolsillos, como si no fuera más que otro miembro de la raza humana. Para Aoife era como si una diosa griega se hubiera materializado allí mismo, en la calle Cincuenta y dos, tras haber decidido hacer una visita a los mortales de Nueva York, a ver cómo era la vida, antes de volver a su divina forma insustancial. Aoife se quedó paralizada, con cuadernos de bocetos en la mano, y rogó que Evelyn Nemetov entrase, que abriera la puerta y se adentrase en la tienda. Y eso hizo al cabo de un momento. Y no sólo eso, sino que se acercó directamente a ella y le dijo que buscaba una cinta adhesiva, pero no cualquiera, sino la que era adhesiva por las dos caras. ¿Sabía Aoife a lo que se refería? No la encontraba por ninguna parte. Cinta adhesiva por las dos caras, dijo Aoife, pronunciando palabras normales ante Evelyn Nemetov, como si pudiera entenderla. Sí, repuso Evelyn Nemetov, ¿la tienen? Sí, afirmó Aoife. Y fue por ella, y cuando estaba pasando la cinta por la caja registradora, se volvió hacia Evelyn Nemetov y le preguntó: ¿Necesita una ayudante? Yo podría ser su ayudante, por favor, déjeme intentarlo, deme una oportunidad.
Al principio, cuando llegó a Nueva York, no conocía a nadie, estaba obsesionada con las familias, se sentía tan caótica como la ciudad, pero, cuando encontró el club y luego conoció a Evelyn, todo cambió.
Aoife llega hasta la última planta del edificio y rebusca la llave en el bolsillo. Empuja la pesada puerta y entra primero ella, luego el bolso.
En este punto siempre tiene ganas de anunciar a viva voz su llegada. Eso es lo que se hace, ¿no?, cuando se llega a una casa donde hay alguien, alguien que está esperándote. Tiene que dominarse cada vez. A Evelyn no le gustan los gritos, la sobresaltan y pierde la concentración. Al fin y al cabo, ésa no es una casa normal.
Aoife avanza con sus botas grandes. Podría caminar a oscuras por esas habitaciones. Sabe dónde está todo, dónde va todo. Si le piden algo, es capaz de encontrar cualquier cosa en dos minutos. A fin de cuentas, ése es su trabajo. Y obtiene de él un extraño y desconocido placer, porque lo suyo no son precisamente las dotes de organización, saber dónde están las cosas. Si a su familia le dijeran que se le daba bien aquello, que era capaz de hacerlo, se morirían de risa creyendo que se trataba de una broma. Pero no lo saben y nadie se lo dirá.
—¿Eres tú? —oye murmurar a Evelyn, parece que desde el cuarto oscuro.
—Sí.
—Por Dios, creía que te habían secuestrado. Que te habían devorado los lobos o te habías metido en una secta o algo.
—Nada tan emocionante.
—Has tardado un montón.
—Lo siento. —Aoife apoya la mano un momento en la puerta del cuarto oscuro—. El metro, las colas, ya sabes. Voy a guardar los carretes.
Evelyn ha vivido en el apartamento de abajo casi toda su vida. Ése es su lugar de trabajo, su estudio, su retiro. Aoife entra en la habitación que utilizan de almacén: lo que otrora fue un dormitorio está ahora lleno de estanterías, cajones, armarios. Los casilleros se extienden del suelo al techo, a lo largo de las ventanas, por encima del dintel de la puerta. Y todos y cada uno de ellos tiene su etiqueta: película b/n, reza uno, película col, se lee en otro; filtros, tapas de objetivos, cintas de cámara. Aoife ni siquiera echa un vistazo a las etiquetas, apretadamente mecanografiadas por alguno de sus predecesores, porque memorizó los contenidos nada más llegar. En cuanto volvió a su casa, dibujó un diagrama de los casilleros, de pie detrás de la bañera tapada, trazó flechas y escribió todo lo que recordaba con sus propios garabatos, a veces al revés, casi siempre con la zurda. Colgó el resultado, incomprensible para cualquier otra persona, en la abombada chapa de la nevera, hasta que lo memorizó.
En la otra pared están los armarios con los archivos de Evelyn: cajas y cajas de negativos y hojas de contacto, cajones llenos a rebosar con las listas de los modelos que ha fotografiado y dónde y cuánto le pagaron y quién. Carpetas y carpetas de contratos, declaraciones de la renta, cartas de admiradores y de no admiradores.
Aoife ni siquiera se acerca a esa zona, lo cual se está convirtiendo en un problema creciente. Ha comenzado a soñar con esa parte del almacén, ese lugar ha empezado a invadir su vida nocturna. Le surge en la mente de súbito, mientras estampa abejas en la piel de los melómanos, mientras sirve chupitos de whisky en la barra.
Otros ayudantes de fotógrafo con los que ha hablado dicen que nunca hacen otra cosa que no sea archivar o encargarse de contratos, responder a cartas o emitir facturas: son, rezongan, meros secretarios o chupatintas. Es increíble que Evelyn se lleve a Aoife a las sesiones de fotos, sostienen, Aoife no sabe la suerte que tiene.
Pero Aoife no se considera afortunada. Se siente maldita, como esos personajes de los cuentos, marcados por la azarosa crueldad de algún ser superior, condenados para siempre a tener un ala en lugar de un brazo o a vivir bajo tierra o adoptar la forma de un reptil. No sabe leer. No sabe hacer eso que a los demás les resulta tan sencillo: ver signos dispuestos en una página y conferirles, mediante alguna alquimia, un significado. Ella es capaz de crear letras, de darles forma con un bolígrafo, con un lápiz, pero no logra alinearlas en el orden correcto, en una secuencia que otros consigan descifrar. Puede almacenar palabras en la cabeza: allí las acumula, es capaz de recitar frases, párrafos, libros enteros en su mente. Puede apilar palabras dentro de sí misma, pero no hacerlas bajar por su brazo, por sus dedos, hasta un papel. No sabe por qué. Sospecha que de bebé se cruzó en el camino de alguna bruja malhumorada que, al verla pasar en su cochecito, decidió arrebatarle esa capacidad, convertirla en una paria, náufraga en el mar del analfabetismo y la ignorancia, maldita para siempre.
En su primer día en el estudio, Evelyn le tendió un contrato y le pidió que lo leyera y firmara. Aoife lo puso sobre la mesa y, cuando la mujer salió de la habitación, se inclinó sobre él, tapándose el ojo izquierdo con una mano. Sentía un súbito y aplastante peso en el pecho y le costaba trabajo respirar. Por favor, decía su mente, no sabía muy bien a quién, por favor, por favor. Déjame superar esto, sólo por esta vez. Haré cualquier cosa, lo que sea. Logró reconocer la palabra «contrato» en la cabecera de la página. Bien, iba bien. Evelyn había dicho que era un contrato. ¿O tal vez decía «contacto»? ¿Había una R? Se apretó fuertemente el ojo con la palma de la mano y escudriñó la ondulante ristra de letras que formaban las palabras. ¿Había una R? Y, en ese caso, ¿dónde debería estar? ¿Antes de la T o después de la T? Con un nudo de pánico en la garganta, se obligó a dejar el «contrato» o «contacto» o lo que diablos fuera aquello y mirar más abajo de la página. Y entonces supo que estaba perdida. Porque aquel papel sobre la mesa estaba plagado de texto, un texto diminuto y apretado de palabras que reptaban por el blanco como hileras de hormigas negras. Palabras que se arracimaban y se reagrupaban ante sus ojos, que rompían su estructura lineal de izquierda a derecha para formar largas y oscilantes columnas de arriba abajo. Palabras que se bamboleaban y se mecían como altas hierbas al viento. Vio por un momento una V que se estiraba para abrazarse con los brazos huecos de una H; percibió una A próxima a una O, lo cual le trajo a la mente la disposición de su propio nombre. Advirtió por un instante una disposición de letras que posiblemente ponía «tenso», o tal vez «denso», pero el momento pasó. Intentaba contener las lágrimas, sabiendo que era el fin, que aquel trabajo, aquella oportunidad que le habían dado, se había desbaratado, como tantas otras anteriores, y estaba sopesando los pros y los contras de marcharse sin más cuando oyó que Evelyn volvía por el pasillo.
No fue consciente del momento en que tomó su decisión. Lo único que supo fue que estaba alzando el papel por una esquina, bien en alto y hacia fuera, con las puntas de los dedos, como si irradiara alguna clase de vaho tóxico, y que lo metía en una carpeta azul que a su vez metía en una caja en lo alto de un archivador.
Cuando Evelyn llegó, le preguntó:
—¿Has terminado con el contrato?
Y como Aoife deseaba aquel puesto, lo deseaba con toda su alma, y por qué no iba a poder tener un buen trabajo, un trabajo interesante como otra gente, maldita fuera aquella bruja, se volvió, esbozó su media sonrisa cargada de seguridad, unió las manos y contestó:
—Sí, he terminado.
En el almacén de Evelyn vacía las cajas de carretes en la mesa y comienza a guardarlos en sus respectivos sitios.
Desde aquel día, durante los muchos meses que lleva trabajando para Evelyn, la carpeta azul de la caja sobre el archivador se ha ido hinchando y creciendo. Cada papel que le dan, cada carta que abre, cada petición o solicitud o contrato que entra por la puerta, acaba allí. Cualquier cosa con números y signos de dólar —cheques y cuentas y facturas— la envía directamente al contable, de manera que por lo menos sabe que el dinero entra y sale del negocio. Pero todo lo demás va a esa carpeta. Ya se encargará de ello más tarde. Cuando pueda. En cuanto dé con la manera de hacerlo. Y dará con ella. Sólo es cuestión de tiempo. Un día de éstos se pondrá con la abultada carpeta azul y la despachará. De alguna manera.
Va metiendo carrete tras carrete en las casillas.
—¿Qué tal va? —pregunta.
Evelyn aparece en la puerta. Una mujer alta, tanto que le saca a la menuda Aoife por lo menos treinta centímetros. Lleva el pelo gris visón sujeto con lo que parece una pinza metálica. En la camisa, que debe de ser una vieja de su marido, cuelgan varias pinzas de la ropa. Tiene brazos largos, nervudos, ahora cruzados.
—No lo sé —masculla con su voz ronca de tres paquetes de tabaco al día—. Algo granulosa.
Aoife la mira.
—Pero granulosa no tiene por qué estar... mal... ¿no? —comenta con cautela. Nunca está del todo claro cuándo Evelyn necesita apoyo verbal o una muda comprensión.
—¿Sucia?
—Granulosa sucia.
Aoife coge la última caja de carretes.
—¿Enviaste el contrato de la revista aquella? —pregunta Evelyn de pronto.
La caja tiene los lados resbaladizos, sin textura, y se escurre entre los dedos de Aoife como atraída hacia el suelo por un imán.
—Pues... eh... —masculla, mientras rebusca los carretes por el suelo—. Seguro que...
—Qué raro —murmura Evelyn, ahora en la ventana—. Han llamado diciendo que no lo han recibido, pero...
—Tienes que prepararte —la interrumpe Aoife.
Evelyn se da media vuelta.
—¿Sí?
—Sí. Tienes que estar en el centro dentro de veinte minutos.
—Ah. Tengo un almuerzo con... ése, ¿no?
—¿Ése? —Aoife enarca una ceja. La mala memoria de Evelyn para los nombres es una broma recurrente entre ellas.
—¿Dan? ¿Bob? No... Paul —concluye Evelyn, mientras saca un cigarrillo medio fumado del bolsillo de la camisa—. Paul no sé qué. ¡Ah! —exclama, blandiendo con gesto triunfal el cigarrillo chafado—. Allanson. Paul Allanson.
—Casi. —Aoife señala las pinzas en la camisa de Evelyn—. Allan Paulson. Conservador del M o MA . —Evelyn alza los brazos para que Aoife le vaya quitando las pinzas, cada una con un chasquido—. Que te lleve a un buen restaurante.
—Ya te traeré comida. En esas situaciones nunca puedo comer.
—Gracias. —Aoife le quita por fin la pinza metálica del pelo—. ¿Quieres que vaya en el taxi contigo?
Evelyn niega con la cabeza.
—No, no soy del todo inútil. Tú sigue con... —Hace un gesto hacia el cuarto oscuro—. No olvides... —Hace otro vago gesto con la mano—. Bueno... ya sabes qué hacer. A lo mejor deberías ir a comprar. La nevera está vacía. Coge dinero.
—No te preocupes. —Aoife la sigue hasta la puerta, donde le tiende una chaqueta y luego un bolso.
Evelyn se detiene en las escaleras y se lleva una mano a la cabeza.
—Ay, Dios, casi se me olvida. Hay mensajes en el contestador. Ha llamado otra vez ese tipo, como se llame. El cocinero ese. No sé qué decía de que estaba otra vez en la ciudad. Mira, ¿sabes qué? Márchate ya. Vete a casa. Queda con él. Lo que haya aquí puede esperar a mañana. —Y echa a andar escaleras abajo mascullando—: No puedo creerlo, casi se me olvida decírselo. Pero qué clase de persona soy. Mira que olvidarme de eso, bueno, casi olvidarme. Joder, estoy tan vieja que no me acuerdo ni de lo más básico...
Aoife vuelve al apartamento y se queda en el rellano del estudio, abriendo y cerrando las manos, los nudillos blanquecinos. Cierra los ojos un momento, lo suficiente para que las cavidades de su corazón se contraigan una vez y vuelvan a expandirse, recibiendo la sangre de retorno. Una prórroga. Por ahora. Se ha librado una vez más. Y una expresión de su hermana le viene a la cabeza: por los pelos.
Hasta que el momento se rompe. Aoife abre los ojos, abre las manos, se mueve. Abre la puerta del cuarto oscuro y deja que se cierre a sus espaldas. Desaparece, como un actor entre bambalinas, devorada por la penumbra.
En la luz del contestador destellan cuatro mensajes. El primero es del editor de una revista; el segundo, del ayudante de una actriz a la que Evelyn tiene que fotografiar el mes que viene; luego, uno muy largo del marido de Evelyn, sobre la nueva cafetera. A continuación se oye otra voz: «Hola, Aoife, soy Gabe. Estoy de vuelta, no sé por cuánto tiempo, pero pensé que a lo mejor estabas libre esta tarde. Ya sé que es un poco improvisado, pero... en fin, espero que puedas escaparte. Puedes llamarme al... Ah, no, no puedes. Vuelvo a llamarte en una hora o así. Adiós».
Aoife alza el auricular, escucha el pitido del tono de línea y cuelga, intentando hacer caso omiso al pulso que de pronto late en su cuello. Enciende la bombilla roja, repasa las tiras de negativos que cuelgan de una cuerda de tender. Se mueven y se empujan, como animales que presienten la cercanía de un depredador. Coge una por los bordes y, al ver que está seca, la tiende hacia la luz: diminutos fantasmas cobran forma, blancas bocas abiertas, cabello claro de punta, el cielo tras ellos oscuro como un apocalipsis.
Coge las tijeras de un gancho en la pared —que también instaló ella misma, sorprendentemente, ya que martillos y clavos tampoco son lo suyo— y procede a cortar la película revelada en tiras de diez fotogramas, contando mentalmente.
Siempre que cuenta así se acuerda de cuando ayudaba a su madre en la iglesia antes de alguna de las grandes fechas, Pascua o Navidades o la Fiesta de la Cosecha. Su madre en el altar, metiendo lirios y rosas en jarrones, alisando los paños que había lavado y planchado la noche anterior, trabajando hasta muy tarde, sudando y maldiciendo el almidón y el calor y la tensión de todo aquello. La labor de Aoife consistía en colocar un libro de himnos en cada asiento, enderezando cualquier escabel torcido a su paso. Y le gustaba ir contando.
—Treinta y tres, treinta y cuatro —susurraba entre dientes—. Treinta y cinco, treinta y seis. ¡Mamá!
Y su madre contestaba sin volverse:
—Lo estás haciendo muy bien, Aoife. Sigue así.
Aoife continúa trabajando con la película, como hacía con los libros de himnos, cortando metódicamente cada fotograma y amontonando las brillantes tiras en resbalosos montones.
Todo eso —ese trabajo, ese apartamento, esa ciudad, lo que lleva puesto, lo que hace, quién es— está tan lejos de aquello para lo que la criaron, de todo lo que le enseñaron, de lo que aprendió, que a veces sonríe al pensarlo. La idea de Evelyn en casa de sus padres, en su colegio de monjas, es tan incongruente como un flamenco entre un rebaño de vacas.
Aoife dejó el colegio sin ninguna cualificación. Las monjas la describieron como «literalmente incapaz de aprender». Suspendió todos los exámenes a los que se presentó (excepto los de arte, que aprobó por los pelos). No escribió ni una palabra en ninguno de ellos. En algunos ni siquiera se molestó en darle la vuelta al papel, limitándose a rellenar los márgenes con garabatos.
Cuando Gretta se lo dijo, Aoife se quedó sentada en su habitación, a oscuras, mirando por la ventana. La lista de cosas que no podía hacer parecía interminable. Era incapaz de darle a una pelota, ni cogerla, era incapaz de escribir, incapaz de tocar un instrumento, incapaz de cantar sin desafinar, incapaz de integrarse con la gente, siempre estaba al margen, siempre misteriosamente aislada, extraña, diferente. Ni siquiera podía leer una historia bíblica a los niños, y jamás podría.
Gretta estaba muy contenta con lo de las clases parroquiales. Aoife la oyó decirle a alguien por teléfono que por supuesto temían que Aoife nunca llegara a ser nada, pero que tal vez gracias a eso pudiera tener al menos un trabajo respetable.
No es difícil imaginar, pues, el escándalo que estalló cuando una noche, durante la cena, Aoife anunció —Mónica y Joe estaban a la mesa, pero Michael Francis no— que no iba a ayudar en las clases parroquiales, que había ido a ver al sacerdote ese mismo día para dejárselo claro. No quería ser maestra, no se le daban bien los niños, no se le ocurría nada peor.
Fue uno de los altercados más sonados en la familia Riordan. Gretta arrojó al suelo una fuente de espinacas, aunque más tarde lo negaría alegando que se le había escurrido de la mano. De cualquier manera, las espinacas terminaron en la alfombra, donde quedaría durante años una mancha verde a la que siempre se referirían como «la mancha de la escuela parroquial». Gretta declaró que se moriría de vergüenza, que Aoife la llevaba por la senda de la amargura, que no sabía qué hacer con ella.
No mucho después, Aoife se marchó. Sencillamente se fue. Resultó tan fácil que luego no supo por qué no lo había hecho antes. Y ahí se acabó la historia de Aoife en Gillerton Road. Más adelante se enteraron de que estaba viviendo en un piso de okupas en Kentish Town. Enviaron a Michael Francis a verla, y éste se la encontró en un colchón, con un collar a medio ensartar en las manos, una chica con una guitarra a su lado. El piso tenía moho en las paredes, empapeladas de un crudo color naranja. Había un barbudo escarbando en el jardín trasero y un loro posado encima de la cocina. Aoife, informó Michael Francis sometido al severo interrogatorio de Gretta, estaba bien. ¿Bien?, chilló Gretta. ¿Bien? ¿Qué comía? ¿Con quién vivía? ¿Se la veía enferma, deprimida? ¿Tenía trabajo? ¿Le había hablado Michael Francis de las clases parroquiales? ¿Iba decentemente vestida? ¿Compartía la casa con hombres? Hombres, se encogió de hombros Michael Francis, y mujeres. Un montón. Gretta no tuvo el valor de preguntar lo que de verdad quería saber, que era: ¿Compartía Aoife la cama con alguno de ellos? ¿Qué más?, insistió. Cuéntame más. Tras una pausa, Michael Francis añadió que tenía el pelo distinto. Distinto, repitió Gretta. ¿Distinto, cómo? Más largo, dijo Michael Francis señalándose su propia cabeza, y lleno de abalorios.
Lo de las cuentas en el pelo fue la gota que colmó el vaso. Después de eso, en la familia Riordan se decidió que Aoife era una «bala perdida». Corrían rumores entre Gretta y Mónica, y entre Mónica y Gretta, sobre Aoife y las drogas, Aoife y los hombres, Aoife y la oficina del paro. Una vez, Mónica sostuvo que un amigo de un amigo había visto a Aoife en el canal, en Camden, vendiendo bolsos de artesanía en una manta. Alguien le dijo a Michael Francis que la había visto en un autobús por la zona de King’s Road, con un hombre que llevaba unos pantalones de campana morados. Michael Francis se guardó ese dato. Aoife todavía aparecía de vez en cuando por Gillerton Road, a comer algún domingo, pero esbozaba enigmáticas sonrisas cuando su madre le preguntaba por su trabajo, su estilo de vida o su ropa, y se limitaba a servirse más patatas.
La verdad es que se había dado un plazo de cinco años. No sabía lo que quería, de manera que se dedicó a probar todas las cosas que podrían gustarle. Comenzó con unas clases nocturnas de cerámica, pero lo dejó al cabo de un trimestre. Ayudó a un amigo que llevaba una empresa de jardinería (el barbudo al que Michael Francis había visto en el piso ocupado). Trabajó en la cafetería del Museo Británico. Se acostó con algunos hombres, luego con algunos más, después con un par de mujeres. Probó la hierba, luego el ácido, después el LSD , y al final decidió que, aunque agradable, acostarse con mujeres y consumir droga no eran lo suyo. Sabía lo que buscaba: algo que prendiera una antorcha en su vida, que la pusiera en marcha, que provocara una transformación, que le hiciera de motor. Pero de momento nada lo había logrado. Le había gustado la cerámica; le gustaban las mañanas en la cafetería del museo, antes de que se llenara demasiado, cuando sólo estaban los académicos, rumiando sus abstrusos pensamientos mientras se comían los bollos del día anterior; no le gustó la jardinería —para ella era como realizar tareas domésticas, pero en el exterior—, ni el ácido, ni las paredes mohosas del piso ocupado. Encontró trabajo como escenógrafa en la BBC y durante una época pensó que aquello podía ser lo que estaba buscando. Sabía hacerlo, se le daba bien; tenía la necesaria memoria fotográfica, la necesaria pasión por los detalles. Podía construir un escenario en su mente y luego reproducirlo en un plató. Pero después de que le encargaran reproducir un salón estilo Regencia por quinta vez, notó que su atención se desviaba y vagaba de nuevo.
En el sendero de la granja, Aoife casi tropezó con un gato negro, y hubiera querido llamar a su hermana, hubiera querido verla llegar corriendo, oírla decir «estaba aquí mismo». Pero en lugar de eso esquivó al gato, aunque iba hacia ella con la cola en vertical e interrogante, y salió a la carretera cubierta de hojarasca.
En el cuarto oscuro de Evelyn, enciende la ampliadora y, bajo el cono de luz blanca, dispone los negativos en tiras de diez, alineando los fotogramas como le gusta a Evelyn: cada uno atrapando un momento de vida, abejas aprisionadas en una campana de cristal.
Está terminando con la última tira cuando el teléfono cobra vida. Aoife corre a coger el auricular.
—Estudio Nemetov. Soy Aoife.
—Hola.
Aoife se deja caer al suelo, casi con alivio, y se pone el teléfono en el regazo.
—Has vuelto —dice.
—Pues sí. Llegué esta mañana. Cogí un tren. Varios trenes, de hecho. No te creerías el tiempo que llevo de viaje.
—Puedes contármelo luego.
—¿Sí? —Aoife oye la sonrisa en su voz—. ¿Puedes escaparte?
—Claro. Evelyn ha salido a comer y me ha dado oficialmente el día libre.
—¿En tu casa? ¿En media hora? ¿Cuarenta minutos?
—Vale, nos vemos allí.
Ordena los negativos en un tosco montón, vacía las bandejas de revelado y las enjuaga bajo el grifo. Cuando sale del cuarto oscuro le sorprende el resplandor del sol del mediodía, como si esperase encontrar fuera un eco de esa misma oscuridad, como si hubiera perdido la noción del día, de la estación. Recorre el apartamento recogiendo dispersas pertenencias: chaqueta, gafas de sol, llaves, bolso. Baja por la escalera, sale del edificio, entra en el metro.
El andén está atestado, el calor es abrumador, pero el incesante paso de los trenes provoca súbitos movimientos de aire que son un alivio. Aoife se dispone a aguardar entre el gentío. A su izquierda, dos hombres discuten en italiano, uno enfatizando sus palabras con palmadas en la frente; a su derecha hay una anciana con una estola de zorro y guantes de encaje. Por alguna razón, Aoife piensa en su madre. Gretta le contó una vez que su tía tenía una estola de zorro y que lo que más le gustaba era que por dentro tenía un muelle que iba de la boca a la cola.
Aoife, en el andén, mientras la brisa de los trenes agita la falda de su vestido, piensa en su madre de pequeña, con la cabeza de un zorro en las manos. Entonces llega su tren. En los apretones para entrar, deja que la piel de zorro le roce el brazo.
Cuando sale en Delancey Street, sabe que debería pasar por el supermercado. Necesita leche, cereales, pan: alimentos básicos que casi todo el mundo tiene en casa. Se detiene en la puerta de una frutería, observa las naranjas, coge un melocotón y lo sopesa, consciente de su solidez, de su piel como de ratón. Una mujer con un niño en la cadera pasa un brazo por delante de ella para coger unos plátanos y, como si se dirigiera a Aoife, dice: Te la estás buscando. En la puerta, un viejo cuenta laboriosamente monedas pasándoselas de una mano a otra. La impaciencia envuelve a Aoife como una capa. De pronto no soporta entrar, hacer cola para pagar. Deja el melocotón con cuidado, de manera que anide entre los otros. Mientras se aleja, el niño se niega a comerse el plátano y suelta un agudo chillido.
Entra en su casa con tal alivio que parece que llevara semanas fuera. Se apoya contra la puerta para cerrarla, deja caer el bolso, tira las llaves sobre el tablón que cubre la bañera, alisa las sábanas y mete a patadas cosas debajo de la cama: prendas de ropa, vasos sucios, zapatos viejos. Justo cuando está guardando una brazada de ropa arrugada en el fondo del armario, llaman a la puerta y de pronto Gabe está allí. La levanta en sus brazos, y tiene el pelo más corto, y la chaqueta mojada, y dice no sé qué de que este barrio es una mierda y cómo puede vivir aquí alguien en su sano juicio.
Aoife conoció a Gabe en una sesión de fotos hace tres meses. Evelyn estaba haciendo retratos de gente en sus puestos de trabajo. Había fotografiado a un tatuador en su taller con la aguja en la mano, a una peluquera de perros junto a su colección de cepillos, a un diseñador en un camerino de la Ópera Metropolitana con la boca ensartada de alfileres. El último de la serie iba a ser un chef famoso por su mal genio, el riguroso secreto de sus recetas y las serpenteantes colas de neoyorquinos ansiosos por conseguir mesa en su restaurante.
Evelyn quería a Arnault, el chef, apoyado contra un mostrador de su cocina. Se notaba que le gustaba la cocina, ese ámbito de vapor y reluciente acero, las hileras de cuchillos, las pilas de platos, los fogones rugiendo como dragones. Arnault, sin embargo, tenía otra idea. Quería que lo sacaran con su traje de chaqueta entre los espejos, las velas y las sillas doradas de su restaurante.
Aoife no dijo nada durante la discusión. Fue sacando las cosas de las bolsas, abriendo los trípodes. Colocó las luces, pegó con cinta los cables al suelo para que nadie tropezara. Cargó las cámaras con los carretes, dispuso una colección de objetivos que pensó que Evelyn podría necesitar, abrió el reflector, lo apoyó contra la pared. Hizo todo esto en la cocina porque sabía que Evelyn se saldría con la suya. Y, en efecto, justo cuando estaba tomando Polaroids desde distintos ángulos, entró Arnault con su uniforme blanco de chef. Aoife evitó su mirada y se puso a trabajar, disponiendo las instantáneas todavía húmedas para que Evelyn las viera.
Pero Evelyn ni las miró. Casi nunca lo hacía. Entró en la cocina, se acercó a la ventana, se alejó de ella. Se quedó quieta un momento, contemplando a los ayudantes que cortaban verduras en rodajas y dados.
Luego se movió deprisa y con un mínimo de palabras. Hizo que Arnault se sentara sobre el resplandeciente mostrador cromado, con un cuchillo en cada mano. La camisa blanca medio desabrochada, el pelo bien peinado bajo el gorro echado atrás. Aoife miraba a través del objetivo mientras Evelyn dirigía a su modelo. Su enorme corpachón quedaba disminuido en ese mundo acuático, convexo, distorsionado de la cámara, pero Aoife sabía que en el producto acabado se vería enorme, dominante, imponente.
En ese momento, Evelyn apareció junto a su codo. Tenía un modo muy particular de moverse, de manera que apenas se advertía su presencia. Evelyn miró a Arnault, o a través de él, o alrededor de él, mientras el chef se volvía reprochando a gritos alguna falta a uno de sus ayudantes.
Aoife le tendió a Evelyn una Polaroid.
—No sabía si querrías...
—Luces.
—No las he puesto. Si quieres puedo...
—No, no hace falta. Me gusta el... —Evelyn no terminó la frase, limitándose a señalar algo que pensaba que Aoife podría ver—. Pero no estoy segura del...
Las dos contemplaron con la cabeza ladeada a Arnault, que seguía de perfil, todavía vociferando.
—Podríamos moverlo —sugirió Aoife.
—Hum. —Evelyn se volvió y las dos miraron el lugar vacío junto a la ventana—. Pero los sous-chefs ...
—¿Los qué?
—Los jefes de cocina. Sous-chefs, como se llamen. Me gustan.
—Ah. ¿Tal vez detrás de él?
—Sí. Dos a...
—... cada lado.
Aoife los colocó para meterlos en el encuadre. Cuando volvió a mirar a través del objetivo, sonrió. El ángulo los hacía aparecer pequeños, casi pigmeos detrás de su maestro.
Evelyn tendió una mano para recibir la Polaroid. Le echó un vistazo, se apartó el pelo de la cara, dio un paso hacia la cámara, y Aoife, como hacía siempre en esos momentos, exhaló un largo aliento aguardando el tranquilizador clic-rrrr-clic del intrincado mecanismo de la cámara.
Pero sólo hubo silencio. Evelyn se enderezó. Frunció el entrecejo.
—Oh.
Aoife se adelantó de un brinco.
—¿Qué? —Miró la cámara, examinó la luz de la sala—. ¿Qué pasa? —Al volverse de nuevo hacia Arnault, advirtió que algo no encajaba. ¿Qué era? Arnault seguía allí, inclinado con aire amenazador sobre su mostrador, los
sous-chefs detrás de él, los cuchillos resplandeciendo agradablemente al sol. Pero faltaba algo. Y entonces se dio cuenta de que uno de los sous-chefs no estaba. Había desaparecido. En lugar de cuatro, ahora había tres.
Aoife salió a buscarlo y lo encontró en el patio trasero, junto a los cubos de basura, fumando.
—Hola —saludó, controlando el impulso de agarrarlo por la manga para meterlo a rastras—. Cuando hayas terminado, ¿crees que podrías...?
—Ésa es Evelyn Nemetov, ¿verdad? —la interrumpió él.
Aoife enarcó una ceja.
—Pues sí.
—Ya me lo parecía. —Dio una calada—. Es bastante alucinante, aunque dudo que él —el sous-chef señaló con la cabeza hacia la cocina— tenga ni la más remota idea de quién es.
—Ya. Oye, de verdad necesito que...
—Vi su última exposición en el M o MA . Increíble. Los retratos esos de las familias que viven en la calle... ¿Trabajabas con ella entonces?
—Eh... sí. —Aoife asintió con la cabeza, luego la meneó en un gesto negativo, desconcertada por la conversación—. Sí. Oye, ¿no podrías...?
—Debe de ser increíble ser su ayudante.
—Pues sí. Oye, sería genial que volvieras a la cocina, porque...
—No puedo salir en la fotografía.
Aoife se quedó mirándolo. Era más o menos de su edad, tal vez algo mayor. Tenía la piel lechosa de quien pasa mucho tiempo en interiores, un cuerpo larguirucho y desgarbado, pelo oscuro alborotado que pugnaba por salirse del gorro de cocina, y unos ojos tan oscuros que ocultaban sus pupilas. Se apoyaba con los brazos cruzados contra un cubo de basura y la miraba con ceño.
—Se publicará, ¿no? En una revista o un periódico. Me encantaría salir, pero no puedo.
Aoife pasó el peso de un pie a otro.
—No lo entiendo. ¿Por qué no...?
Él lanzó una corta carcajada y tiró la colilla al suelo.
—Tú eres inglesa, ¿verdad?
—No.
—Pues lo pareces.
—Pues no lo soy.
—Entonces ¿de dónde eres?
Aoife suspiró.
—Ahora no tengo tiempo para esto. Mira, necesitamos cuatro personas detrás de él. La foto no funciona si sólo hay tres. Debes volver a la...
—¿Y si...? —Evelyn había aparecido allí de pronto, entre ellos—. ¿Y si te ponemos unas gafas de sol y te calamos bien el gorro? ¿Te parece?
El hombre se quedó mirándola. Se frotó la barba de dos días con una mano.
—Por usted, Evelyn Nemetov —dijo solemne—, estaría dispuesto.
Evelyn inclinó la cabeza. A continuación, sacó del bolsillo unas gafas de sol, pequeños discos azules suspendidos en una montura de alambre.
—Puedes ponerte las mías. —Y le dio unas palmaditas en el brazo.
—No lo entiendo —saltó Aoife—. ¿Por qué demonios...?
Evelyn miró al sous-chef, luego a Aoife y de vuelta al sous-chef, o al aire entre ambos, como si leyera allí un texto que le llamaba la atención. La sombra de un ceño atravesó fugazmente su rostro.
—Creo que aquí nuestro amigo es un hombre de principios, ¿no?
Él se puso las gafas y sonrió.
Evelyn se volvió hacia ella.
—Es un insumiso, Aoife —murmuró—. ¿Es que no lees los periódicos?
La sesión se celebró sin incidentes durante la tarde. Evelyn fotografiaba, observaba, fotografiaba, observaba. Movía los pies a un lado, luego al otro. Aoife entraba y salía corriendo cambiando objetivos, cargando película, etiquetando los carretes utilizados y guardándolos en las bolsas. Sabía que tendría que quedarse trabajando hasta tarde al día siguiente para revelarlos. Cuando Evelyn dijo: «Listos», Arnault se bajó de un brinco del mostrador, le dio un enorme abrazo y se la llevó a tomar una copa de vino. Y Aoife comenzó el largo proceso de desarmar y recoger todo el equipo. Mientras guardaba los objetivos en sus bolsas alguien se le acercó.
—Nos dejan siempre los mejores trabajos, ¿eh?
Aoife alzó la vista hacia él.
—Desde luego.
—Yo tengo que pelar y cortar cinco kilos de zanahorias mañana a primera hora.
—Pues qué suerte.
—Espero que por lo menos te pague bien.
Aoife lanzó una risita.
—No me paga nada.
Él se mostró horrorizado.
—¡Anda ya!
—En serio.
—¿Que no te paga? ¿Y eso?
Aoife se incorporó. Él se había quitado la ropa de chef y llevaba una camiseta que dejaba al descubierto unos brazos largos, pálidos y musculosos. El cartel de SALIDA DE EMERGENCIA a su espalda parecía estar transformándose para advertirla: SAL DE LA AGENCIA , ¿o era SALVA LA REGENCIA ?
—Por lo general, los ayudantes de los fotógrafos no cobran. Lo hacemos por...
—¿El prestigio?
—Iba a decir por la experiencia.
—Oye... —Él estiró una pierna para dar un golpecito a una bolsa con el pie—. Siento haberte llamado inglesa. Aoife. —Pareció meditar en el nombre, con una sonrisa irónica—. Ya veo. Es irlandés, ¿verdad?
—Pues sí. Es Eva en irlandés.
—¿Cómo se escribe?
Ella recitó la respuesta:
—A-o-i-f-e.
—Increíble. Sólo tiene una consonante. Parece que tus padres hubieran dejado caer unas piedras sobre el teclado de una máquina de escribir y te pusieron lo que apareció en el papel.
Ella cerró la cremallera de una bolsa.
—¿Siempre eres tan agradable?
Él volvió a sonreír.
—¿Comemos juntos?
—¿Comer? —dijo ella, señalando por la ventana el cielo que ya oscurecía.
—Bueno, pues merendar. Anda, así me enseñas más irlandés. Y yo te enseño seis maneras de cortar una zanahoria y la mejor forma de falsear tu identidad. ¿Cómo puedes resistirte?
Ella negó con la cabeza.
—Tengo que ir a trabajar.
—¿Trabajar?
—De algo tengo que vivir. Trabajo por las noches en la puerta de un local, el Bowery.
—¿El club de música ese? Todo el mundo me dice que tengo que ir. Así que a lo mejor voy. Te acompaño.
Aoife yace boca arriba, un brazo bajo la cabeza. La cabeza de Gabe sobre su vientre. Siente su peso con cada aliento. Él pasa los dedos por el hueso de su cadera, por su abdomen. Ella le toca el pelo de la nuca. Nunca había visto un pelo así: denso, negro, de punta, disparado en todas direcciones. Parece más un tapizado, o follaje. Agarra un puñado y tira.
—¿Dónde has estado? —le pregunta.
—Ah —protesta él levemente—. Que duele.
Ella no lo suelta.
—Tuve que marcharme, ¿vale? Pillaron a un par de tíos que conozco. Me pareció que la cosa se ponía un poco... peliaguda.
Ella le suelta el pelo.
—Pero ¿adónde fuiste?
—Ya te lo he dicho, a Chicago. Allí tengo algunos conocidos. Fui a verlos y a esperar a que las cosas se calmaran un poco.
—¿Y se han calmado?
Él se vuelve para mirarla. Le pone una mano en la hondonada entre los pechos.
—Algunas cosas, obviamente no.
Aoife le aparta la mano.
—Gabe, hablo en serio. ¿Estás seguro aquí en Nueva York?
Él se deja caer en la cama, oculta la cabeza bajo las mantas. Aoife sospecha que lo hace para evitar mirarla a los ojos.
—Claro que sí. No quiero esconderme en Canadá. Vaya, que Canadá me gusta pero, en fin, Nueva York es mi ciudad, es mi sitio. —Le coge una mano y, todavía sin mirarla, añade—: Aquí hay gente con la que quiero estar.
Aoife se fija en una grieta en el techo y sigue con la mirada su camino desde el marco de la ventana hasta la lámpara.
—¿Y el programa ese de amnistía? Evelyn dice que si te entregas bajo ese programa no pueden mandarte a la cárcel. El hijo de una conocida suya lo hizo, y sólo tuvo que desempeñar trabajos comunitarios durante...
—Dos años. —Gabe se incorpora—. Ya lo sé. Pero es una mierda, ese programa es un engaño. Es una amnistía con condiciones. Y eso no es suficiente, ni para mí ni para otros miles de hombres que esperan. No pienso someterme a esa mierda que es como un reproche condescendiente, en plan «has sido malo y ahora estás castigado». No he tenido la vida en suspenso casi seis años para aceptar ahora ese trato. No. O amnistía completa, incondicional, o nada.
—Bueno, yo pensaba...
—Ya llegará, seguro —la interrumpe él—. La amnistía incondicional. Lo sé. Es sólo cuestión de tiempo. Tienen que concederla. No les queda otra. Si la Constitución quiere sobrevivir la próxima década... —Gabe sigue hablando.
Aoife se levanta de la cama, se pone el vestido, llena la tetera y enciende el fogón. Gabe despotrica ahora sobre las nimias diferencias entre evadirse del servicio militar o evitar el servicio militar. A Aoife se le olvida a veces que Gabe estaba a punto de entrar en la Facultad de Derecho cuando salió su número. Las prórrogas para estudiantes acababan de ser abolidas y, según le contó, él decidió no recurrir (habría sido ejercer un privilegio, utilizar su educación y su posición para eludir el servicio militar). No; se enfrentaría a ello como el «hombre de la calle», dijo. Se escondería. Sólo así podría seguir mirándose al espejo. Aoife a veces se pregunta si se habrá arrepentido. Está segura de que podría haberlos convencido de que no lo enviaran a Vietnam. Gabe podría convencer a cualquiera de casi cualquier cosa.
Aoife abre el armario que hace las veces de despensa, encuentra unos palillos chinos y una caja de velas medio consumidas. Abre el otro armario y encuentra un collar que creía perdido y un trozo de pan duro. Coge el collar con una mano, el pan con la otra, y mira las dos cosas.
—Vuelve a la cama. —Gabe le tiende una mano—. Ya me callo, te lo prometo.
Aoife sonríe y le muestra el collar y el pan:
—¿Tienes hambre?
Él enarca una ceja.
—Si ése es el menú, no. Si salimos por un plato de esos de ahí enfrente, pues sí. Pero primero ven aquí. Tengo que hablar contigo.
Ella sigue pegada a la cocina.
—¿De qué?
—De si has pensado en lo que te dije.
La sonrisa de Aoife se desvanece. Antes de marcharse a Chicago, Gabe le propuso que se fueran a vivir juntos. Estaba sentado en la cama, abrochándose la camisa, la mirada alzada hacia ella, y en su rostro se leía tal esperanza, tal confianza en que ella era una buena persona, que era quien él pensaba que era, que no era la clase de persona que oculta cosas o miente, que Aoife se sintió dividida, sabiendo tal vez por primera vez que lo quería, que amaba a aquel hombre con su peculiar vida clandestina y sus tercos principios y sus zapatos con cordones desparejados, pero sabiendo también que no podría compartir un apartamento con él, nunca, porque ¿cómo iba a ocultarle sus dificultades si vivían juntos? ¿Cómo iba a mantener su secreto si él estaba allí constantemente? La vería esforzarse por descifrar una factura. La sorprendería preguntándole a un vecino qué ponía la etiqueta de una lata de comida. La oiría decir: «He perdido las gafas», y replicaría: «Pero si no llevas gafas». Tendría que decirle que no, pero debía dar con la forma de decir no pero sí, ¿y cómo iba a expresar eso?
Está avanzando hacia él cuando la interrumpe un ruido. Por un momento no discierne qué es. Es un ruido fuerte, un ruido que la sobresalta. Hasta que se da cuenta: es el teléfono.
—No contestes —pide Gabe.
—Debería.
—No. —Se lanza hacia ella, pero Aoife lo esquiva—. Será Evelyn, que querrá despotricar de los focos o las texturas de papel. O lo que coño le haya pasado por esa mente de loca que tiene.
—Gabe, no seas tan malo.
—Ya lo sé. Soy malísimo. Ven aquí. —La agarra por la falda del vestido justo cuando ella coge el auricular.
—¿Sí?
Oye el chisporroteo estático. Alguien habla como desde el ojo de una tormenta, sus palabras perdidas en una ventisca acústica. Gabe agarra más y más tela del vestido y ella todavía tiene el pan y el collar en la mano libre.
—¿Sí? ¿Quién es? No le oigo. —Sacude exasperada el auricular—. ¿Sí? Gabe, déjame —sisea, tirándole a la cabeza el trozo de pan. Él lanza un exabrupto y ella se ríe.
—... con el coche... —oye de pronto en el teléfono.
—¿Qué? No le oigo.
Intenta arrebatar su vestido de las manos de Gabe mientras el teléfono zumba con un discurso incomprensible, de tono enfadado, insistente, como un insecto tras un cristal.
—¿Quiere volver a llamar? —dice ella impotente en mitad del ruido. Gabe la rodea con los brazos y presiona todo su cuerpo contra su espalda—. ¿Me oye?
Y de pronto, sorprendentemente, distingue la voz de su hermano, allí, en el apartamento de Nueva York, donde su ropa yace abandonada en el suelo, donde no hay comida, donde vive sola, donde los coches patrulla se pasan toda la noche en la cuneta, adonde no va nadie excepto su amante, que es un fugitivo de la ley. La voz de su hermano sale del auricular y ella apenas puede creerlo, y ese sonido le agolpa las lágrimas en los ojos, y le cuesta trabajo atender a lo que dice, tanto lo conmueve el mero sonido.
—¿Michael Francis?
—Tienes que venir a casa —dice su hermano.
Maggie O’Farrell
Instrucciones para una ola de calor
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