«Voy a echar la partida»
En este país, durante años, solo hubo una partida. La partida de cartas. La Partida. Y era sagrada en millones de casas, como el brasero o como la copita del desayuno. La echaba tu padre, la echaba tu abuelo, y si sabías lo que es bueno, un día la echabas tú. Podías licenciarte en Derecho jugando una partida tras otra en la cafetería de la facultad. Solo tenías que levantarte de vez en cuando para fotocopiar apuntes. En realidad, aquello no era tanto una partida de cartas como una misa. O una orgía. O el acogedor infierno. No faltabas a la cita por una enfermedad, ni por una celebración familiar, ni porque naciese tu hijo. En Vilardevós (Ourense), hablamos recurrentemente de aquella partida en la que a Indalecio Yáñez le llegaron, en mitad de un subastado, con la nueva de que había nacido su cuarto hijo. «Arrastro», dijo sin levantar los ojos del tapete, metiendo un triunfo en la mesa, para allanar el horizonte. El bar aguantó la respiración y el tiempo palpitó en la atmósfera. Cuando Indalecio recogió la baza y contó los puntos de cabeza, se volvió y preguntó, apartando un segundo el palillo de la boca: «¿Niño o niña?». Y, naturalmente, continuó la partida. A eso me refiero cuando digo «sagrada».
El jugador de cartas primitivo, que un día, hace mucho tiempo, entró en el bar y pensó «este es mi hogar», estableció entonces sus valores: partida, trabajo, familia. Por este orden. Tampoco es que se precisen más ideales. Con tres valores así, firmes, recios, se puede escribir la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de Imanuel Kant. Ni un tipo como Kant, ahora que lo citamos, supo sustraerse al embrujo del billar, como detalla James Boswell en Visita al profesor Kant. Hay que desconfiar de la gente sin vicios, que nunca encuentra una razón para llegar tarde a casa, incluso para no llegar. Allá ellos, claro. Pero conviene saber que acostarse temprano y levantarse temprano, como advirtió James Thurber, hacen de un hombre alguien saludable, próspero y muerto.
La partida de cartas dice más de ti que los cuatro tomos de tu autobiografía. Más que el hecho de ser de aquí, o de allí. Cualquier jugador de raza, de firmes y recios valores, sabe que uno no necesita tanto ser algo concreto, como tener un buen puro, cerillas y que las cartas estén bien barajadas. Todo lo demás, sobra. No pinta nada. En ocasiones, no deberíamos tener ni una familia. Ni pertenecer a un país. Basta estar solo con tu puro, tu licor café para mojar la punta del cigarro, como si fuese una galleta, y las cartas, donde siempre podrás prever tu destino.
La partida es tu única patria, a la que te agarras en el naufragio. Va con el jugador a todas partes, y en el catálogo de sus partidas está toda su historia. A menudo se trata de un individuo que en su vida solo tiene tiempo para las cosas insignificantes e inútiles, pero eso ya es mucho más de lo que pueden decir otros. Además, la utilidad resulta un concepto tramposo, inasible, con el que no puedes ni dar toques con el pie, como si fuese un balón. «¿Para qué sirve la literatura?», se preguntaba Roberto Bolaño, y respondía enseguida: «La literatura no sirve para nada. La literatura solo sirve para la literatura. Para mí eso es suficiente». El jugador no podría contar nada bello, divertido o dramático que no pasase durante una de sus partidas, pese a no servir para nada. Son su autobiografía. Todo está ahí, escrito. El jugador auténtico, el que no va a un entierro, aunque sea el suyo, si coincide con ese momento sagrado que es el tute, o el mus, nunca da carpetazo a una partida sino mucho después de acabarla. Se levantan juntos de la mesa, y salen del bar juntos, y se van a casa agarrados de la mano. Todos necesitamos una obsesión. Te ayuda a levantarte cada mañana, te da calor en las noches de invierno.
Pocas obsesiones tan bellas y atroces, recuerdo, como la de don Hilario, sacerdote de Arzádegos hasta los años 70. Controló durante décadas el contrabando y el juego ilegal en la frontera entre Ourense y Portugal, y se moría por el tute. Era común que se distrajese de los asuntos eucarísticos para hacer negocios, pero sobre todo, por jugar al tute. Lo amaba por encima de todo, por encima de la vida eterna, por encima de la palabra de Dios. No tenía, por momentos extensos, solitarios y planos, otra cosa en la cabeza que el tute. Tute, tute, tute. Algunas tardes, forzado por las circunstancias, llegó a dar la confesión en la bodega del bar. La partida lo hostigaba por dentro. Hubo un acoso perfecto, locuaz y oscuro, durante una de las misas de domingo. Ya al final, don Hilario se volvió hacia la feligresía. Era el momento de proclamar el «Dominus vobiscum». Lo había hecho miles de veces. En cada oficio, aquellos años, se pronunciaba hasta en ocho ocasiones. En la última, el celebrante se volvía al pueblo mientras enunciaba la frase, elevando y juntando las manos sobre su cabeza, como en clase de pilates. Pero en ese horrible instante, algo distraído, don Hilario pensó en alto y proclamó con fervor: «¡Triunfan bastos!».
Todos tenemos nuestro «momento sagrado». Y que no nos lo toquen. Por eso es sagrado. Josep Pla tenía sus cigarrillos del país, de los que era tan partidario, aunque fuesen africanos, como confesaba él mismo. Onetti tenía sus novelas policiales. Keith Richards tiene, bueno, ya sabemos qué tiene Keith Richards. John Steinbeck decía que no había nada como el primer trago de cerveza, así que tenía eso. Juan Carlos I tiene la caza (la caza en general). Los seguidores del Atlético tenemos la evocación del doblete. José Bergamín tenía ese soneto que le gustaba recitar mientras subía las escaleras al ático que alquiló cuando regresó del exilio. El protagonista de American Beauty, Lester Burnham, tenía la ducha, donde le gustaba cascársela a primera hora, y ese era el mejor instante del día. Podríamos estar así toda la vida. No importa qué malo esté siendo tu día, o tu semana, incluso tu vida, porque cuando llega el «momento sagrado» cualquier gravedad o preocupación se desvanecen.
El jugador tiene la partida, como es obvio, y se aproxima al instante perfecto lentamente, para saborearlo mejor, como si Schopenhauer tuviese razón y la vida fuese un ingente episodio en el bendito reposo de la nada. Por la mañana hace un par de recados, tal vez ojee el Marca, y a mediodía sale a tomar una caña y un pincho de tortilla. En el tiempo que permanece en su trabajo no se producen novedades dignas de mención. Ha aprendido a ser invisible, a hacer como si no fuese a trabajar, pero sin dejar de hacer como si estuviese siempre en la oficina, caso de tener oficina. También ha aprendido a que todo lo relacionado con el trabajo le resbale, pero sin ignorar que, en su escala de valores, el trabajo viene después de la partida, y antes que la familia. Por otra parte, el jugador de cartas no padece los avatares del paro, y cuando los sufre, sabe cómo reponerse de esa tristeza, y de cualquier tristeza: echando la partida. Su único miedo sería que una tarde llegase al bar y no hubiese quórum para jugar al tute. Sería una mala señal, tal vez un indicio directo de que el mundo ha empezado a explotar. Fuera de esa calamidad, nada malo puede pasarle al jugador. ¿No tiene sentido? Tal vez. Qué importa. En última instancia, el sentido importa tanto como la utilidad. Uno de los lemas del jugador es, precisamente, «a la mierda el sentido». Tu obsesión te esclaviza, pero también te guarece.
Todo el sopor del día se atenuaba a medida que llegaba el «momento». Horas antes, soñabas con el minuto en el que acababas de comer, te levantabas de la mesa y anunciabas: «Voy a echar la partida al bar». Parecía una frase ordinaria, con verbos trillados y sustantivos comunes. Tú la pronunciabas, sin embargo, como si fueses a cambiar el destino de la humanidad. No hubieses acentuado con más efervescencia eppur si muove o I have a dream. Para ti la partida era más importante que el heliocentrismo y todos los derechos civiles juntos.
Ni siquiera tomabas postre. Algo ardía ya inevitablemente dentro de ti, algo parecido a un hormigueo, a la electricidad, incluso a cierta sensación de inmortalidad, como cuando en el cine de los 80 el protagonista, lleno de rabia y dolor, ordenaba a sus secuaces: «Dejádmelo a mí». Antes de salir de casa, abrías un cajón de la cocina y tomabas un palillo de los planos, para fumarlo durante toda la tarde. Obviamente, te despedías de la familia, por si tardabas varios años en regresar. Pero sin escenas. No tenías sentimientos. No te valían de nada en la partida.
El jugador camino del bar era una postal habitual. Y eterna, como tantas imágenes que fijas en la infancia. Cada barrio poseía sus «instituciones», esa clase de jugadores de cartas que salían de casa a la hora de siempre, y cuando llegaban al café, saboreando ya el momento, ni siquiera tenían que pedir lo siempre. Venía solo. El vecindario podía adivinar la hora exacta solo viendo a ese jugador pasar delante de su casa, exultante, en pos de la partida. No fallaba. Su paso proporcionaba esa precisión que daba, según parece, el cuartel de la Gestapo en la Prinz Albrecht Strasse de Berlín, donde fusilaban con tanta puntualidad que la gente, al escuchar las descargas, ponía en hora los relojes.
Cuando llegaba, el bar bullía. Algunas partidas iban ya por la mitad. Otras eran la misma partida desde hacía años, y no tenían ni mitad ni principio. Simplemente, los jugadores se habían olvidado de acabarlas y regresar a casa, donde sus hijos se habían casado, tenido a su vez nuevos hijos, que ahora se situaban detrás del abuelo, mirando fijamente sus cartas, sin comprender nada, pero fascinados. Aquel nieto que todos fuimos alguna vez, acariciaba cada detalle que no entendía antes de llevárselo a la boca, como un caramelo. Solo así podría recordarlos 30 años después, como si aún estuviesen en movimiento. Todo le parecía prodigioso, bello e irreal, como en los cuentos de Hansel y Gretel. El contumaz golpe en el tapete al arrojar la carta; los silencios rotos y reparados; el humo arenoso, que ascendía tan despacio, hipnótico, que en realidad descendía; el cigarro que se consumía lentamente en el abismo de la mesa, hasta quemarla. Todo era maravilloso, hasta lo más ridículo, incluida la caída de la ceniza al suelo. Tu creías que hasta eso podía deparar un instante brillante, como cuando en El ángel azul, Emil Jannings, el profesor, se desliza debajo de la mesa para recoger los cigarrillos que se le han caído entre las piernas de Marlene Dietrich, y en vistas de que aquel se distrae, la mujer pregunta: «Señor profesor, ¿hay algo por ahí interesante?».
La partida era una bajada al infierno que te arrullaba, como esas tardes de verano en las novelas de Scott Fitzgerald, donde caes a tu abismo personal, pero no te importa porque pides y pides de beber en una noche sin fin. Entre tanto, caen los cafés, caen los chupitos, cae la tarde a pasos cortos, das la vuelta al palillo, pides que te traigan una faria nueva. Tú por lo menos la fumas. No pocas veces te sientas al lado de un tipo gordo, sudoroso y malhablado, que fuma grandes puros, pero siempre apagados. En realidad, el cigarro que sostiene entre los dedos, y que siempre es el mismo, es un trasunto de batuta, bolígrafo y seguramente un poco de polla. La partida, en última instancia, es una gran metáfora. Y esa clase de sabias maestras que te enseñan que el ser humano puede sobrevivir a base de cigarrillos, brandy y café al menos hasta que cumple los 100 años.
Podríamos decir que la partida es un mundo, pero en realidad es un universo. Aunque lo suficientemente pequeño e indescifrable para que el mundo no quepa en él. Incluso aquellos elementos de los que estaríamos dispuestos a decir que no forman parte de la partida, como el ruido de la máquina moliendo café, las moscas o los cacahuetes del suelo, pertenecen a la ceremonia íntimamente. En cierto sentido, también intervienen en el juego todos esos individuos, de pie, o sentados, que siguen la partida desde la lejanía, como aquellos aficionados del Barça, cuando el equipo aún jugaba en el estadio de La Escopidora, que se sentaban en la tapia perimetral para ver los partidos. A veces son el coro murmurante. A veces son la conciencia que no escuchas. A veces son los que aplauden, es decir, la escoria. A veces solo son los que tienen un cigarro. A veces son ratas asquerosas. Es especialmente enojoso ese señor que chasquea la lengua todo el tiempo, disconforme con lo que ve. Por suerte, todo se recompone cuando un jugador se vuelve, lo mira con desprecio, y pregunta si tiene algún problema en la boca, o quiere tenerlo. Después de todo, el jugador de cartas es un hombre sin miedo a la muerte. Ni siquiera teme a perder. ¿Qué es la victoria sino más que un minuto, un segundo que se deshace en las manos? En realidad, solo se trata de jugar, de que pase la vida gozosa, lentamente, en el calor del hogar. Lejos de la partida, el jugador siente que el mundo carece de caminos. Por eso, cuando la fiesta concluye, y se apagan las luces, y no puede sino regresar a su casa, siempre se pregunta, angustiado, como cuando lo has perdido todo: «¿Y ahora qué voy a hacer?».
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