El viaje del sexador
No es que a Benítez le gustara su oficio; al contrario. Pero alguien tenía qué hacerlo. De otra manera, ¿cómo decidir el sexo de los pollos? Porque como bien saben los entendidos, su destino es muy diferente: las hembras al nacer son colocadas en una cinta transportadora para su engordamiento, posterior consumo y, en caso de ameritarlo, reproducción y más huevos, mientras que los polluelos que parecen pertenecer al género masculino con pocas e indispensables excepciones son arrojados a una esquina para su pronta y humanitaria ejecución.
¿Suena sencillo? En realidad no lo es. La ciencia de determinar con certeza el sexo de los pollos neonatos no admite advenedizos. Se va legando de generación en generación, de abuelo en nieto (o nieta, aunque son pocas) o en su defecto se aprende tras largos años de observación, práctica y errores.
Por eso los expertos reciben salarios considerables y por regla general en efectivo.
Por eso el sexador de pollos Rubén Benítez Garrido, natural de la población castellana de Medina del Campo, viajaba en un tren expreso camino a Vladivostok, en el extremo sureste de la antigua Unión Soviética.
*
Pocos días antes Benítez era un hombre libre y feliz. Relativamente. Se dirigía a un congreso avícola en la antigua Checoslovaquia, hizo escala en un aeropuerto de la antigua Yugoslavia, y al salir del sanitario buscó una conexión a Internet.
Allí lo esperaba aquel mensaje que cambiaría su rumbo.
“Asunto: Se busca
Se busca profesional experto en colonias avícolas con amplia experiencia como ChickenSexer para un proyecto intensivo de una semana, semana y media en la pintoresca ciudad rusa de Vladivostok. Pagamos traslado desde cualquier punto de Europa continental, Medio Oriente o África del Norte. Alojamiento acorde con el gremio, honorarios superiores y gastos de representación. Media alimentación. Indispensable agenda flexible, hígado sano y dominio del inglés. Conocimientos del ajedrez, el castellano y el ruso un plus”.
Yo soy el hombre, se dijo Benítez, quien en su juventud había tomado un curso de ruso a distancia impartido por la Universidad Tecnológica de Palencia.
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La mañana después de la clausura del XVII Congreso Avícola de Bratislava, Benítez subió a un tren expreso que no era tan expreso ni tan veloz, pero que al cabo de nueve horas lo depositó sano y salvo en la ciudad rumana de Sibiu, donde debía abordar el avión hacia su destino final.
Fue en el aeropuerto de Sibiu, mientras se lavaba las manos, que Benítez tuvo las primeras dudas sobre su misión en Vladivostok.
¿Por qué yo?, se preguntó mirándose al espejo. ¿Cómo supieron que soy un chickenxexer? ¿Y que entiendo varios idiomas?
Pero le quedaba muy poco tiempo. El vuelo Sibiu–Vladivostok con escala de hora y media en San Petersburgo salía en 15 minutos y Benítez aún no había comprado su café en leche con azúcar moreno ni su ración matinal de pan.
¿Por qué yo, Señor?, se interrogó de nuevo mientras ojeaba los expendios de comida del aeropuerto de Sibiu en busca de una media luna o un pan de centeno. ¿Debería cancelar el viaje? ¿Regresar cuanto antes a la granja de Medina del Campo?
Evidentemente no llegó a tal conclusión, pues media hora después se encontraba en la silla 22–B (pasillo) de un avión Fokker F 27 de Aerolíneas Rumanas Stolidea que se aprestaba a despegar.
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No pasa nada, todo está en orden, todo es progreso, y no hay por qué alarmarse, se repetía Rubén Benítez Garrido tratando de tranquilizarse cuando ya el Fokker se encontraba en el aire. No es inusual, pensaba, que las convenciones avícolas (o de cualquier índole) distribuyan sus listas de correo electrónico –por un precio, desde luego– a las agencias gubernamentales, los partidos políticos o las entidades privadas. Benítez lo entendía; ése no era su reparo. Más bien era otro el meollo de su inquietud. Él no se había inscrito en el congreso avícola como chickensexer sino como supervisor de calidad de un complejo avícola ¿Entonces cómo lo habían averiguado los rusos?
Pero ya el avión de Stolidea había tomado una altura considerable y estaba a punto de remontar los Montes Cárpatos camino a Leningrado. O sea, San Petersburgo.
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Los sexadores de pollos, para usar el neologismo, están desapareciendo en Europa. Esta exigente ciencia, o arte aproximativo como lo llamaba el iniciador de Benítez en estas lides, su abuelo don Álvaro Pereira y Garrido, se encuentra en vías de extinción. Y eso a pesar de los buenos sueldos y de ser un oficio tan necesario. Hay razones de peso: la principal es que los depositarios en el continente de este conocimiento se han ido convirtiendo en una estirpe, una cerrada cofradía que se niega a compartir los arcanos de su oficio con personas que no pertenezcan a la familia directa. Ni siquiera admiten primos segundos o parientes políticos. Hay que considerar también que es una profesión que a final de cuentas cansa: diez polluelos por minuto, mínimo nueve, es la cuota que exigen las compañías avícolas. Y por si todo lo anterior fuese poco, muchos descendientes de familias de sexadores de larga data se niegan a convertirse en una especie de Dios Avícola, determinando los que han de morir de inmediato y los que morirán después. Cada vez con mayor frecuencia los hijos y nietos de sexadores eligen oficios alternativos; algunos incluso prefieren ir a la universidad.
“No me quejo de mi destino, no me quejo de mi solvencia económica”, había escrito Benítez varios años atrás en el margen de su diploma de asistencia al Congreso de Productos Avícolas y Derivados en Villafranca del Bierzo, León, sentado solo en una taberna local, “pero sí debo confesar que hay madrugadas en las que hubiese preferido ser abogado litigante. O médico de turno. Incluso traductor literario”.
Eran sólo inquietudes evanescentes, pero lo eran. Porque los sexadores de pollos llevan una vida cómoda y con pocos sobresaltos una vez que vuelven a su lugar de residencia cada noche. No tanto los que continúan pernoctando en las propias granjas avícolas legadas de generación en generación. No es fácil dormir profundamente en un sitio en el que las gallinas cacarean intermitentemente y los polluelos jóvenes canturrean en medio de la noche con razón o sin ella.
¿Y qué iban a hacer las granjas avícolas el día que se desaparecieran por completo los expertos en sexación? Probablemente lo mismo que se hacía en los sitios en que ya se extinguieron o nunca existieron: esperar. Esperar unos días hasta que los pollos/as desarrollen sus plumas, huesos, cuello u otros órganos distintivos para así determinar cuáles son sacrificados y cuáles no. Pero entre tanto hay que alimentarlos. Y ocupan un espacio creciente. Todo lo cual es una inversión de tiempo, dinero y alimentos concentrados. Mientras mayor cantidad de pollos, más oneroso por supuesto. Por eso esperaban a Rubén Benítez en Vladivostok con todos los gastos pagos. Muy probablemente, pensaba él, para impartir un cursillo intensivo a un grupo de aspirantes a sexadores.
*
El aeropuerto metropolitano de Vladivostok está muy apartado de la ciudad, le había explicado su vecino de silla en el vuelo de Stolidea, un ucraniano muy cordial pero excesivamente obeso para tener de vecino en un Fokker F 27. Como Benítez nada sabía de la ciudad, no le extrañó, así como tampoco le extrañó que en lugar de alguno de los granjeros avícolas, a la salida de la inmigración y aduana lo estuviera esperando una mujer septuagenaria, con un cartel en letras azul grana que decía: “Mr. R. Benítez. BirdExpert”. Lo que sí le extrañó es que la anciana no sólo ignoraba el inglés y el francés sino que ni siquiera entendía ruso.
En cuanto echaron a rodar la mujer le explicó por señas que ella había nacido en una región montañosa (¿cristalina?, ¿diáfana? ¿congelada?), que un tiempo atrás (cinco dedos, un puño, otros tres dedos) había sido invadida por los rusos. Y que a los rusos (dedo libre de la mano que no estaba sobre el volante oscilando de un lado a otro de la garganta) no les deseaba lo mejor.
– Velin ruso pero O.K. –aclaró.
Boris Velin era el funcionario de la granja avícola que había sido su intermediario y que se suponía iba a ser su anfitrión. Pero el dictamen de la conductora no dejó muy trarnquilo a Rubén Benítez, quien ya venía nervioso y alterable desde que en Bratislava se encontró en medio de una manifestación de estudiantes que rechazaban iracundos el Congreso Avícola. Tampoco ayudaba a tranquilizarlo que la mujer no parecía conocer la ruta hacia la granja y estuvo un buen rato dándole vueltas y más vueltas a dos plazas cercanas en lo que parecía ser la zona céntrica de Vladivostok. Cada ocho o diez minutos volvía a aparecer el mismo supermercado con los mismos melones a la entrada y el mismo anuncio de neón. Mercado Superior del Pueblo, tradujo Benítez para sus adentros.
–¿Map? ¿Mapa? ¿Karten? –preguntó a su guía o taxista o lo que fuera.
No existía, o en ese instante no estaba en su posesión (el dedo meñique formando un cero con el pulgar).
“¿Por qué carajos no me compré un GPS para el blackberry cuando estaban en rebaja?”, se reprochó Benítez desde lo más profundo de su frustración.
–¿Obstruskarielen? –preguntó sorprendida la mujer de las montañas clavándole a Benítez una mirada adusta desde el espejo retrovisor.
Otra vez estoy pensando en voz alta, se dijo Benítez. Debería tener mayor cuidado cuando estoy de viaje, en un paraje desconocido. Y en manos de una conductora imprevisible.
–Nieht, nacht, no –explicó Benítez, con las palmas de la mano hacia abajo que subían y bajaban lentamente, el gesto universal de pedir calma. ¿Universal?
–¿Usted juega béisbol? –preguntó de improviso la conductora en un español casi impecable.
–¡Pero cómo! ¡Entonces hablamos el mismo idioma! –exclamó Benítez eufórico, alzando la voz por primera vez desde que salió de Medina del Campo–. ¡Por qué no me lo dijo antes!
–¿Usted juega béisbol?
–Su pronunciación del español es excelente. De verdad. Suena casi como un hispanoparlante nativo. ¿Dónde lo aprendió?
–¿Usted juega béisbol?
–No… Hasta la fecha no he tenido la oportunidad.
–¿Usted juega béisbol?
Se quedaron mudos el resto del trayecto.
*
Cuando por fin llegaron a la granja y se encontraron en presencia de Boris Velin, la taxista no le dirigió la palabra al empresario avícola ni viceversa. Él le entregó un sobre de manila; ella hizo una pronunciada venia sin mirar a ninguno de los dos hombres, subió al vehículo y se alejó hacia el poniente.
–Buenas tardes y un cordial saludo –dijo Benítez lentamente, esmerándose para que su ruso sonara lo más claro posible–. Yo soy Rubén Benítez Garrido.
–Buenas noches y bienvenido a nuestra granja –respondió el anfitrión en un español perfecto.
–Yo soy el sexador de pollos.
–Los pollos se esfumaron.
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Por supuesto había sido una broma de Velin, pero puso una nota agria en el inicio de la relación laboral. Que por otra parte no resultó ser tan inminente como Benítez habría podido pensar: Los tres primeros días no se habló de pollos ni de huevos ni de ningún tema relacionado con el universo avícola. Tampoco se hizo mención de los supuestos estudiantes o aprendices del oficio. Velin le enseñó un video sobre la granja en general (también con segmentos ganaderos, vinícolas y porcinos), le mostró álbumes fotográficos de sus antepasados —casi todos procedentes de Crimea excepto por una abuela asturiana— y dos veces diarias, al filo del mediodía y al caer de la tarde, iba a buscarlo a su cuarto para invitarlo a jugar ajedrez. Benítez siempre aceptaba y aunque no ganó ninguna de las partidas siempre le quedaba la impresión de que mejoraba día a día. Carpe Diem.
No pensaba protestar por la situación. Los honorarios prometidos le fueron entregados en su totalidad desde el momento de la llegada. Y la segunda mañana lo esperaba en su mesilla de noche un tiquete de regreso a Madrid–Barajas con escalas en Budapest y Barcelona. Además, su estadía en la granja incluía gastos extras, habitación con vista a la laguna y desayuno en la cama, que Benítez debía elegir desde la noche anterior.
*
–Jaque a la reina– anunció Boris Velin con un deje de impaciencia mientras sorbía un trago de café. Era la primera noche que jugaban tres partidas seguidas.
–El mismo error de la partida anterior –dijo Benítez frunciendo las cejas y rascándose la barba incipiente.
–Le di una buena oportunidad –dijo Velin, dirigiéndole una mirada agria–. Incluso descuidé a propósito aquel flanco y el alfil del rey para tratar de prolongar la partida.
–Lo siento, de verdad que lo siento. Estaba distraído.
No quedaba otra cosa que retirarse a sus respectivas habitaciones. Aquella noche Benítez no durmió nada bien. Se despertó varias veces y desde las cuatro de la madrugada se mantuvo en una incómoda duermevela en la que imágenes inquietantes de su pasado iban y venían. Por momentos se veía a sí mismo ejerciendo su oficio de sexador de polluelos, pero en una sala en penumbra y a una velocidad cada vez más vertiginosa.
–No más, no más –clamaba el protagonista de su pesadilla, esforzándose por salir.
*
Esa mañana, de acuerdo con las instrucciones recibidas la noche anterior, Benítez debía acudir a primera hora al Corral Central de Operaciones. En cuanto se despertó del todo, o al menos creyó haber salido de su letargo, se colocó los guantes de látex para escrutar polluelos y se dirigió hacia su destino, una construcción desvencijada a orillas de la laguna.
Al interior del corral, marcado en su exterior con una X grande como indicaba el mapa, lo esperaba una mujer con rasgos muy similares a los de su conductora del primer día pero 20 años más joven (o 15 o 30, difícil decir) y el cabello mucho más corto. Tampoco hablaba ningún idioma en común con Benítez pero sonreía mucho y al sonreír dejaba a la vista sus dientes frontales con una marcada separación. Por el momento no había a la vista polluelos, gallinas ni bandas transportadoras de aves sacrificadas.
–¿Chicken?
–Chicken.
Benítez se quitó uno de los guantes para estrechar la mano extendida de su nueva alumna, o guía o supervisora.
–I am the Chicken Sexer –dijo Benítez.
–No. I am the Chicken Sexer –dijo ella.
–O.K.
–No.
–Yes.
La mujer sonrió con una expresión que parecía de ternura, o de compasión, y le entregó una copa de té verde o lo que parecía ser té verde. Afuera cantaban las aves del amanecer.
*
Cuando Benítez abrió los ojos parecía ser media mañana. Por una ventana sin cristal y sin cortina se colaban algunos rayos de sol y una brisa fría. Una venda cubría su ojo derecho y tenía las manos atadas. Las piernas también, a la altura de los tobillos. Por el ojo libre constató que se encontraba en un recinto enorme, de paredes muy altas, sin ningún mueble salvo una silla de madera basta y una mesa pequeña.
“¿Pero qué me ha pasado, Señor, qué me ha pasado?”, gritó en dirección de las vigas del alto techo. “¿Dónde estoy?”
Toy, toy, toy, toy, repitieron en cadena los muros sordos de Vladivostok.
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