Ana María Matute
"Es una mala madre la literatura,
pero es única"
La escritora habla con El Cultural sobre su vida,
su oficio de escritora y el Premio Cervantes,
que recoge el próximo 27 de abril (de 2010)
No vive Ana María Matute en una casita de chocolate.
“Soy la bruja buena”, se excusa. Vive en un ático.
En realidad, es un sobreático, pero no tiene aspecto
de cabaña en el árbol, tan alto como está, aunque sí chimenea.
En la chimenea, un tronco y restos de ceniza.
En el suelo, por todas partes, libros.
Películas, libros, series de televisión
(sobre un montón,The Pacific), y más libros.
“Mi hijo está de mudanza”, aclara la escritora.
“Pero no se va muy lejos, ha encontrado un piso
aquí al ladito”, dice. Se escucha ladrar a Amelia,
Ami, la perra de Juan Pablo. “Le puso así
por la primera mujer piloto.
A mi hijo le gustan mucho los aviones”.
Ana María Matute, su flequillo blanco suspendido, sus ojos tristes (“mis pulgas idiotas”, los llama), su eterno desencaje (“siempre estuvieron las niñas y luego estaba yo, no sé qué me pasaba, las niñas y yo éramos dos mundos distintos”, confiesa), sus gnomos (“últimamente hacen travesuras, me esconden las cosas, pero no los regaño porque no se dejan ver”, su mundo (preferiblemente medieval, aunque esté situado en una ruidosa calle, de aceras estrechas y motores furiosos) está amenazado estos días por cuatro páginas en blanco. “El dichoso discurso”, repite sin cesar, casi siempre con voz de bruja mala, como si pisándolo con sus palabras pudiera hacerlo desaparecer. “Anoche escribí dos páginas en la cama, a lápiz, pero tengo miedo de volver a leerlas y que no me gusten”, confiesa.
El dichoso discurso es el que deberá pronunciar el 27 de abril durante la entrega del Premio Cervantes. “Preferiría escribir tres novelas seguidas que el dichoso discurso”, insiste. “Lo dije todo cuando entré en la Academia, ¡todo! Si me dejaran repetirlo..., pero no me van a dejar, ¿verdad?”. No, claro que no. Por eso se sienta cada mañana delante de su máquina de escribir, una Brothers eléctrica (negra) que compró probablemente en 1994, cuando se encontraba escribiendo Olvidado Rey Gudú. “Hasta entonces había tenido una Corona norteamericana muy buena, muy rápida, maravillosa. Pero no sé qué le pasó. Escribí la primera parte con ella, pero la segunda ya la hice con la Brothers”, cuenta. Muy bien, así que se sienta ante la máquina, en su cuarto, por la mañana. ¿A qué hora? “No me levanto muy temprano, y tampoco me pongo a escribir en cuanto me levanto. No sé, ¿a las diez? Sí, sobre las diez. A veces las once”.
Cuando escribe no lee.
Si no tiene ninguna novela en marcha, quizá se ponga a leer. “Porque cuando escribo, no leo. Pero no es por las interferencias. Bah, las interferencias. Es porque cuando me meto en un libro no puedo dejarlo. Y si estoy leyendo no estoy escribiendo. Y entonces la novela, mi novela, se enfría. Parece complicado pero es sencillo: cuando la Matute escribe, no lee, y cuando lee, no escribe”, aclara.
Siempre estuvieron las niñas y luego estaba yo, las niñas y yo éramos dos mundos distintos"
¿Y qué lee la Matute cuando no escribe? “Ahora, sobre todo, novela negra”, dice, y exclama: “¡Oh, la novela negra! ¡Cómo me divierte!”. Le encanta Donna Leon, y le fascina Elizabeth George (“No he leído a Stephen King pero lo leeré, no entiendo qué tiene la gente contra los best-sellers', si son best-sellers' será porque gustan, ¿no? Y si gustan no pueden ser tan malos”, considera), y, “oh, ese señor de Berlín... ¡Philip Kerr! ¡Qué hombre!”, brama, entusiasmada.
“El Quijote a los 14. Me aburrí”
Hablando de hombres, de hombres escritores, en su vida, ha habido muchos. El primero, don Miguel de Cervantes. “Leí por primera vez El Quijote a los 14, justo después de la guerra, y me aburrí terriblemente. Pero terriblemente”, dice. De aquella época, de un poco antes, recuerda que las clases eran en pisos particulares, y que se las daban curas, curas que no dejaban de desaparecer. “Los pobrecitos intentaban cruzar la frontera y caían como conejos, los pobrecitos”, dice. “Así que íbamos a clase y a veces no teníamos clase porque el profesor, nos decían, se había ido al extranjero y claro, lo que pasaba es que estaba muerto”. Su terror a los fuegos artificiales también viene de aquella época. “Se parecen tanto, tanto a los bombardeos... El silbido, todo. Qué impotencia sentíamos, cuando empezaban los bombardeos, y no sabías qué era mejor, si moverte o quedarte quieta. Aún me despierto a veces pensando que nos va a caer una bomba encima”, cuenta. Y clava sus ojos tristes (“así los llamó una periodista italiana, cuando yo aún era muy joven, y siempre pienso que tenía razón”) en la caja de lápices de colores con aspecto de piano (un elegante y portátil piano de madera llamado Van Gogh, como los lápices) que hay sobre la mesa. “Qué bonitos los lápices. Me encantan los lápices. Sobre todo los lápices de colores. Aunque todo lo que tenga que ver con la escritura me encanta. Yo es entrar en una papelería y siento gula, ¡gula!”, casi grita. “Me lo comería, ¡me lo comería todo!”, añade, erigiéndose en la Bruja (Buena) de los Lápices de Colores (y todo lo demás).
“A los 19, casi me vuelvo loca”.
“Cuando era pequeña dibujaba mucho. Todos en casa creían que de mayor sería pintora. Lo de escribir lo llevaba más en secreto. Por eso me sorprendió tanto que mi madre hubiera guardado todos mis cuentos. Me los regaló cuando me casé. Los había metido en una caja. Todos. Con mis dibujos. Y yo que pensaba que nunca los había leído... De pequeña, a veces, me daba miedo mi madre. Sobre todo cuando me llamaba a gritos. Entonces me volvía tartamudita. Como cuando veía a las otras niñas. No me gustaban las otras niñas”, dice.
He de admitir que Quevedo fue un grandísimo escritor. Pero era tan mala persona, ¡tanto!"
Pero volvamos a Don Miguel de Cervantes. “Cuando cumplí los 19 me dije: 'Ana María, si quieres ser escritora, tienes que leer El Quijote. Que no hay excusa, que lo tienes que leer, igual que a Shakespeare'. Y lo empecé otra vez. Y esa vez casi me vuelvo loca. ¡Me encantaba!”, dice. Luego llegó Faulkner. “De Faulkner me gusta todo. Luz de agosto es maravillosa. El ruido y la furia también. Y supongo que cuando amas tanto a un escritor, es porque compartes algo con él, pero todavía no he descubierto el qué”. Otros escritores con K (curiosamente, la letra que ostenta en la Real Academia Española) que le gustan: “Kafka, claro, y Nabokov, Lolita es extraordinaria, extraordinaria”. Un escritor español que no le gusta (nada): “Quevedo. Pero sólo como persona. Como escritor he de admitir que fue un grandísimo escritor. Pero era tan mala persona, ¡tanto! Antisemita, machista y maldiciente, envidioso, zancadillero y encima, ¡feo y jorobado!”, exclama.
La felicidad y el dolor
¿Y cómo son las tardes de Ana María Matute? “Intento salir. Me gusta mucho salir. Comer fuera. Ir al cine. Aunque últimamente no voy tanto como me gustaría. Porque no siempre tengo con quién ir. Y al final acabo viendo las películas en casa, pero no es lo mismo, porque lo que me gusta del cine es el ritual. Me recuerda a cuando tenía 20 años. El olor, y aquellas películas en blanco y negro maravillosas”. El pasado de la escritora es un señor de traje verde (seguramente un gnomo risueño con un pequeño zurrón repleto de lápices de colores) que aparece y desaparece, porque “sin memoria”, dice Ana María, “no existe el escritor”. “El escritor tiene que vivir, y tiene que vivir mucho, si lo que quiere es hablar del ser humano tiene que conocer la vida, pero sobre todo tiene que conocer lo que es el dolor, lo que son las lágrimas. No hace falta que sepa lo que es la felicidad. Es más importante el dolor. Es una mala madre la literatura, pero es única”, dice la escritora. “Yo he sufrido mucho. Mucho. Pero nunca me he aburrido. Jamás en mi vida me he aburrido. Aunque hay momentos que hubiera cambiado por un poco de aburrimiento”, añade, siempre con una sonrisa, porque otra cosa que nunca debe faltarle a un escritor, dice, es “el sentido del humor”. Por eso dice que no le hubiera gustado nacer en la Edad Media. Aunque es su época favorita. “Soy muy comodona y hubiera pasado mucho frío en los castillos... ¡Esos castillos tan grandes y sin calefacción! ¡Y, oh, los colchones! ¡Eran de paja! Hasta que descubrieron la lana debía de ser horrible dormir, incluso para los nobles...”, dice. Lo que sí cree es que nació un poco antes de tiempo. “Como han dicho muchas veces, me he adelantado a mi época y eso me ha perjudicado”, asegura. La Matute, como acostumbra a llamarse a sí misma antes de estallar en una carcajada siempre contagiosa, “es la escritora niña porque me han colgado esa etiqueta. Y es verdad que he escrito para niños, pero no todo lo que he escrito es para niños. Ni para niños grandes. ¿Es que todo lo fantástico es cosa de niños?”, se pregunta. Escribe sobre hadas, sobre gnomos, sobre niños tontos, sobre monstruos que son adultos monstruosos, y todo, dice, se lo debe a los hermanos Grimm. “Y a Hans Christian Andersen”, añade. “Me acuerdo cuando de pequeña abría el libro de cuentos de Andersen, veía todas esas hormiguitas (las líneas) y pensaba: 'De esas hormiguitas se levantan historias, mundos enteros. Eso es lo que quiero hacer algún día'. Nunca jugué con muñecas. Prefería escribir sus historias”, dice.
No hace falta que el escritor sepa lo que es la felicidad. Es más importante el dolor"
Todavía se pregunta de vez en cuando por qué escribe. “¿Por qué escribo? ¿Por qué, con 17 años, fui capaz de escribir una novela como Pequeño teatro, que estaba llena de emociones que yo aún no había experimentado? Porque sí lo había hecho, a través de los libros. Conocía todos esos sentimientos porque los había leído. Como aquel personaje de Farenheit 451 (la película basada en la novela de Ray Bradbury) que escucha David Copperfield, el momento en el que muere la mujer de David, y grita: ¡Yo conozco esos sentimientos!'. Los conoce porque los ha leído”. ¿Y responde eso a la pregunta de por qué escribe? “Yo ya nací así, diferente. Así que no sé si puedo contestar esa pregunta. Pero si tuviera que dar una respuesta supongo que sería esa: Porque he leído”.
A media tarde, justo antes de la cena, Ana María vuelve a batirse en duelo con su vieja Brothers. “El dichoso discurso”, insiste. Piensa que con un gintonic todo sería mucho más fácil. “El alcohol”, dice, “abre ventanas”. “Con moderación”, añade. Así que a media tarde, teclea en su cuarto cerrado (a salvo de las visitas: “No dejo que nadie entre, son manías de vieja, supongo”).
La casita de gnomos del salón
En el salón la espera su casita de muñecas. “No es una casita de muñecas”, corrige, “es una casita de gnomos, se la estoy preparando para que se instalen, sólo que me estoy tomando mi tiempo, hace cinco años que me la regalaron (cuando cumplí los 80) y todavía no está lista”, dice. Cuenta que, antes, cuando vivía en Sitges, y tenía un carpintero justo delante de casa, iba cada día a pedirle pedazos de madera sobrantes para construir casitas, pueblos enteros. “Me gusta la carpintería, desde muy niña también. Siempre he fabricado mis propios pueblos. Y sigo dibujando, aunque la mano cada vez está más tonta, dibujo a muchos de mis personajes”, revela. ¿Su pintor favorito? “El Bosco. Y Velázquez y Goya, dos monstruos”, contesta. “Se me olvidaba”, dice luego, cambiando de tema, volviendo a su rutina de bruja buena y escritora sobre la que pende el Discurso del Cervantes, “lo que nunca perdono es la siesta. Cuando era joven, la odiaba, me levantaba de un humor de perros. Ahora las adoro, ¡me pego unos sueñazos!”, exclama, con gusto. Ami, Amelia, la perra, sigue ladrando de vez en cuando, y por todas partes hay libros, libros en el suelo, en las paredes, por todas partes, libros.
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