Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha |
¿Por qué García Márquez se fue a México?
Exiliado por razones políticas, García Márquez se instaló en ese país de manera definitiva en 1981. Admiró su literatura, que fue esencial para sus obras posteriores.
Juan David Torres Duarte
21 de abril de 2014
A mediados de los años 60, sin un peso y mientras su esposa sustentaba la economía del hogar, Gabriel García Márquez escribió en México Cien años de soledad. Había puesto su suerte y su futuro en manos de una novela que, desde años atrás, lo había acosado con insistencia: eran las historias de sus abuelos, que aprendió con suficiencia y cierto fervor en sus primeros años en Aracataca. Por entonces, fuera del país con su esposa y sus dos hijos, García Márquez no era un perfecto desconocido: había escrito ya El coronel no tiene quien le escriba y La hojarasca y sus cuentos rodaban por semanarios y suplementos culturales.
Desde que llegó a México, el 2 de julio de 1961, García Márquez había hecho amistades en los círculos literarios. Conocía a Carlos Fuentes, uno de los renombrados literatos de México, y cuando arribó a ese país Álvaro Mutis —exiliado allí por líos judiciales en Colombia—, le entregó un ejemplar de Pedro Páramo de Juan Rulfo, que leyó con la misma intrépida ansiedad con que había repasado, años atrás, La metamorfosis de Kafka.
La novela de Rulfo fue quizá el primer contacto real que tuvo García Márquez con ese mundo rural y agresivo de México. ¿Qué era ese país, hijo de la revolución y de múltiples conjugaciones culturales? De modo que su primer encuentro allí fue un impulso de creación: en un incidente entre Ciudad de México y Cuernavaca, mientras corría en el auto con su familia, García Márquez vislumbró parte de Cien años de soledad. Así lo contó años después, y así quedó para su leyenda. “La tenía tan madura que hubiera podido dictarle ahí mismo —dijo—, en la carretera de Cuernavaca, el primer capítulo, palabra por palabra, a una mecanógrafa”.
García Márquez había llegado a México luego de que, como corresponsal de Prensa Latina en Nueva York, recibiera amenazas de disidentes cubanos. Fue la primera vez que se exilió a causa de sus posiciones políticas. Entonces largó a México, escribió la novela que lo haría, ahora sí, un nombre universal y continuó con su trabajo periodístico y literario.
El segundo exilio vendría en los años 80 con algo más de escándalo, con algo más de ponzoña. García Márquez viajaba entre México y Colombia por esos años, pero un enfrentamiento directo con el gobierno de entonces habría de frenar esa sucesión. En estos días, el director de la revista El Malpensante, Mario Jursich, recordó cuanto sucedió en aquella época: en 1981, en las páginas editoriales de El Tiempo, un desconocido —que firmó con el seudónimo Ayatolá— acusó a García Márquez de tener nexos con el M-19 luego de “apoyar” un desembarco guerrillero en el sur de Colombia. “Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos días —escribió en respuesta el 8 de abril de 1981 en El País de España—. Es una acusación formal. (…) Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.
Por eso García Márquez se fue de Colombia: no porque odiara a sus conciudadanos —como muchos suelen decir hoy—, ni tampoco porque fuera un pretencioso que rechazaba a su patria —como se escucha cada tanto—, sino porque, en pleno gobierno del Estatuto de Seguridad divulgado por el gobierno de Julio César Turbay Ayala, una acusación de esas equivalía a tortura y cárcel. Eso sucedió, por ejemplo, con la artista plástica Feliza Bursztyn, quien después de ser torturada e interrogada por militares hubo de exiliarse en México y luego en París, donde murió mientras acompañaba en una cena a García Márquez. Bursztyn, como García Márquez, fue acusada por delitos que no tenían ningún soporte judicial ni probatorio: un arma inservible que encontraron en su casa sirvió para abrirle un proceso. Bursztyn, como García Márquez, tuvo que pedir asilo en la Embajada de México. Sobre este caso, el escritor dijo en 1982: “Es alarmante, pero ya se sabe: en Colombia, los militares guardan secretos que las autoridades civiles no conocen”.
Esa enemistad tuvo cotas, sobre todo, políticas: era bien conocida la relación de García Márquez con la izquierda y su cercanía a Fidel Castro. Estados Unidos le había negado la visa a su país, al parecer, por estas mismas razones. El Universal de México informó el 19 de abril sobre una serie de documentos desclasificados de la inteligencia mexicana que describen cómo vigilaban las actividades del nobel. García Márquez fue siempre una ficha incómoda, aquí o en México, por el amplio poder que tendría una de sus palabras, que iban más allá del tan nombrado realismo mágico: eran críticas directas al agrio entorno de América Latina.
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