"Baba Yagá puso un huevo" de Dubravka Ugresic
En Baba Yagá puso un huevo, la novela de la escritora Dubravka Ugresic, se aborda la vejez de la mujer en un tríptico donde el realismo, la fantasía y una mirada antropológica conviven con ironía y elegancia.
Nació en la ex Yugoslavia, cerca de Zagreb, capital de Croacia, pero hoy Dubravka Ugresic, que tiene 73 años y reside en Holanda, se niega a que la llamen una escritora “croata”. Su obra, de las más y mejor traducidas al español entre sus compatriotas, trata muchas veces el motivo de su negación y del exilio: en 1991, cuando estalló la guerra, Ugresic tomó una postura anti-nacionalista. Escribió ensayos críticos y los medios locales la trataron de traidora, enemiga pública y bruja. Dejó Croacia en 1991. Antes, en 1988, su novela Forsiranje romana-reke (en inglés Fording the Stream of Consciousness) recibió el premio NIN, máximo galardón literario de la ex Yugoslavia que recibieron autores como Danilo Kis o Milorad Pavić; Ugresić fue la primera mujer premiada. La novela es un thriller de “conferencia literaria” con un guiño claro a El maestro y Margaritade Bulgákov; Ugresic es académica, especialista en lengua rusa y en literatura comparada, así que conocía bien ese texto. Su obra, además, siempre se valió de la cita, la intertextualidad, la mezcla de estilos, las estructuras complejas: basta ver sus novelas editadas por Impedimenta, El Museo de la Rendición Incondicional (1996), Baba Yagá puso un huevo (2008), Zorro (2017) y La edad de la piel (2019) para comprobar este juego con las “reglas”; también se consiguen en castellano los ensayos Ficcionario americano (1993) y Karaoke Culture (2010). En algunos de estos textos ella se define como una autora post-yugoslava o, mejor, “post-nacional”
El último de sus libros editado por Impedimenta que se distribuyó en Argentina es Baba Yagá puso un huevo. Baba Yagá es un personaje de la mitología eslava, una bruja malvada que come niños, con piernas de pollo –en algunas versiones es su casa la que está sostenida por patas de ave-, temida habitante nocturna del bosque. Pero el título es engañoso: en la vena posmoderna que le gusta transitar, esta es una novela dividida en tres partes que transita estilos totalmente distintos; cada una de las partes está tenuemente relacionada con las demás. El tema que la sobrevuela, sin embargo, es la vejez y en particular la vejez de la mujer: el lugar en la sociedad de las viejas, qué hacen ellas –y qué hacer con ellas, también.La introducción, que en su tono roza el fantástico –es muy buena la traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek- casi anuncia un batallón escondido de viejecitas malintencionadas: “Al principio son invisibles. Y de repente empiezas a fijarte en ellas. Se arrastran por el mundo como un ejército de ángeles envejecidos. Una se pone frente a ti. Te observa con los ojos abiertos de par en par, con una mirada azul pálido, y formula su ruego en un tono a la vez orgulloso y zalamero. Te pide ayuda, tiene que cruzar la calle, y no se atreve a hacerlo sola, o subir al tranvía, y las rodillas ya no la sujetan, busca una calle y el número de una casa y ha olvidado las gafas… Sientes una compasión repentina por este ser senil y, conmovido, realizas una buena obra y el papel te llena de satisfacción. Precisamente aquí, en este instante, hay que pararse, resistir el canto de la sirena”. Parece anunciar la doble naturaleza de las ancianas pero, en la primera parte de la novela, la historia y el tono abandonan por completo (o le cambian el foco) a la amenaza y pasa a la (quizá) autoficción. Una escritora visita a su madre anciana que, como la de Ugresic en la vida real, nació en Bulgaria. La relación es muy compleja y la madre además tiene metástasis cerebral, que apareció casi dos décadas después de recuperarse de un cáncer de mama. Está fuera de peligro pero quedó con lagunas mentales: una demencia senil de otra etiología. Lo que quiere de la hija, sobre todo, es que vaya a Varna, el balneario búlgaro de su juventud, y le cuente cómo está: una peregrinación. Quiere que la acompañe una chica a quien llama “la pequeña búlgara”, Aba, una joven folklorista, fan de la escritora y amiga de la madre. La relación entre folklorista y autora está llena de aristas y malhumores. El encargo, sin embargo y mas allá de los contratiempos, se cumple. La segunda parte, una vez más, no continúa la línea ni narrativa ni estilística de la anterior. Se llama “Pregunta, pero recuerda que la curiosidad no siempre es buena” y sigue a un trío de ancianas que ingresa en un centro de “tratamiento de la longevidad”, una especie de spa enorme que tuvo su gloria cuando existía el mundo soviético y ahora goza de una decadencia agradable. Esta parte es una novela satírica y delirante en si misma. Beba, Pupa y Kukla pasan sus días en el hotel cuyo centro de bienestar dirige el doctor Topolanek: cada personaje y situación pasa con velocidad alarmante por distintos géneros: un masajista herido de guerra que sufre una erección permanente, la aparición de un hijo perdido que le avisa a una de las ancianas de la muerte –a causa del sida- de uno de sus hijos y viene a entregarle a su nieta, un ataúd en forma de huevo, un casino de mafiosos en el que una de las mujeres gana una fortuna.
La tercera parte es cuando el título de esta novela desgajada tiene sentido: se llama “El que se sabe mucho envejece pronto” y se trata de un informe académico pero sencillo sobre el mito de Baba Yagá, la vieja bruja, firmado por Dra. Aba Bagay, la “pequeña búlgara” especialista en folklore eslavo de la primera parte. Es un texto compilatorio, para principiantes, que no sólo desmenuza el mito sino que lo relaciona con las partes de la novela que ya leímos: encuentra arquetipos de Baba Yagá en lo escrito por la autora y lee los textos en comparación con la mitología. Bruja, demonio, ser mítico, leyenda nacida de la misoginia masculina. La clave, quizá, esté en este párrafo: “En tiempos remotos (y no tan remotos) todas las mujeres de mediana edad debían de tener el aspecto de ‘brujas’. Nuestra época se caracteriza por el pánico al envejecimiento, por un esfuerzo obsesivo para aplazar y camuflar la vejez. El temor al envejecimiento es uno de los peores miedos de las mujeres contemporáneas”. Y así Ugresic logra consistencia sin tener que recurrir a un texto homogéneo: esta es una novela sobre cómo envejecen las mujeres, sus miedos, sus cuerpos, la relación con los demás. Y en el final, sorprende con una diatriba firmada por la pequeña búlgara, la folklorista que resulta una mujer en llamas: “Yo solo he entreabierto la puerta y le he permitido arañar apenas la punta de un enorme iceberg. Y el iceberg son millones y millones de mujeres sobre las que, desde siempre, ha descansado y aún descansa este mundo… Baba Yagá duerme con una espada debajo de la almohada… Imaginémonos que las mujeres, apenas una insignificante mitad de la humanidad, ¿verdad?, sacan la espada de debajo de su cabeza y se lanzan a ajustar cuentas. Por cada bofetón, cada violación, cada ofensa… Imaginemos que se levantan de las cenizas todas las novias y viudas incineradas en la India… Imaginemos un ejército de millones de ‘locas’, mujeres sin techo, mendigas; mujeres con rostros quemados por ácido".
La enumeración sigue y cierra la novela, un tríptico en el que las mujeres impregnan la memoria colectiva y donde el poder de la fábula de la vieja perversa adquiere un tono de reivindicación a través de un texto que reniega de cualquier clasificación clara y en el que el tono antropológico, el realismo y la fantasía conviven con gracia, ingenio y fiereza.
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