Alasdair Gray
HACEDOR DE HISTORIAS
Como cualquier escritor sabe, antes de poder hablar de la realidad, la escritura se encuentra atrapada en un territorio simbólico, ese museo virtual y esa biblioteca imaginaria que han traducido la experiencia secular a lo largo de la historia en formas y estilos. Conocer a fondo ese bagaje, saber desplazarse con soltura por su laberíntica construcción y manipularla con fines creativos, es la primera condición del creador genuino, ese que aspira a dejar alguna huella en la historia de su arte.
"El modo cómico nos agrada más que el modo trágico".
-A. Gray, Un hacedor de historias-
Lo que para el deportista de élite es el gimnasio, lo es para el lector y el escritor exigentes una biblioteca bien surtida de autores originales y ambiciosos. Entre los más imaginativos practicantes de la ficción de las últimas décadas, ninguno más estimulante e imaginativo que el escocés Alasdair Gray (1934), un erudito fabulador de elite, uno de esos maestros exuberantes que dan sentido aún a la idea de una literatura exenta de mediocridad intelectual y compromisos sociológicos o comerciales.
En los años noventa, su literatura, emparentada por inventiva y ambición con la de posmodernos americanos como Barth o Pynchon, se tradujo con profusión al español en editoriales importantes, pero luego fue desapareciendo paulatinamente hasta borrarse del todo en el nuevo siglo. Es una grata noticia que dos exquisitas editoriales recuperen en paralelo sendos libros fundamentales de Gray: la meganovela Lanark (1981; publicada ahora por Marbot Ediciones y en 1991 por Ediciones de Blanco Satén con la misma traducción de Albert Solé) y la formidable colección de ficciones Historias sobre todo inverosímiles (1983; publicada ahora por Editorial Rayo Verde y en 1995 por Minotauro con la misma traducción de Marcelo Cohen). [Si mi información es correcta, otra de sus grandiosas creaciones, ¡Pobres criaturas!, un híbrido novelesco irresistible (pastiche de ciencia-ficción victoriana, utopismo socialista, erotismo transgender y metaficción nabokoviana, con Frankenstein inscrito al sesgo como modelo moral y temático), se encuentra aún disponible en la edición de Anagrama de 1996.]
Lanark es una fastuosa novela-palimpsesto que rivaliza con las grandes obras literarias del pasado, siendo por otra parte una obra de composición tan innovadora como insólita: cuatro libros de cronología desordenada para narrar la vida de un artista excéntrico que acaba, tras su prematura muerte, desdoblándose en otro personaje imaginario de un universo kafkiano. Una de sus invenciones más ingeniosas, un epílogo intercalado mucho antes del final, transforma esta novela ilustrada en el análogo literario de un libro sagrado. En ese epílogo unamuniano, a la manera espectacular del mago de Oz, aparece un extraño personaje que es y no es el autor, un desvalido demiurgo cuyo empeño en crear la historia en curso es tan grotesco como insignificante la razón de su existencia.
Pero un libro no existe solo por su autor. Antes de eso, el autor pertenece a una cultura y esta cultura se compone de muchas cosas (objetos, edificios, obras, hechos, etc.), pero sobre todo de una biblioteca infinita, la biblioteca de Babel imaginada por Borges pero intuida por todos los escritores de la historia. Esa vasta biblioteca poblada de volúmenes reales y de otros tantos virtuales sobre la que se funda una cultura se compone a su vez de algo muy anterior y quizá mucho más importante: historias, mitos, fábulas, leyendas y relatos. Y por esto en ese epílogo paradójico no solo se revelan las fuentes literarias y los plagios literales (o las modalidades de plagio) con que se ha construido el singular texto de Lanark, sino que también se rememoran las grandes narraciones que contribuyeron a crear la cultura occidental, desde Homero y la Biblia hasta Fausto, Moby Dick o Guerra y paz, pasando por Rabelais, Los cuentos de Canterbury, El Quijote, El Paraíso Perdido y Kafka, una de las influencias más notorias del libro. Lo más significativo del gesto, sin embargo, es que toda esta acumulación de citas y artificios, juegos y parodias, simulacros y estrategias retóricas, sirve a Gray para reivindicar el valor y la importancia de la literatura en una época de amnesia cultural e histórica.
Y de esto trata, en un primer nivel, Lanark, a través de sus múltiples ficciones especulativas y de sus bucles metaficcionales. De la creación, del arte y la literatura como metáforas del poder creativo y la libertad individual. Y también del amor, en un segundo nivel, del amor con minúscula y del Amor con mayúscula, como la Divina Comedia, otro modelo supremo para Gray. Del amor que religa a las criaturas, con sus pequeños episodios traumáticos y sus grandes hazañas gozosas, y del gran amor innombrable, el que mantiene unido el mundo y el que, cuando falta, como en la guerra, lo destruye todo.
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