EL WENDIGO, ALGERNON BLACKWOOD: PROHIBIDO MIRAR
Ilustraciones por cortesía de Bastian Kupfer para Fabulantes
Uno de los personajes, el Dr. Cathcart, dice que a aquello a lo que se enfrentan «es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva» [i]. Dicho esto, no cabría añadir nada más, pero es una afirmación más precisa de lo que parece y no un simple lugar común.
Aparecido por primera vez en The Lost Valley and Other Stories (1910), The Wendigo (El Wendigo) es tal vez, junto a The Willows (Los saúces), el relato más conocido de Algernon Blackwood (Shooter’s Hill, Londres, 1869-1951), sobre todo después de que su criatura, fuera incluida a posteriori en el panteón de los dioses lovecraftianos por August Derleth. El relato podría enmarcarse entre los muchos que escribió su autor sobre asuntos como la conjunción de planos de realidad, o los universos alternativos, algo sin duda fascinante, pero contaminado por la dudosa filosofía que predicaba la sociedad a la que pertenecieron Blackwood y otros ilustres, de la talla de Arthur Machen o el poeta premio Nobel William B. Yeats. Hablo de la mítica Orden Hermética del Amanecer Dorado (Hermetic Order of the Golden Dawn) británica y sus desvaríos sobre la encarnación de divinidades ancestrales o la apertura de la dimensión mágica en el mundo, aderezado con prolijos contactos con la bochornosa teosofía antisocialista de Blawatzky y con declaradas simpatías profascistas.
Pero siendo justos, hay que leer la obra de Blackwood en sí misma, sin hacerla depender de este trasfondo que arruinaría su valor literario; es indudable que El Wendigo es uno de los mejores relatos de terror que se han escrito.
Aquello de la <<llamada de la selva>> es algo habitual en este autor: por ejemplo en The Camp of the dog (El campamento del perro, 1908), con John Silence como protagonista, un tímido y sensible muchacho sucumbía al contacto con la agreste naturaleza y se transformaba en licántropo; o en Los saúces (1907), basado en una experiencia propia navegando por el Danubio, los protagonistas atrapados en una isla en medio del río se enfrentan a una fuerza antigua que parece animar el bosque y el agua…
Detengámonos en este último para extraer ciertos elementos interesantes. En primer lugar la inducción del paisaje sobre los hombres: no puede ser cualquier paisaje, debe ser uno indómito, salvaje, sin rastro de presencia humana. Pero si hacemos caso de lo que dice Claude Lévi-Strauss en alguna parte de Tristes trópicos, no conoceremos jamás la naturaleza en un estadio previo a la presencia del ser humano en la Tierra [ii], alterada inclusive por nuestra mera presencia como observadores; por eso lo puro, lo virginal, nunca existirá, con lo que podemos cifrarlo como un origen perdido. Es entonces necesario contrarrestar la presencia humana en la naturaleza y fabricar ese origen: no le vale cualquier parte del Danubio a Blackwood, sólo aquella que pasa por tierras húngaras; justo un poco más atrás, todavía en Austria, la magia no comienza aún -las connotaciones orientalistas y exóticas están servidas.
Además, la manera de acercarse a ese origen construido está condicionado por el agente. Mientras el protagonista inglés trata de explicar los sucesos de forma empírica, su amigo, un sueco cuya <<porción ancestral>> le sometía <<al viejo hechizo pagano>>, es víctima de una gran inquietud pues intuye algo inaprehensible. Es más, llega un punto en el que el sueco ruega al compañero que no piense en nada, que piense en la nada, que no convoque imágenes ni términos para intentar hallar una explicación a lo que sucede, que no hable: <<es más prudente no hablar de estas cosas, ni siquiera pensar en ellas, porque lo que se piensa encuentra expresión en palabras; y lo que se dice, sucede>>. En cuanto el peligro es nombrado, aparece como algo distinguible, se localiza la amenaza, se la integra en el orden imaginario del sujeto y adquiere una forma –monstruosa-, y al mismo tiempo se lo distancia, salvando así la racionalidad (cultural -por ejemplo, desplazar el peligro a Hungría). Si en cambio se mantiene como una gran ausencia, el peligro quedará siempre indefinible; la respuesta muda ve lo inexplicable como una vulnerabilidad puramente interna, y sólo a posteriori es trasladada a imágenes identificables. La explicación definitiva es, entonces, aquella que nada aporta, la respuesta vacía, el vacío como respuesta.
En El Wendigo, la ausencia (de explicación, de imagen, de palabras) es constitutiva de la trama, de ahí su atractivo y su enorme acierto. Aquí también entran en juego factores que garantizan el escarceo con un origen salvaje: por ejemplo que el protagonista, Défago, sea un franco-canadiense de melancólico temple, susceptible a la fascinación de los bosques, y familiarizado además con las llamadas <<supersticiones>> de los indios de aquella zona al norte de Ontario, Rat Portage, hoy Kenora, en donde los personajes levantan el campamento de caza.
De hecho, el autor hace acompañar a los cazadores por un indio de nombre Punk (descrito con los más vergonzantes estereotipos racistas) que a la escena, <<oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio>>. El franco-canadiense y el indio comparten gestos, reacciones y a veces epítetos, con lo que por ahora podemos decir que Défago es un blanco (tostado por el sol, eso sí) que ha vuelto frágil su nexo con la cultura europea: todo un candidato para el encuentro con el Origen. Toda la culpa es suya, está en él, nos vendría a decir Blackwood, porque el paisaje, aunque parezca lo contrario, empieza a importar poco: ora los inmensos bosques canadienses son despiadados y terribles, ora parece que la máxima de Lévi-Strauss funciona, y que tal y como se lo veía, <<el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque>>.
“Algo” hay, en cambio, que parece ubicarse más allá de las evidencias, un sentimiento de absoluta indiferencia por parte de la naturaleza hacia el ser humano, según dice el otro protagonista Simpson (estudiante de teología, por supuesto), el cual siente los bosques <<un poco demasiado grandes>>, a lo que Défago responde que sí, sin duda, <<no tienen límite… ninguna clase de límite>>. Parece darse una consciencia de la propia impotencia frente a la inmensidad, que podría derivar hacia el más espantoso terror…
Sin embargo, es esta misma incapacidad de la imaginación del sujeto por representarse la magnitud absoluta de la naturaleza, la que hace que se fuerce el intelecto para comprenderla. Hay una pérdida en la capacidad de percepción sensible que es por el contrario un beneficio racional, que hace que si bien la idea de infinito se escape a nuestra experiencia, a la vez nos obliga a expandir los límites de nuestra razón. Y nada de todo esto depende de elementos concretos de la naturaleza, es un sentimiento que nace en el propio observador. Esto es, en una explicación mediocre, el concepto de lo sublime en Kant [iii]: un juicio que surge en nosotros independientemente del objeto que vemos, el cual es sólo el medio para el fin, para la afirmación de la superioridad de la razón y la consecución de la libertad de espíritu.
Lo que nos interesa aquí es esta economía de sacrificio, que inmola cierta capacidad de traducir en imágenes lo inconmensurable absoluto –y renuncia a dar una imagen a lo infinito-, obteniendo así el ensanchamiento de las capacidades intelectuales que pueden determinarlo. Esto añade, a la imposibilidad de re-encontrar el Origen (irremediablemente perdido), una imposibilidad de representarlo. A esta sensación de impotencia frente a la naturaleza, el hombre puede sobreponerse gracias a la cultura y las leyes de la razón, estableciendo una distancia (de seguridad) intelectual, pues en caso contrario lo infinito absoluto puede amenazar al observador que, si poco preparado por la cultura (der roher Mensch), sucumbirá al terror. En este relato, la distancia la ponen esos cazadores europeos, que se internan en el bosque conservando su civilización: la distancia en cambio la pierde el indio Punk, por supuesto, y Défago que cae víctima del Wendigo.
Llegados hasta aquí, el cuento de Blackwood debería ser el del triunfo del hombre sobre la naturaleza salvaje (del hombre blanco, mientras tanto los demás pueden sucumbir), pero hay mucho más. Si hemos dicho que algo se pierde en la asimilación de la naturaleza para hacerla abarcable por el juicio, ese algo queda como un remanente perturbador sin poder ser incluido en ese sistema. Esto lo siente Simpson, que si bien para él <<los acontecimientos no eran totalmente inexplicables o increíbles por sí mismos>>, notaba que <<el detalle mínimo que podía haber esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado>>. Pues bien, ese detalle inaferrable, que causa inquietud, como ocurre en el sentimiento de lo sublime, no es lo infinito, no trasciende al sujeto, está en el sujeto. Veámoslo:
Cuando Simpson sigue las huellas de Défago en la nieve, ve que acompañan a otras mucho mayores de un animal indescifrable: poco a poco las huellas de Défago se van deformando y asumen un aspecto idéntico a las del extraño ser. Más tarde, el franco-canadiense se aparecerá al grupo de cazadores claramente perturbado, sus movimientos incongruentes, el rostro demudado, y sin deformación física alguna salvo en los pies. Y aquí ocurre algo que queda como lo más forzado de la trama a la vez que resuelve el concepto del relato.
Cuando los cazadores advierten que los pies de Défago han sufrido una especie de mutación, antes de que Simpson obtenga una percepción clara de ellos, Cathcart corre a cubrirlos con una manta. Luego, cuando éste último es preguntado por Simpson sobre el aspecto de esa deformación, como respuesta recibe un lacónico <<es mucho mejor que no intentes descubrirlo>>. ¿Qué significa este burdo recurso para que el espectador/lector mantenga viva la duda y prorrogue hasta el infinito la imagen de lo bestial, lo atávico, lo monstruoso? La censura a la que Simpson es sometido sirve para que nunca abandone su posición racionalmente a salvo, para que su fantasía pueda rellenar (recurso por antonomasia del relato de terror) el vacío de imagen que se ha abierto (para que se sobreponga racionalmente, como en Kant, a lo inadecuable de la naturaleza); para que, en definitiva, fabrique su imagen de lo monstruoso primitivo. Pero al mismo tiempo se deja abierta la incógnita como una herida fresca.
¿Por qué? El Wendigo, estructuralmente, es el icono del tabú sobre el canibalismo, que en este caso es una recuperación corrupta de ciertos mitos ojibwe, naskapi y otros pueblos algonquinos que dicen que sólo come musgo, precisamente para sancionar el consumo de carne humana, y que a sus presas las obliga a correr junto a él a velocidades vertiginosas, saltar hasta la copa de los árboles, lo que les destroza los pies y les hace sangrar los ojos. La mancha del canibalismo, socialmente, debe ser distanciada a una imposible entidad mítica para alejarla de lo cotidiano del ser humano, fijándola así en un espacio susceptible de ser controlado/derrotado por rituales y otros procedimientos culturales. De ese modo se aísla la fuente del peligro para mantener la homeostasis dentro del grupo social y evitar así el dejarse llevar por el… instinto, en cuyo caso se acabaría con los consensos y contratos que rigen las leyes, la sociedad, la política, y la misma salud e higiene. El canibalismo, para estos pueblos, equivale al fin de la cultura.
En un principio, la causa del comportamiento incoherente de Défago, hostil, asocial, contra-cultural (más propio de lo salvaje que de la civilización) es ubicada en un más allá de lo cotidiano, de la realidad, proyectado en la idea de una naturaleza brutal (en bruto): el Wendigo. Sin embargo, Défago presenta visibles los trastornos de este mito (con voz quejumbrosa repite estas terribles palabras: <<¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!>>): a lo anti-cultural (canibalismo), a la criatura sobrenatural sólo se la puede adivinar en la impronta que deja en el cuerpo del cazador (y en la nieve), con lo que Défago es un síntoma de un trauma que no debe conocerse.
El vacío en el cuerpo de Défago (sus pies) es el vacío/tabú de la realidad social, histórica y simbólica, el núcleo insimbolizable de la relación del sujeto con el mundo. La grieta en la realidad cultural, por consiguiente, no está en un más allá trascendental o exótico, está al interior de la misma, y quiere decir desobedecer el equilibrio impuesto, la convivencia, los contratos, dejándose llevar por los instintos (el licántropo es metáfora de esto; el canibalismo es una amenaza al interior del grupo social). Es lo que Freud dijo acerca del <<malestar en la cultura>>: la tendencia constante del ser humano por escapar de las normas de la civilización (sea la cultura que sea, añado) es la pulsión de muerte, la repetición de actos, incluso no placenteros, que consigan desplazarse de la red de significaciones de lo social para abismarse en el vacío sin-sentido [iv]. Freud lleva esto al extremo al verlo como una pretensión del organismo humano por acercarse a la situación neutra en el útero materno, a la cercanía extrema con la madre como momento de no-vida y seguridad extrema. Es decir, salirse de la civilización puede encontrar su metáfora en la re-unión con el Origen.
Dejemos de, como pretenden hacer los protagonistas del relato, posponer el peligro, ese afuera de lo fenoménico a un campo lejano y exótico que es la imagen del Wendigo como mito indio, y admitamos en cambio que el vacío en el cuerpo físico de Défago es la misma imagen de la ausencia fundamental, del Origen perdido. La herida es la cercanía excesiva de la llamada de la selva, de los instintos a-culturales, quiero decir su encarnación, lo cual echa a perder la distancia profiláctica de lo sublime kantiano. Es decir, una imagen que no muestra nada, ningún monstruo, ningún licántropo, sino nada.
¿Cómo ha llegado a serlo? Pues por medio de un movimiento desenfrenado, una especie de huida que con esos saltos imposibles, ahora unas huellas en la nieve, ahora una voz que resuena de lo más alto de los árboles (sin duda la escena más desconcertante y terrorífica de todo el relato [v]), que implican un cambio constante de lugar dificultando la fijación de un sentido, de una historia a lo acontecido y así de un nombre –una identidad- al extraño suceso. Défago, de una vez por todas, personifica aquello que no tiene ya lugar, que se ha salido del orden simbólico y se ha aproximado en exceso a la muerte. Es un residuo de la civilización, es lo que esta no puede abarcar de la naturaleza durante el proceso de separarse de ella y doblegarla para dar comienzo a la cultura (como en todo ritual, acabar con el caos es necesario para comenzar el ciclo histórico); es lo que la historia del ser humano debe dejar fuera como <<instintivo>>, <<salvaje>>, para precisamente construirse como historia, según su mecánica de exclusiones, así que es el comienzo absoluto, el Origen de lo cultural. Si recordamos a Lacan, lo sin-imagen es la personificación de lo Real, es paradójicamente la garantía de civilización y a la vez su polución (nocturna). Es lo aberrante, lo radicalmente extraño, amorfo, que pone en marcha esa lógica de sacrificios que debe experimentar el sujeto y la cultura para ser tales y poder seguir adelante, la lógica espectral inexorable y abstracta que determina lo que ocurre en la realidad social [vi].
Para que nos entendamos, sin la exclusión de esa imagen (que se corre a cubrir con una manta), habría canibalismo, habría caos, violencia. Pero también es la amenaza invisible que nos dice: ¡no hay realidad histórica, sólo histérica, vuestra vida es un mero simulacro, estáis representando un papel respecto al orden social, a la ley del Padre, sancionadora de todo escarceo con lo aberrante, con el Origen, con los instintos, sois quienes sois porque así os lo ha impuesto la estructura social, y yo soy la prueba de ello!
Mientras que nos esforzamos en fabricar artificialmente la imagen de lo más-allá-de-la-cultura, olvidamos que tras ella, tras su apariencia, no hay nada [vii]. Es la civilización misma, es la moraleja, la tan buscada <<personificación de la llamada de la selva>>.
[i] Todas las citas del texto se han tomado de la edición de Rafael Llopis y Francisco Torres Oliver de Los mitos de Cthulhu. Lovecraft y otros, Alianza Editorial, Madrid, 1970, pp. 65-92.
[ii] Lévi-Strauss, C.: Tristes Tropiques, 1955, traducción castellana de N. Bastard, Tristes Trópicos, Paidós Ibérica, Barcelona, 2006.
[iii] Kant, I.: Kriitik der Urteilskraft, traducción castellana de M. García Morente, Crítica del juicio, Espasa Calpe, Madrid, 2004, pp. 178-229.
[iv] Freud, S.: Triebe und Triebschicksale, 1916, traducción castellana de L. López-Ballesteros y de Torres: «Los instintos y sus destinos», en El malestar en la cultura y otros ensayos, Alianza Editorial, Madrid, 2011.
[v] <<- ¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! -oyó que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles. […] En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos>>, como se aprecia, ante lo imposible, se recurre a la fabricación fantástica de imágenes. .
[vi] Žižek, S.: Violence, 2008, traducción castellana de A. J. Antón, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Paidós Ibérica, Barcelona, 2009, p. 24.
[vii] <<Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta… hasta perder toda consistencia>>.
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