martes, 23 de enero de 2024

Patricia Highsmith / Soy un ángel, un demonio, un genio

 


Patricia Highsmith

Diarios y cuadernos

“Soy un ángel, un demonio, un genio”


Mireia G. Sanz

24 de septiembre de 2022


Patricia Highsmith (EE. UU., 1921-Suiza, 1995) recoge una cita de Tom Ford en la que afirma que el hombre que lleva un diario consigo lo hace porque teme decir lo que escribe. Podría ser este su caso: hermética, misántropa y entrevistada imposible, Highsmith se descobija completamente en sus diarios y cuadernos.

Aunque al morir no dejó instrucciones concretas acerca de qué hacer con ellos, todo apunta a que había considerarlos publicarlos: cincuenta y seis gruesos volúmenes de escritura personal –un testimonio de casi ocho mil páginas en total– aparecieron pulcramente ordenados –y por sorpresa– dentro de un armario de su domicilio. Experiencias personales, confesiones, gérmenes de relatos y reflexiones de toda índole –pero muy especialmente sobre sus dos pasiones: el amor y el trabajo–, se entretejen en Diarios y cuadernos 1941-1995, obra que debemos a la titánica labor de Anna von Planta, quien desbrozó toda la documentación personal de la autora texana para ofrecernos un libro de más de un millar de páginas cautivadoras en las que no cabe el pudor ni los escrúpulos.

Hija de dos artistas gráficos autónomos que se divorciaron antes de que ella naciera, Patricia Highsmith pasó su infancia entre Nueva York y Fort Worth, al cuidado en buena medida de sus abuelos. Tras lo que ella califica de una «adolescencia monástica», ingresa en el Barnard College de la Universidad de Columbia, donde asume un ritmo de vida frenético que nunca abandonará: al estudio de las materias, que compagina con su participación en la Liga Juvenil Comunista y eternas noches de fiesta, se le suma una ambiciosa lista de lecturas y escritos propios.

Pronto dará muestra de dos rasgos significativos de su personalidad: la laboriosidad (el 20 de enero de 1941 escribe: «Los días sin trabajo creativo son días perdidos») y la promiscuidad (su catálogo de amantes será casi infinito). Durante años se verá obligada a ganarse la vida como guionista de cómics.

Viajará con frecuencia: primero a México y luego a Europa. Una estancia en la residencia de artistas de Yaddo en Saratoga Springs le permite acabar Extraños en un tren (1950), su primera novela. En 1995 publica El talento de Mr. Ripley en 1955, primer volumen de la perturbadora saga que le dará fama mundial. Después de vivir en Inglaterra y Francia, se establece definitivamente en el cantón suizo del Ticino, donde muere en 1995. Pasa sus últimos años en compañía de un gato y los cientos de caracoles que había criado, dejando más de veinte novelas, ocho colecciones de relatos, dieciocho diarios y treinta y ocho cuadernos.
En ellos, Patricia Highsmith –Mary Patricia Plangman antes de que adoptará legalmente el apellido de su padrastro– se revela como escindida entre dos pulsiones: por un lado, una fuerza que la empuja a la diversión, a ocupaciones fuera de sí misma; y por el otro, el deseo sincero de hallar reposo. La escritura y la pintura son la piedra en la que descansa, y lo demás es desenfreno.
Las entradas de la veintena resultan un batiburrillo de lecturas, chismes, encuentros amorosos y sobre todo, propósitos desbordantes de energía y ambición. A medida que avanzamos cronológicamente, los fragmentos se vuelven más filosóficos y sombríos. Sin embargo, «Pat» siempre es la misma: permanecen en el tiempo la incansable cacería de pasiones, la disciplina prusiana, la confianza en sus propias fuerzas y la inteligencia empuntada. No pide perdón ni pretende agradar.
Como ya apuntaba las biografías de J. Schenkar o R. Bradford, el mejor personaje de Patricia Highsmith es Patricia Highsmith. Las incontables juergas, la inconstancia de sus afectos y la fútil búsqueda de un amor que la inspire de verdad provocarán un desfile constante de amantes. La escritora anota minuciosamente sus conquistas y se regodea en ellas. Muchas pertenecían a ese grupo de mujeres preeminentes que en la década de los 40 conquistaron el redil de las artes y la escena neoyorquino, como la pintora Buffie Johnson o la periodista Rosalind Constable. La lista de damnificados por la insaciabilidad de Highsmith –mayoritariamente mujeres, pero también algún hombre– es enorme. En algunos momentos, se asoma la culpa («Yo soy el diablo: indigna e imposible»), pero es muy sutil.
A través de estos fragmentos testimoniales, el lector podrá acompañar a la escritora en sus encuentros y desencuentros, en las noches etílicas en el Greenwich Village neoyorquino de los años 40 y en los reveses que recibe de la industria editorial posterior a la II Guerra Mundial –que, por ciento, es apenas advertida en las páginas Diarios y cuadernos 1941-1995. Siempre apasiona asomarse a la escritura íntima de un escritor y más si se trata de uno que nunca descansó.



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