Jo Nesbø
EL MURCIÉLAGO
2
Gap Park
—¡Pase! —atronó una voz desde el interior.
Un hombre alto y ancho con una panza destinada a impresionar permanecía junto a la ventana, detrás de un escritorio de roble. Bajo una rala melena sobresalían unas cejas grises y pobladas, pero entre las arrugas que rodeaban sus ojos asomaba una sonrisa.
—Harry Hole de Oslo, Noruega, señor.
—Siéntese, Holy. Tiene un aspecto cojonudo para estas horas de la mañana. Espero que no haya visitado a ningún agente de la unidad de estupefacientes. —Neil McCormack soltó una carcajada.
—Es el jet lag. Llevo despierto desde las cuatro de la madrugada, señor —explicó Harry.
—Por supuesto. Era una broma que solemos gastar por aquí. Tuvimos un caso de corrupción muy sonado hace un par de años, ¿sabe? Condenaron a diez policías por, entre otras cosas, traficar con drogas; se las vendían los unos a los otros. Se comenzó a sospechar de un par de ellos porque estaban extrañamente despiertos… las veinticuatro horas del día. En realidad no es para tomárselo a broma. —Se rio entre dientes satisfecho mientras se colocaba las gafas y hojeaba los documentos que tenía delante—. A usted le han mandado para ayudarnos a resolver el caso del homicidio de Inger Holter, ciudadana noruega con visado de trabajo en Australia. Una rubia guapa, a juzgar por las fotografías. Veintitrés años, ¿no?
Harry asintió con la cabeza. McCormack se puso serio.
—Fue hallada por los pescadores en Watson’s Bay, en la parte que da al océano, concretamente en Gap Park. Semidesnuda. Las marcas indicaban que antes de estrangularla la violaron, pero no había restos de semen. A continuación la trasladaron a altas horas de la noche al parque, donde arrojaron el cuerpo por el acantilado.
Hizo una mueca.
—Si las condiciones meteorológicas hubiesen sido peores, las olas seguramente la habrían arrastrado lejos. Sin embargo, el cuerpo permaneció entre las rocas hasta que fue hallado a la mañana siguiente. Como ya he mencionado, no había semen, dado que tenía la vagina seccionada como un filete de pescado y el agua del mar había lavado a esta chica a fondo. Por tanto, tampoco disponemos de huellas dactilares, aunque tenemos la hora aproximada del fallecimiento… —McCormack se quitó las gafas y se frotó el rostro—. Pero carecemos de un asesino. ¿Qué coño piensa hacer usted al respecto, señor Holy?
Harry estaba a punto de contestar cuando fue interrumpido.
—Lo que usted piensa hacer es observar con atención cómo procesamos a ese cabrón, informar a la prensa noruega sobre el excelente trabajo que llevamos a cabo juntos, asegurándose de no ofender a la embajada noruega o a la familia, y, aparte de eso, disfrutar de unas vacaciones y enviar un par de postales a su querida jefa. Por cierto, ¿cómo está?
—Muy bien, que yo sepa.
—Una mujer estupenda. Le habrá explicado lo que se espera de usted…
—Más o menos. Debo participar en la investiga…
—Estupendo. Olvídelo. Estas son las nuevas reglas. Número uno: desde este instante me hace caso a mí, y solo a mí. Número dos: no participará en nada que yo no le haya encargado. Y número tres: a la mínima que se pase de la raya le meto en el primer vuelo de vuelta a casa.
Lo dijo con una sonrisa, pero el mensaje quedó claro: no debía meterse donde no le llamaran; se encontraba allí en calidad de observador. Incluso podría haberse traído el bañador y la cámara de fotos.
—Tengo entendido que, en cierta medida, Inger Holter era famosa en la televisión noruega, ¿no?
—Relativamente famosa, señor. Fue presentadora de un programa juvenil que se emitió hace un par de años. En realidad antes de que sucediera esto casi había caído en el olvido.
—Sí, me han informado de que los periódicos de Noruega están armando mucho alboroto con este asesinato. Un par de ellos ya han mandado a gente aquí. Les hemos dado lo que tenemos, que no es mucho, claro. Por tanto, imagino que pronto se cansarán y regresarán a casa. No saben que usted está aquí, tenemos niñeras para que cuiden de ellos, así que no hace falta que usted se preocupe.
—Muchas gracias, señor —dijo Harry de corazón.
La idea de tener pegados a los talones a unos entusiastas periodistas noruegos no era tentadora en absoluto.
—De acuerdo, Holy, le seré sincero y le contaré cuál es la situación. Mi jefe me ha comunicado a las claras que los dirigentes de la ciudad de Sidney prefieren que este caso se resuelva con la mayor rapidez posible. Como siempre, se trata de política y pasta.
—¿Pasta?
—Bueno, se calcula que el paro en Sidney llegará a más del diez por ciento este año y la ciudad necesita cada centavo que le proporciona el turismo. Tenemos unas olimpiadas a la vuelta de la esquina, en 2000, y cada vez vienen más turistas de Escandinavia. Los asesinatos, especialmente los que quedan sin resolver, son una pésima publicidad para la ciudad. Así que estamos haciendo todo lo que podemos: tenemos un equipo de cuatro investigadores trabajando en el caso con acceso prioritario a los recursos de la policía: las bases de datos, el personal técnico forense, la gente de laboratorio, etcétera. McCormack sacó una hoja y se quedó mirándola con el ceño fruncido.
—En realidad usted debería trabajar con Watkins, pero ya que pidió expresamente a Kensington, no veo ningún motivo para oponerme a su deseo.
—Señor, por lo que yo sé, no he…
—Kensington es un buen hombre. No hay muchos agentes aborígenes que hayan ascendido tanto como él.
—¿No?
McCormack se encogió de hombros.
—Es lo que hay. Bueno, Holy, si necesita algo ya sabe dónde encontrarme. ¿Alguna pregunta?
—Tan solo una formalidad, señor. Quisiera saber si es correcto en este país el tratamiento de «señor» a un superior o si resulta un pelín demasiado…
—¿Formal? ¿Rígido? Supongo que sí. Pero a mí me gusta. Me recuerda que, de hecho, yo soy el jefe de este tinglado.
McCormack se rio a carcajadas y dio por concluida la reunión con un demoledor apretón de manos.
—El mes de enero es temporada alta en Australia —explicó Andrew mientras avanzaban dificultosamente entre el tráfico de los alrededores de Circular Quay—. Los turistas van a la ópera de Sidney, pasean en barco por el puerto y admiran a las chicas en Bondi Beach. Qué pena que tengas que currar.
Harry negó con la cabeza.
—Lo prefiero. De todas formas, los lugares turísticos me provocan sudores fríos.
Salieron a la New South Head Road, donde el Toyota aceleró en dirección al este y Watson’s Bay.
—La zona este de Sidney no es precisamente como la de Londres —observó Andrew mientras pasaban por delante de casas a cual más elegante—. Esta zona se llama Double Bay. Nosotros la llamamos Double Pay.
—¿Es donde residía Inger Holter?
—Vivió un tiempo con su novio en Newtown, antes de que rompieran y ella se mudara a un estudio en Glebe.
—¿Su novio?
Andrew se encogió de hombros.
—Es australiano, ingeniero informático. Se conocieron hace dos años cuando ella vino aquí de vacaciones. Tiene coartada para la noche del homicidio y no me parece que encarne el prototipo del asesino. Pero nunca se sabe, ¿no?
Aparcaron debajo de Gap Park, una de las muchas zonas verdes de Sidney. Unas empinadas escaleras de piedra conducían a aquel parque barrido por el viento situado sobre Watson’s Bay al norte y el Pacífico al este. Cuando abrieron las puertas del coche, el calor les golpeó. Andrew se puso unas gafas de sol enormes que a Harry le recordaron a un conocido rey del porno. Por alguna razón, aquel día su compañero australiano llevaba un traje muy ajustado, y a Harry ese hombretón negro le pareció cómico mientras subía contoneándose delante de él por el camino que llevaba al mirador.
Harry miró alrededor. Al oeste vio el centro de la ciudad con el puente Harbour; al norte la playa y los veleros de Watson’s Bay y, más allá, el verde Manly, un suburbio ubicado en el extremo norte del estrecho. Al este el horizonte se arqueaba formando una variada gama de tonos azules. Los peñascos se precipitaban al vacío ante ellos y abajo las olas del mar terminaban su largo viaje formando un estrepitoso crescendo entre las rocas.
Harry sintió que una gota de sudor corría entre sus omóplatos. Aquel calor le causaba escalofríos.
—Desde aquí se ve el océano Pacífico, Harry. La siguiente escala es Nueva Zelanda, que está a unas mil doscientas millas marinas de aquí —dijo Andrew, y lanzó un espeso escupitajo por el borde del acantilado. Durante un rato, los dos observaron caer el escupitajo hasta que el viento lo disolvió—. Menos mal que cuando cayó ya estaba muerta —prosiguió—. Debió de chocar con las rocas, pues cuando la encontraron había trozos de carne arrancados de su cuerpo.
—¿Cuánto tiempo llevaba muerta cuando la encontraron?
Andrew torció el gesto.
—Según el médico de la policía cuarenta y ocho horas. Pero él…
Se llevó el pulgar varias veces a la boca. Harry asintió con la cabeza. El médico de la policía era un alma sedienta.
—Y usted desconfía cuando se dan números demasiado redondos…
—La encontraron un viernes por la mañana. Por tanto, digamos que murió en algún momento de la noche del miércoles.
—¿Han encontrado alguna pista aquí?
—Como ve, los coches pueden aparcar justo aquí abajo. La zona no está iluminada por la noche, cuando permanece prácticamente desértica. No tenemos informes de testigos y, francamente, tampoco creemos que vayamos a tenerlos.
—Entonces ¿qué hacemos ahora?
—Ahora haremos lo que me ha ordenado mi jefe: iremos a un restaurante y gastaremos un poco del presupuesto destinado al ocio de la policía. Después de todo, eres el máximo representante policial noruego en un radio de dos mil kilómetros… por lo menos.
Andrew y Harry estaban sentados a una mesa cubierta por un mantel blanco. La marisquería Doyle’s se hallaba ubicada en la parte interior de Watson’s Bay. Lo único que la separaba del mar era una pequeña playa.
—Ridículamente bonito, ¿verdad? —dijo Andrew.
—Como una postal.
Ante ellos, un niño y una niña construían un castillo de arena en la playa contra un fondo de mar azul intenso, unos frondosos cerros verdes y la espléndida silueta de Sidney a lo lejos.
Harry se decidió por unas vieiras y una trucha tasmana, y Andrew por un lenguado australiano del que Harry, lógicamente, jamás había oído hablar. Andrew pidió una botella de Chardonnay Rosemount, «totalmente inapropiado para acompañar esta comida, pero es blanco, está rico y se ajusta al presupuesto». Pareció ligeramente sorprendido cuando Harry le explicó que no bebía alcohol.
—¿Eres cuáquero?
—En absoluto —dijo Harry.
Doyle’s era un antiguo restaurante familiar y tenía fama de ser uno de los mejores de Sidney, según le contó Andrew. Era temporada alta y el restaurante estaba a los topes. Harry supuso que por esa razón costaba tanto llamar la atención de los empleados.
—Aquí los camareros son como el planeta Plutón —dijo Andrew—. Orbitan en la periferia, aparecen solo cada veinte años e incluso entonces es imposible distinguirlos a simple vista.
Esas palabras no consiguieron enfurecer a Harry, que se reclinó en la silla con un suspiro de satisfacción.
—Pero se come muy bien —observó—. Lo que justifica el traje.
—Hasta cierto punto. Como ves este restaurante tampoco es muy formal. Pero para mí es mejor no ir con vaqueros y camiseta a lugares como este. He de hacer un esfuerzo debido a mi aspecto.
—¿A qué te refieres?
—Los aborígenes no tenemos mucho prestigio en este país, como ya te habrás percatado. Hace años los ingleses corrieron la voz de que los nativos tenían cierta debilidad por el alcohol y el robo.
Harry le escuchaba con atención.
—Según ellos era una cuestión genética. «Solo sirven para hacer música infernal soplando a través de unos largos trozos de madera huecos que denominan didgeridoo», escribió uno de ellos. Bueno, este país presume de haber conseguido integrar varias culturas en una sociedad cohesionada. Pero ¿cohesionada para quién? El problema, o la ventaja, según se mire, es que los nativos ya no son visibles.
»Los aborígenes están prácticamente ausentes de la vida pública en Australia, excepto del debate político que afecta a los intereses y la cultura indígenas. Los australianos se redimen colocando arte aborigen en las paredes de sus hogares. Por otro lado, los aborígenes están muy bien representados en las colas del paro, en las estadísticas sobre el suicidio y en las cárceles. Si eres aborigen, la posibilidad de acabar en prisión es veintiséis veces mayor que para cualquier otro australiano. Piénsalo, Harry Holy.
Andrew terminó el vino mientras Harry lo pensaba. Y también pensó que probablemente acababa de comerse el mejor plato de pescado de sus treinta y dos años de vida.
—Y, sin embargo, Australia no es un país más racista que cualquier otro. Somos una nación multicultural, aquí vive gente de todas las partes del mundo. Lo que significa que cuando uno va a un restaurante merece la pena llevar traje.
Harry volvió a asentir con la cabeza. No había más que decir sobre el asunto.
—Inger Holter trabajaba en un bar, ¿no?
—Pues sí. En el Albury, en Oxford Street, Paddington. Había pensado que podíamos pasarnos por allí esta noche.
—¿Por qué no vamos ahora mismo?
Harry empezaba a impacientarse con tanta pachorra.
—Porque primero vamos a saludar al casero de la chica.
Plutón apareció sin previo aviso en el cielo estrellado.
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