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EXHALACIÓN
Ted Chiang, el humanista de la deshumanización
Los cuentos de 'Exhalación' son una profunda reflexión sobre asuntos como la ética de las máquinas, el libre albedrío o la fragilidad de la memoria
18 SEP 2020 - 17:36 COT
"Nadie quiere pasarse la vida formulando preguntas y filtrando resultados”. No es cierto. Ted Chiang sí, y es lo que hace en sus cuentos, cercanos a la especulación y la conjetura, dispuesto a lanzar hipótesis y consignar los corolarios que se desprenden de las sugestivas propuestas que ofrece su mente. Al aclamado autor e informático neoyorquino le interesa abordar los conflictos éticos y etológicos que se desprenden de la relación entre el hombre y la máquina, no a la manera de los textos agoreros como el alarmista Yo, robot, de Asimov, o 2001. Una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke, y su rebelde computadora Hal, sino desde la serena óptica del científico que no pretende desarrollar un drama distópico, sino plantear su contingencia a la vez que reflexionar sobre la forma en que alteraría el orden natural de las cosas.
Su interés por el efecto que produce en el hombre la sofisticación tecnológica trae a la memoria algunos libros de J. G. Ballard, y su estilo camaleónico es capaz de parecer ensayo, reportaje, plegaria o cuento. Fluctúa en el volumen la literariedad de su literatura, de modo que algunos textos se acomodan al modo de hacer borgesiano, presentando la ficción como hija de la realidad y el ensayo, y otros eligen una imaginación más desatada. Desde luego Chiang no es prolífico —apenas una veintena de relatos en tres décadas—, pero sin duda no es banal, y por las venas de su literatura multiforme y experimental, que se nutre del hibridismo entre pensamiento y creatividad, corre mucha filosofía, y no precisamente barata. Que haya incluido en el volumen notas acerca del origen y de la composición de los relatos no hace sino subrayar el talante ensayístico de su ficción, a cuya calidad no le conviene la adscripción a género alguno.
‘El comerciante y la puerta del alquimista’ trastorna el tema clásico del viaje en el tiempo que asociamos a H. G. Wells. ‘La niñera automática, patentada por Dacey’ se disfraza de crónica periodística que plantea cómo sería posible mejorar la educación de los niños sirviéndose de las máquinas convirtiendo autómatas en pedagogos. Un nuevo Emilio, de Rousseau, con ecos del género gótico y del horror cotidiano del maestro Lovecraft, al que cita en ‘Lo que se espera de nosotros’. En ‘La verdad del hecho, la verdad del sentimiento’ se discurre acerca de la memoria, y a Funes el memorioso, de Borges, tal vez le hubiese encantado disponer de Remem, el software que permite disponer de una memoria hipermnésica y exenta de las fantasías del recuerdo o la intoxicación de lo factual por lo emocional. Una memoria artificial puede mejorar los recuerdos, pero desvirtuarnos o malograr nuestro sosiego vital, al fin y al cabo el pasado no es sino como uno lo recuerda y, como escribió Margaret Atwood en El cuento de la criada, “una gran tiniebla llena de resonancias”. Un androide confiesa en 'Exhalación' haber descubierto el delicado secreto de su existencia, entre la mecánica y la metafísica. Se esboza una civilización en el laboratorio de sus 20 páginas y sobrecoge la conciencia que esa civilización puede alcanzar a tener de su propia futura extinción. El Prisma de ‘La ansiedad es el vértigo de la libertad’ es un artilugio adictivo que permite relativizar las decisiones del individuo devaluando su alcance moral. ‘Lo que se espera de nosotros’, escrito con la precisión de un silogismo, se vale de la invención de otro nocivo gadget, el Pronostic, para jugar a desmentir la existencia del libre albedrío. Chiang ha querido darle al texto la forma de un aviso a navegantes que no desperdicia la ocasión de contribuir a la crítica de nuestra civilización: “Finjan que tienen libre albedrío. Es esencial que se comporten como si sus decisiones contaran. Ahora la civilización depende del autoengaño”.
También ‘Ónfalo’ es toda una cosmogonía a la vez que una disquisición sobre el creacionismo y el modo en que ciencia y religión están condenadas a convivir, se ocupa del libre albedrío, “cuando tomamos una decisión provocamos un resultado que no puede reducirse al funcionamiento de las leyes de la física. Cada acto de volición es, como la creación del universo, una causa primera (…) La ciencia no es la búsqueda de la verdad. Es la búsqueda de un propósito”. En ‘El gran silencio’, donde las ideas vuelven a pesar más que las tramas, el interés por el contacto humano con inteligencia alienígena entronca con Solaris, de Stanislaw Lem, pero Chiang desafía la tradición y sustituye el cosmos por un papagayo. ‘El ciclo de vida de los elementos de software’ se inventa una mascota digital, el Digiente, para debatir si es preciso instituir un código ético para lidiar con la inteligencia artificial.
En una órbita distinta de la envergadura de proyectos como el de la serie Canopus en Argos, de Doris Lessing, o del Ciclo de Hainish, de Ursula K. Le Guin, los relatos de Chiang resultan tentativas de construcción de textos mayores que no es preciso concebir, brillantes ejercicios de ficción especulativa alrededor de la tecnología como inductora de un pensamiento crítico acerca de cómo los seres humanos reaccionamos ante nuestras propias conquistas, la tecnología que nos cuestiona y nos reinventa mientras tratamos de no olvidar “la maravilla que constituye la existencia”. El humanista de la deshumanización.
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