Elvira Lindo |
Elvira Lindo regresa a su infancia a orillas del pantano de El Atazar
El poblado está, efectivamente, desierto, pero también cuidado. Alguien vela por que la vegetación no lo devore todo. Hay que imaginarlo aislado: senderos en lugar de carreteras. En uno de los collados, una cruz anuncia la iglesia. A su lado, en la escuela, una única aula sentaba juntos a críos de todas las edades. “Los mayores de 10 tenían que irse a internados. El resto convivíamos pegados con cierta prudencia porque llevarnos bien era necesario viviendo en la cumbre”.
La escritora posa junto a la valla que hizo construir su padre para que no se despeñaran rodando por el precipicio que termina en el pantano. Vivía en la casa que queda junto al abismo. Era salir y mirar al infinito. En ese paraje escarpado es fácil imaginarla como una Heidi manchega. “Ay, sí, la familia Ocaña me llamaba Heidi”.
Lindo corría entre las cabras, aunque la cabrera era otra, María, una muchacha despierta, muy poco mayor que ella, que les hacía de asistenta. La escritora recuerda cómo su padre negoció con el de la joven para emplearla: “Se hacía así. Puede parecer atroz, pero también la sacó de una realidad horrible”.
—¿La ha vuelto a ver?
—No. Mi padre nunca perdió el contacto. Creo que se casó con un carnicero. Tal vez era pescadero.
El padre de Elvira empleó a María. Luego se preocupó por ella toda la vida. “Esa mano / a veces protectora / a veces cruel / tan amada siempre por mí”, escribe Lindo. Entre esos extremos se movía Manuel Lindo, un hombre convertido en personaje de novela con una vida tan singular y un carácter tan indómito que uno siente fascinación, miedo, ternura y curiosidad al instante de saber de él. Carismático, ciclotímico y capaz de vender su alma al diablo por un poco de amor, el gran protagonista de la nueva novela de Elvira Lindo —A corazón abierto (Seix Barral), que llega estos días a las librerías— es ese tipo de persona que convierte en secundarios a cuantos lo rodean. Elvira era uno de esos secundarios.
Descrito como “un bicho, merecedor de las bofetadas que le propinaba mi abuela”, el padre de Lindo venía de la calle. “¿Cómo va a empatizar con el dolor de los demás alguien a quien no se le ha permitido mostrarlo?”. Fumaba dentro del coche, hacía esperar a toda la familia cuando se le ocurría parar a pescar, coqueteaba con las amigas de su hija e invadía la mente de sus vástagos con eternas peroratas. Manuel Lindo había sido expulsado de su casa. Con nueve años llegó desde Málaga hasta la plaza del Campillo del Mundo Nuevo en el Rastro de Madrid para pedirle cobijo a una tía enfermera, “la Bestia”. Corría 1939 y Madrid estaba derrotada, poblada por el hambre, los tullidos y la desesperanza.
La madre de Manuel regentó en Málaga una casa de huéspedes y se hizo rica, pero murió sin nevera. Fue avispada para todo menos para detectar el engaño de Fernando, el homosexual con el que se acostaba y que acabaría arruinándola. Fue ella quien, por falta de medios, echó al padre de Elvira de casa. Lo hizo porque era el hijo más espabilado.
El poblado de El Atazar es como una aparición en una cima de Somosierra. Hay una docena de casas blancas en torno a una plaza, bancos para observar el panorama y dos piscinas: “La de los hijos de los obreros y la de los ingenieros”. Lindo cuenta que su padre protestó porque separaran a los niños. Como resultado, ella se bañó con los hijos de los obreros. Pero eso no lo recoge en la novela: “No quería hacer una hagiografía”. Al contrario que su progenitor, su madre, Antonia, fue un personaje casi etéreo que se desahogó del desamor de su marido con sus dos hijas. “Siempre lo puso a él por delante de nosotros cuatro”. Esa lección tan políticamente incorrecta sobre la fuerza obsesiva del amor está presente en el libro. También las contradicciones de una amorosa madre de cuatro hijos capaz de irse de casa. Aunque luego volviera.
—Desde que acabé el libro, echo de menos a su padre.
—Fíjate. No quería idealizarlos. Quería rescatarlos con los conflictos que me provocaban. Tenía la sensación de que el perdón, la compasión y hasta la comprensión son sentimientos que debes tener hacia las personas que te han criado. Tus padres no viven solo en función de la relación que tienen contigo. Tienen su mundo.
Lo que su padre sentía por su madre lo supo Elvira Lindo gracias a la mujer con la que se casó cuando enviudó. “Una persona muy generosa. Igual a mí no me hubiera gustado escuchar a mi marido hablar de los hermosos pechos de su primera mujer, pero mi padre lo soltaba con naturalidad”.
—Parece ser que lo soltaba todo: lo bueno y lo malo.
—Tenía público: amigos en las barras de todos los bares.
Lindo cree que su propia personalidad quedó aferrada a la infancia porque su madre no quería que creciera. Estaba enferma. Y la escritora tuvo que cuidarla y distraerla. Eso le exigía seguir siendo niña. Hoy piensa que cuidar es entender. Un recurso femenino de la época era no poder hacer nada a las claras, pero intentarlo por corrientes subterráneas. “Mi padre podía imponer su voluntad. Mi madre buscaba nuestra complicidad: ponía a las niñas de su parte”, explica.
—Hoy un psicólogo afearía esa manipulación.
Vivía en la casa que queda junto al abismo. Era salir y mirar al infinito. Aquí es fácil imaginarla como una Heidi manchega
—Pero igual sin esa posibilidad mi madre no hubiera sobrevivido. Si miramos los años setenta desde un punto de vista feminista, tratamos de que los personajes actúen según los condicionamientos del presente, y eso no fue así: ellos tenían los suyos. Nuestros hijos tendrán otros. Creo que mi madre hubiera cambiado con el tiempo. Pero no hubiera sido fácil: no tenía dinero propio. Y sin dinero propio no se puede ser casi nada. Todo esto lo he visto con la edad. Los años cambian el punto de vista.
A Lindo le ha costado escribir sobre sus padres hasta que decidió que “o lo hacía como una bomba o no tenía sentido”. “Quería darles dimensión de personajes de novela. Desde pequeña me parecieron distintos a los demás. A veces presumíamos de esa diferencia. Otras nos alarmaba: qué va a decir papá, a qué hora va a llegar. Mi padre tenía magnetismo entre los primos y los amigos. Era un poco Hamelin, pero también era impredecible”.
Contradictorio y extremo, el padre era lo mejor y lo peor: difícilmente sabía contener su temperamento. Podía parar el coche y pegarles un bofetón a los cuatro hermanos. “Pero al final de su vida, fuimos descubriendo la cantidad de amigos que tenía en todos los lugares donde habíamos vivido. Creo que sus hijos lo poníamos nervioso. Temía que hiciéramos algo que le complicara la vida. También temía perdernos. Y nos trasladaba ese miedo. Era algo obsesivo que venía de un trauma. Su identidad éramos nosotros. Y nosotros éramos suyos, otra cosa de la época”.
Ese padre carismático y despótico que no tiene valor para entrar en la casa cuando su mujer ha muerto. Por su parte la madre, en su vida nómada detrás de los empleos de su marido, traslada muebles en un intento de hacer de su casa cambiante un lugar fijo, “una patria” escribe Lindo. La propia escritora cree que también ella era una niña distinta en cada destino. En Madrid, más allá de la M-30, terminó siendo una chica de barrio. En Mallorca, en el colegio Sagrado Corazón, fue medio pija. “En eso creo que me parezco a mi padre: encuentro cosas que me gustan en todas partes”.
Vivieron en Cádiz, Tarragona, Palma o Buitrago, además de en el poblado. Aquí llegó con cinco años. “El padre de una amiga murió en la obra. Y el mío consiguió que la viuda, Virtudes, y sus seis hijas se quedaran. La menor terminó de secretaria de mi padre. Y hace poco Virtudes cumplió 80 años y la trajeron de vuelta al poblado. Mis amigas de entonces viven en Madrid. Como niños del pantano mantenemos la relación”.
La escritora ha sido luego bastante nómada en su vida adulta. Ha vivido con su marido, Antonio Muñoz Molina, en Lisboa, y 10 años en Nueva York. “Regresamos porque se me había acabado la experiencia. No era mi sitio: quería volver a un lugar más amable. No necesito la soledad esa de la que hablan para escribir”. Admite que su asombro y su frescura, esa manera de ser expansiva y cómica, es una herencia de un padre que hizo de la amabilidad de los compañeros de barra su morada. “Como me reprimo lo que no me gusta, soy más analítica y menos salvaje que él, pero el impulso está dentro de mí: ante algo injusto reaccionaría como él, con fiereza”.
La autora de Manolito Gafotas explica que se decidió a escribir sobre su infancia porque cuando contaba cosas de su padre la gente se callaba. “Yo misma había pasado por eso. Escuchándolo a veces pensaba que se inventaba las cosas. Una vez llegó a casa diciendo que en Moratalaz estaba Enzensberger. ‘Ha debido venir con su mayordomo…’, me dijo. Y yo le respondía: ‘Ya, y está en Moratalaz…’. Pero luego mi hijo me contó que lo había visto en el metro. ¡Era verdad!”, recuerda Lindo.
Ese padre que leía —llegó a estudiar Derecho en la UNED— y hablaba sin cesar, ese niño que disfrazó de aventura la supervivencia durante la posguerra murió en 2015. Fue entonces cuando Elvira regresó al pantano. Junto a la presa, una placa conmemora el día de 1972 en que el Generalísimo la inauguró. Luego Lindo se afiliaría, con 15 años, al Partido Comunista —“con 58 años me queda mucho más de la niña que de la comunista, aunque mantengo un radicalismo enfocado a la igualdad, el feminismo y la ecología, las ideologías absolutas ya no me van”—.
El comunismo llegó en otro de los escenarios de la infancia: el extrarradio madrileño. Pero antes la escritora pasó por Mallorca y logró tener acento mallorquín. En A corazón abierto escribe de aquella época: “Me gusta más esto que la Península. No lo digo por peloteo a mis padres, sino porque es la verdad máxima. Mi padre nos lleva a la playa todos los fines de semana. Yo vomito varias veces por el camino, pero compensa”. No lo vivió igual su madre. “A veces quiere estar triste, pero mi padre no la deja”. Fue en Mallorca donde se aceleró su enfermedad. “Se dejó morir”. Lindo lo cree porque la acompañó a la última visita al doctor Rábago, otro de los personajes de la novela. Antonia vivió una de las primeras operaciones a corazón abierto realizadas en España. La novelista llama a la cicatriz “el ciempiés”. Y relata la depresión que suele acompañar de por vida a estos pacientes. “Tampoco ayudó que la relación entre mis padres se fuera deteriorando”. “Cualquier infancia es difícil”, zanja hoy. “A mis padres los he querido mucho. Los quiero. Pero solo llegas a verlos como personas cuando ya no están”.
La mudanza y el cambio continuo generaron en Lindo algunos líos mentales. “Mis padres no eran religiosos. Pero la empresa pagaba la escuela y la idea de una buena educación pasaba entonces por las católicas”. Era alumna de un colegio del Opus cuando se afilió al PCE. Les pidió a sus padres que la cambiaran a un centro público y la matricularon en un instituto para niñas. “Ya ves, las niñas eran tremendas…”. Una de sus amigas, la estilosa Amanda, se echó un novio negro (“subían el nivel del barrio”).
Al padre de Lindo le gustaba Javier Marías. Lo consideraba mucho más tolerante que ella porque él mismo era un fumador empedernido. Junto a las fotocopias de los artículos de su hija, también cargaba con alguno de Marías. Los llevaba en una bolsa de plástico y los repartía entre sus amigos. A pesar de eso, Lindo insiste en que lo que ha escrito es una novela: “Hay cosas, como su llegada con nueve años a Madrid, que he tenido que reconstruir. Los adopté como personajes y busqué en su vida para desenmarañar una novela”.
El padre de Lindo contaba su infancia como una aventura. “No daba detalles. Y no se quejaba. Era un superviviente con una gran facilidad para portarse mal”. Por eso solo con el paso de los años comprendieron lo mal que lo pudo pasar. Tenía tantas ansias de vivir que no decía que no a nada. “Cuando envejeció fue porque dejó de tener aficiones. Lo hizo de repente: los hombres arrolladores envejecen más rápidamente”.
“Mis padres me parecieron distintos a los demás. A veces presumíamos de esa diferencia. Otras nos alarmaba”
Con los padres sucede que estamos hartos de escuchar las historias que nos repiten en casi cada comida. “Uno se cierra para poder tener su propia vida,” apunta Lindo. “La última verdad es que lo quise a pesar de su comportamiento extravagante y egoísta. Necesitaba que el lector experimentara eso: que a las personas no las queremos por su buen comportamiento, a veces las queremos a pesar de su mal comportamiento”.
Elvira, por su parte, fue una niña espía. Hoy su conducta también sería considerada éticamente reprobable. “Sin duda. Abría las cartas de mi hermana. Espiaba a mis padres. Escuchaba y luego contaba. Me tenían miedo. En El Atazar los metí en algún lío. Me gustaba llamar la atención”. Como su padre, también fue una niña más de calle que de libros. Fue su padre quien le enseñó a desobedecer; sin embargo, su actitud ante el mundo no era de liderazgo, sino de observación. Eso es esta novela: la evocación de una infancia atípica y a la vez corriente con muchos momentos de incomprensión.
Uno se queda donde tiene recuerdos. Hoy Elvira Lindo tiene el corazón dividido en sitios. “Aprendí a dejar parte de mí en cada lugar”. Ha perdido la vergüenza por su físico —se veía bajita y con los ojos caídos—: “Ahora me los pinto. Una logra sacar su atractivo y pasar más de todo”. Asegura que no ha tenido dificultades para tener novios. También que lleva toda la vida hablando con su madre desde que no está. Con esta novela ha aprendido a mirar a su padre. Por eso defiende que no cree en Dios, pero sí en sus recuerdos.
EL PAÍS
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