viernes, 4 de diciembre de 2020

Jo Nesbø / El murcélago III / Un demonio de Tasmania




Jo Nesbø
EL MURCIÉLAGO
3
Un demonio de Tasmania


    Glebe Point Road resultó ser una calle agradable, aunque no muy concurrida, donde abundaban los restaurantes pequeños y sencillos, en su mayoría de cocina étnica procedente de diferentes partes del mundo.
    —Este era el barrio bohemio de Sidney —contó Andrew—. Yo vivía aquí cuando era estudiante en los años setenta. Todavía encuentras los típicos restaurantes vegetarianos para gente obsesionada con el medio ambiente y el estilo de vida alternativo, librerías para bolleras y cosas así. Sin embargo, han desaparecido los viejos hippies y los drogatas. Cuando Glebe se puso de moda, subieron los alquileres, y dudo que ahora pudiera vivir aquí, ni siquiera con mi sueldo de policía.


    Giraron a la derecha, por Hereford Street, y cruzaron la verja del número 54. Un animalito negro y peludo se acercó a ellos gruñendo y mostrando una fila de dientes finos y afilados. El pequeño monstruo parecía muy cabreado y se asemejaba mucho al demonio de Tasmania del folleto turístico. En este se leía que era un animal muy agresivo y que, en general, resultaba incómodo tenerlo colgando de la garganta. La especie estaba prácticamente extinguida, algo que Harry esperaba que fuera cierto. En el momento en que ese espécimen se disponía a saltar sobre él con las fauces bien abiertas, Andrew levantó la pierna y le dio una patada al animal, que salió disparado hacia los arbustos que crecían junto a la valla gañendo ruidosamente.
    Mientras subían por la escalera, un hombre barrigón, que parecía recién levantado, les lanzó una mirada avinagrada desde la puerta.
    —¿Qué le ha pasado al perro?
    —Está admirando los rosales —informó Andrew con una sonrisa—. Somos de la policía, de la unidad de homicidios. ¿El señor Robertson?
    —Sí, sí. ¿Qué quieren esta vez? Ya les dije que les había dicho todo lo que sé.
    —Y ahora nos ha dicho que nos dijo que ya nos había dicho… —Se hizo un largo silencio durante el cual Andrew continuó sonriendo y Harry cambió el peso de pierna—. Mis disculpas, señor Robertson, no pretendemos cautivarle con nuestros encantos, pero este es el hermano de Inger Holter y le gustaría ver su cuarto, si no es mucha molestia.
    La actitud de Robertson cambió radicalmente.
    —Lo siento, yo no sabía… ¡Pasen! —Abrió la puerta y empezó a subir las escaleras delante de ellos—. Bueno. De hecho yo ni siquiera sabía que Inger tenía un hermano. Pero ahora que lo dice, veo el parecido familiar.
    Detrás de él, Harry se volvió hacia Andrew y puso los ojos en blanco.
    —Inger era una chica maravillosa, una inquilina ejemplar, y, de hecho, un motivo de orgullo para la casa… y probablemente incluso para toda la vecindad.
    Olía a cerveza y ya arrastraba un poco las palabras.
    No habían intentado recoger el cuarto de Inger. Se veían prendas de ropa, revistas, ceniceros llenos de colillas y botellas de vino vacías por todas partes.
    —Esto… la policía me pidió que de momento no tocara nada.
    —Nos hacemos cargo.
    —Una noche no volvió a casa. Así de simple. Como si se la hubiera tragado la tierra.
    —Gracias, señor Robertson, ya hemos leído su testimonio.
    —Le dije que no fuera por Bridge Road y el mercado de pescado cuando volvía por las noches. Está oscuro, y hay muchos negros y chinos.
—Le lanzó una mirada horrorizada a Andrew Kensington—: Lo siento, no era mi intención…

    —Está bien. Se puede ir, señor Robertson.
    Robertson bajó lentamente por las escaleras y a continuación les llegó un tintineo de botellas de la cocina.
    La habitación tenía una cama, algunas librerías y un escritorio. Harry miró a su alrededor e intentó hacerse una idea sobre Inger Holter. Victimología: el arte de ponerse en la situación de la víctima. Apenas recordaba a aquella chica picaruela de la televisión, con su bienintencionado compromiso juvenil y su mirada azul e inocente.
    Sin duda, no era una mujer casera. No había cuadros en las paredes, tan solo un cartel de Braveheart, de Mel Gibson, que Harry solo recordaba porque por algún motivo incomprensible se había llevado el Oscar a la mejor película. Inger tenía mal gusto, pensó, al menos en cuanto a películas. Y en cuanto a hombres. Harry estaba entre los que se sintieron personalmente traicionados cuando Mad Max se convirtió en estrella de Hollywood.
    Una fotografía mostraba a Inger sentada en un banco delante de unas casas de colores estilo occidental y con una panda de jóvenes barbudos y de pelo largo. Ella llevaba un amplio vestido morado. El rubio y lacio cabello le caía a ambos lados de su rostro serio y pálido. El joven al que cogía de la mano tenía un bebé en el regazo.
    En la estantería había un paquete de tabaco de liar, algunos libros sobre astrología y una máscara de madera tallada rudamente cuya larga nariz se curvaba hacia abajo como un pico. Harry giró la máscara. «Made in Papua New Guinea», ponía en la etiqueta del precio.
    Las prendas que no estaban sobre la cama o el suelo se encontraban en un pequeño guardarropa. No había muchas. Unas cuantas camisas de algodón, un abrigo desgastado y un enorme sombrero de paja encima del estante.
    Andrew sacó un paquete de papel de fumar del cajón del escritorio.
    —King Size Smoking Slim. Se liaba unos cigarrillos bastante grandes.
    —¿Encontrasteis drogas? —preguntó Harry.
    Andrew negó con la cabeza y apuntó al papel de fumar.
    —Pero si hubiéramos aspirado los ceniceros, imagino que hubiéramos encontrado restos de hachís.
    —¿Y por qué no se hizo? ¿No ha pasado por aquí la unidad de atestados?
    —Para empezar, no tenemos ningún motivo que nos haga pensar que esta es la escena del crimen. Por otro lado, el consumo de marihuana no es inusual. Aquí en Nueva Gales del Sur tenemos una actitud mucho más pragmática en relación con la marihuana que los demás estados federales de Australia. No es que descarte que el homicidio pueda estar relacionado con las drogas, pero en este contexto algún porro que otro es irrelevante. No podemos saber a ciencia cierta si ella consumía otras sustancias. En el Albury circula un poco de coca y algunas drogas de diseño, pero las personas a las que preguntamos no mencionaron nada al respecto y tampoco se encontraron rastros de droga en los análisis de sangre. De todos modos, no consumía drogas duras. El cuerpo no mostraba ninguna marca de aguja y tenemos bastante controlados a los drogadictos más recalcitrantes.
    Harry le miró. Andrew carraspeó.
    —Al menos esa es la versión oficial. Por cierto, aquí tengo una cosa con la que se supone que usted podría ayudarnos.
    Era una carta en noruego. Comenzaba diciendo «Querida Elisabeth» y era evidente que no había sido finalizada. Harry la leyó por encima.
Sí, estoy bien, y lo que es aún más importante: ¡estoy enamorada! Por supuesto es guapo como un dios griego; tiene el cabello castaño, largo y rizado, un culito respingón y una mirada que te dice lo que ya te ha susurrado al oído: que te quiere poseer ya, en este mismo instante, detrás de la esquina más cercana, en el baño, en la mesa, donde sea. Se llama Evans, tiene treinta y dos años y (sorpresa, sorpresa) ha estado casado y tiene un hijo precioso de un año y medio que se llama Tom-Tom. Actualmente no tiene trabajo, pero hace algunas cosas por su cuenta.
    De acuerdo, ya sé que hueles problemas y te prometo no dejarme hundir. Al menos no de momento.
    Eso es todo sobre Evans. Sigo trabajando en el Albury. «Mr. Bean» ha dejado de invitarme a salir desde que Evans se pasó por el bar una noche, y eso al menos es un progreso. Sin embargo, me sigue dirigiendo esa mirada babosa. ¡Qué ascoooo! La verdad es que estoy empezando a cansarme de este trabajo, pero he de aguantar hasta que me renueven el permiso de residencia. He hablado con la NRK y están preparando una nueva temporada de la serie para el próximo otoño y si quiero podré reincorporarme. ¡Decisiones, decisiones!
    Así acababa la carta.

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