viernes, 4 de diciembre de 2020

Jo Nesbø /El murciélago I / Sidney

 




Jo Nesbø

EL MURCIÉLAGO

I

Sidney


    Algo iba mal.
   Al principio la mujer del control de pasaportes había preguntado con una amplia sonrisa:
    —¿Cómo está, colega?
    —Bien —le había mentido Harry Hole.


    Hacía más de treinta horas que había salido de Oslo vía Londres, y desde el trasbordo en Baréin había permanecido en el mismo maldito asiento junto a la salida de emergencia. Por razones de seguridad apenas podía inclinarse hacia atrás, así que al llegar a Singapur tenía las lumbares hechas polvo.
    Ahora la mujer apostada tras el mostrador no sonreía.
    Había examinado su pasaporte con notorio interés. No era fácil saber si el motivo de su buen humor inicial era la fotografía o su nombre.
    —¿Negocios?
    Harry Hole suponía que en la mayoría de los lugares del mundo los funcionarios de pasaportes habrían añadido un «señor», pero, según había leído, ese tipo de fórmulas de cortesía no estaban muy extendidas en Australia. Tampoco le importó mucho. Harry no estaba demasiado acostumbrado a viajar al extranjero, ni era un esnob. Tan solo deseaba una habitación de hotel y una cama cuanto antes.
    —Sí —contestó mientras repiqueteaba los dedos contra el mostrador.
    Y en aquel instante la mujer frunció los labios, puso mala cara y dijo con voz estridente:
    —¿Por qué no tiene visado en su pasaporte, señor?
    El corazón le dio un vuelco, como hacía indefectiblemente cada vez que percibía que se aproximaba una catástrofe. ¿Quizá solo empleaban «señor» cuando la situación se ponía fea?
    —Perdón, me olvidé —murmuró Harry mientras buscaba de modo febril en sus bolsillos interiores.
    ¿Por qué no habían grapado el visado especial al pasaporte al igual que hacen con los visados normales? De la cola detrás de él le llegó el débil zumbido de un walkman y no dudó de que se trataba de su compañero de asiento en el avión. Llevaba escuchando el mismo casete durante todo el viaje. ¿Y por qué narices nunca recordaba en qué bolsillo había metido las cosas? Encima hacía calor, aunque ya casi eran las diez de la noche. Harry notó que empezaba a picarle el cuero cabelludo.
    Finalmente encontró el documento y, aliviado, lo puso sobre el mostrador.
    —¿Es usted policía?
    La funcionaria de pasaportes alzó la mirada del visado especial y le examinó detenidamente. Ya no tenía los labios fruncidos.
    —Espero que no hayan asesinado a algunas noruegas rubias…
    Se rio entre dientes y estampó el sello sobre el visado especial.
    —Bueno, solo a una —respondió Harry Hole.
    La zona de llegadas estaba repleta de representantes de turoperadores y chóferes de limusina que portaban carteles con nombres, pero en ninguno de ellos ponía Hole. Este se disponía a coger un taxi cuando un hombre de pelo negro y rizado y una nariz extraordinariamente ancha, que vestía vaqueros azul celeste y una camisa hawaiana, se abrió camino entre los carteles dando zancadas en dirección a él.
    —¡El señor Holy, supongo! —afirmó de modo triunfal.
    Harry Hole reflexionó un instante. Había decidido emplear el inicio de su estancia en Australia en corregir la pronunciación de su apellido y evitar ser relacionado con un hole, «agujero» Mr. Holy, señor Santo, quedaba mucho mejor.
    —Andrew Kensington, ¿cómo está? —preguntó el hombre con una sonrisa a la vez que extendía una enorme mano.
    Fue como si hubiese metido la mano en un exprimidor.
    —Bienvenido a Sidney. Espero que haya disfrutado del vuelo —dijo el extraño con evidente sinceridad, como si se tratara del eco de las palabras que la azafata había pronunciado tan solo veinte minutos antes.
    Agarró la maltrecha maleta de Hole y se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Harry le siguió pisándole los talones.
    —¿Trabajas para la policía de Sidney? —comenzó a decir.
    —Claro, colega. ¡Cuidado!
    La puerta giratoria golpeó a Harry en la cara, en plena napia, y le saltaron las lágrimas. Una mala astracanada no habría empezado peor. Se frotó la nariz y se puso a decir palabrotas en noruego. Kensington le dirigió una mirada compasiva.
    —Malditas puertas, ¿eh? —dijo él.
    Harry no contestó. No sabía cómo se respondía a esa clase de comentarios en Australia.
    En el aparcamiento, Kensington abrió el maletero de un Toyota pequeño y muy usado y metió la maleta en él.
    —¿Quiere usted conducir, amigo? —le preguntó sorprendido.
    Harry advirtió que se había acomodado en el asiento del conductor. ¡Qué fastidio…! Había olvidado que en Australia se circulaba por la izquierda. No obstante, el asiento del copiloto estaba tan lleno de papeles, cintas y porquería que Harry se sentó detrás.
    —Usted debe de ser aborigen —dijo en cuanto tomaron la autopista.
    —Veo que no hay quien le engañe, agente —repuso Kensington mirando por el retrovisor.
    —En Noruega les llamamos negros australianos.
    Kensington mantenía fija la mirada en el retrovisor.
    —¿En serio?
    Harry empezó a sentirse incómodo.
    —Esto… solo quiero decir que, obviamente, sus antepasados no pertenecieron a los reclusos que Inglaterra envió aquí hace doscientos años —explicó Harry para demostrar que poseía unos mínimos conocimientos de la historia del país.
    —Es verdad, Holy, mis antepasados llegaron algo antes. Hace cuarenta mil años, para ser exactos.
    Kensington le sonrió por el retrovisor. Harry se prometió mantener la boca cerrada un buen rato.
    —Entiendo. Llámeme Harry.
    —De acuerdo, Harry. Yo soy Andrew.
    Durante el resto del trayecto, Andrew se hizo cargo de la conversación. Condujo a Harry a King’s Cross sin parar de hablar por el camino: ese era el centro de la prostitución y del tráfico de drogas y, en general, de todas las actividades clandestinas de la ciudad. Uno de cada dos escándalos parecían guardar relación con algún hotel o antro de striptease dentro de ese kilómetro cuadrado.
    —Ya hemos llegado —dijo Andrew de repente.
    Se detuvo junto al bordillo, bajó del coche y sacó el equipaje de Harry del maletero.

    —Hasta mañana —dijo Andrew, y en un abrir y cerrar de ojos tanto él como el vehículo se esfumaron.
    Con la espalda dolorida y los primeros síntomas del jet lag asomando, Harry y su maleta se encontraron solos en la acera de una ciudad cuyo número de habitantes casi equivalía a la población entera de Noruega y ante el ostentoso Crescent Hotel. Junto a la placa de la puerta había tres estrellas. El jefe de policía de Oslo no tenía fama de generoso en lo que se refería al alojamiento de sus empleados. Sin embargo, esta vez quizá no resultaría tan mal. A los funcionarios debían de hacerles descuentos, y seguramente le darían la habitación más pequeña del hotel, pensó Harry.

   Y así fue.


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