Los 50 mejores libros de 2020Almudena Grandes
LA MADRE DE FRANKENSTEIN Curar a los malos españoles
En ‘La madre de Frankenstein’, nueva novela del ciclo dedicado a la posguerra, Almudena Grandes se adentra en el oscuro universo de la psiquiatría franquista
7 de febrero de 2020
Cada nueva novela del ciclo Episodios de una Guerra Interminable, de Almudena Grandes, suscita la misma reflexión. En este país de libertades y democracia consolidada, a pesar de los pesares de muchos que no quisieran que fuera así y de otros muchos que lo niegan, la transición política de la dictadura a la democracia dejó algunos flecos que ahora no viene a cuento desmenuzar. Aunque sí vendría a cuento nombrar uno que se impuso como una suerte de damnatio memoriae (olvido por decreto) respecto a nuestra memoria histórica. El franquismo, en toda su extensión represora y vengativa —en toda su podredumbre superestructural—, no ha aflorado como debió hacerlo. Como lo hizo, por ejemplo, el nazismo en Alemania, tan trabado, por cierto, con el franquismo (la misma Grandes lo contó en su novela anterior, Los pacientes del doctor García). Hubo que esperar hasta no hace muchos años para que comenzara a repararse la profunda herida social y moral que dejó la siniestra dictadura de Francisco Franco.
Cada novela de este ciclo galdosiano es un recordatorio de la amnesia histórica que todavía sufre España respecto al franquismo. Como cada título de la serie, La madre de Frankenstein lleva un subtítulo programático. En este caso: “Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira en el apogeo de la España nacionalcatólica. Manicomio de mujeres de Ciempozuelos, Madrid, 1954-1956”. Sin olvidarse del argumento de la novela, hay que destacar lo verdaderamente sustancial: su andamiaje formal, la confluencia de recursos retóricos que hacen de ella lo que es: una cascada de soberbia ficción y de palpitante verosimilitud, la ausencia de fisuras. Que esto ocurra justo cuando se cumple el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós, al que tanto debe este ciclo novelesco (sin dependencias, salvo en el respeto que pone Almudena Grandes en observar narrativamente el mismo cuidado y escrupulosidad formal que puso el escritor canario al servicio de su tiempo histórico), es algo más que una casualidad (o causalidad, da lo mismo), es el resultado de un empeño narrativo de fuste.
Hay una frase de Las tres bodas de Manolita que serviría como clave tonal para entender el fundamento genuinamente lírico de todo este ciclo y, a la vez, el fundamento moral sobre los cuales se asienta: “Como los recuerdos dolían, no recordaban. Como las lágrimas herían, no lloraban. Como los sentimientos debilitaban, no sentían”. Los términos de la forma, contenido y sentido, reunidos como en una ecuación directriz.
En esta clave el lector accederá a la información histórica que Grandes le proporciona. Así tenemos en primer lugar el triángulo formado por sus tres protagonistas narradores: el doctor Germán Velázquez Martín, la auxiliar de enfermería María Castejón Pomeda y Aurora Rodríguez Carballeira. A estos se les suma un elenco de nada menos que 117 personajes, de los cuales 7 son reales, empezando por Aurora Rodríguez Carballeira, madre y parricida de la célebre Hildegart Rodríguez, y acabando por los siniestros Antonio Vallejo-Nájera y Juan José López Ibor. Por otra parte, en ningún momento nuestra autora esconde la referencia galdosiana a Fortunata y Jacinta, con su centenar de personajes, sus tres soportes narrativos en las figuras de Fortunata, Jacinta y Juanito Santa Cruz.
Como Galdós y Balzac, Almudena Grandes también rescata personajes de otras novelas del ciclo de la Guerra Interminable. En la novela tampoco faltan otras referencias, como la lectura por parte de la auxiliar enfermera de Los miserables, de Victor Hugo. Así transitamos por los manicomios de mujeres en Madrid, por la Suiza neutral en la II Guerra Mundial; por las intromisiones de las autoridades sanitarias franquistas, controladas por los citados López Ibor (que sometía a los homosexuales a sesiones de electrochoques para “curar esa enfermedad”) y Vallejo-Nájera (que creía que la ciencia podía extirpar “el gen de la degeneración roja”), en el tratamiento de las dolencias psíquicas; por el robo de niños, hijos de republicanos, para entregarlos a familias nacionalcatólicas (algo que decenios más tarde practicó también la dictadura argentina entre 1976 y 1981); y por la tristeza, por la impotencia, pero también por los instantes de amor pleno, de bondad infinita en medio de la impiedad y aquella zozobra diaria.
En tiempo histórico, la novela transcurre entre 1954 y 1956. En tiempo mental, la novela retrocede a la Guerra Civil y avanza hasta 1979, año en que uno de los narradores, el psiquiatra, publica un libro que se titula La madre de Frankenstein, sin saber a ciencia exacta si es la que leemos o solo una memoria clínica sobre el tratamiento que se dio a los enfermos mentales durante el franquismo.
Las tres narraciones lo son en primera persona. Pero a veces esos relatos parecen monólogos interiores destinados a sí mismos. Los diálogos son impecables, la ironía y el humor incisivos no faltan entre tanta ignominia. Hay un sentido absoluto de la velocidad y la pausa narrativas. No quiero terminar esta reseña sin mencionar un trámite de la novela que me llevó casi milagrosamente hasta el monólogo interior con que finaliza Ulises, de James Joyce. Es un recuerdo que aflora en la memoria sentimental de María Castejón: “Dime que sí, me pidió, y se lo dije, sí”. Espero haber transmitido el inmenso placer literario que me procuró esta luminosa novela.
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