Una literatura sin verdugos
La posible salida en libertad del protagonista de 'El adversario' propicia una revisión crítica de la icónica obra de Emmanuel Carrère
25 SEP 2018 - 17:10 COT
Un condenado sale en libertad después de cumplir su pena, y resulta que el condenado también es el protagonista de una novela. ¿Es un personaje? ¿O una persona? El efecto es inquietante.
Jean-Claude Romand podría salir de la cárcel en los próximos días, si así lo deciden los jueces. Suponemos que retomará una vida discreta y normal, tras pasar la mitad de su vida adulta inmerso en una ficción gigantesca y atroz, y la otra entre rejas.
Hay otro Jean-Claude Romand además del real: el personaje de la novela El adversario. Este es el título del libro en el que el escritor francés Emmanuel Carrère cuenta la historia del hombre que durante 18 años engañó a su familia y a sus amigos —a todo el mundo— haciendo creer que era un médico ilustre y un alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra.
Hoy sería difícil escribir un libro en el que el narrador concediese al criminal el protagonismo que tiene Jean-Claude Romand
El Jean-Claude Romand personaje es el protagonista de la obra que consagró a Carrère como un autor central en las letras francesas contemporáneas. El impacto del libro —relato real, o novela sin ficción, por decirlo al modo de Javier Cercas— al publicarse, en el año 2000, no se ha diluido. La posible salida de prisión de Romand —fue condenado a cadena perpetua por matar a sus padres, a su esposa y a sus hijos en enero de 1993— es un epílogo a una historia cuyo significado no se agota en una lectura y varía con el tiempo.
El antecedente más citado de El adversario es A sangre fría, de Truman Capote, novela de no ficción — así la llamaba su autor— sobre el asesinato de una familia de granjeros en Kansas. Las diferencias son evidentes.
Capote pretendía ser objetivo, como una cámara fría y omnisciente; Carrère narra en primera persona e implicándose en la historia. Capote pretendía hacer una crónica periodística en la que nada era inventado, pero fabricaba escenas y conversaciones: engañaba; Carrère cuenta lo que sabe y cómo lo sabe: el foco es más limitado —el narrador no lo ve y oye todo—, pero más honesto y verosímil.
Podría argumentarse que el antecedente de El adversario es otro, menos evidente que A sangre fría: El extranjero, de Albert Camus, también la historia —en este caso ficticia— de un asesinato y una condena.
Ambos libros se parecen por su brevedad. También por los abismos existenciales a los que ambos relatos arrojan. Y por los protagonistas: Meursault y Romand, dos hombres solitarios, enigmáticos, arrastrados en su vaivén vital por quién sabe qué fuerzas. Uno mató porque hacía calor y el sol pegaba fuerte; el otro, porque un día no se presentó a un examen y esto abrió las compuertas a una catarata de mentiras que desembocó en una matanza.
El adversario y El extranjero se parecen incluso en las fuentes de inspiración. La frase corta y seca de Camus en su novela es la de la novela policiaca norteamericana de los años treinta; el relato periodístico de Carrère bebe del periodismo de revistas como The New Yorker y de Capote.
El adversario puede considerarse El extranjero de nuestra época, y Romand, el equivalente a Meursault. Pero esta época ha terminado.
Quizá hoy sería más difícil escribir un libro en el que el narrador concediese al criminal el lugar que Carrère le concede a Romand. No le justifica, ni mucho menos le defiende, pero es su personaje: su héroe demoniaco. Carrère no lo esconde. Es un escritor lo bastante sutil para incluir la crítica en el texto, cuando, durante el juicio a Romand, una periodista le reprocha: “Él debe estar contento, ¿no?, de que vayas a hacer un libro sobre él. Toda su vida ha soñado con eso”.
Unos años después de la publicación de El adversario, el ensayista francés Ivan Jablonka dijo lo mismo con otras palabras. “El gran criminal es el doble del gran escritor, su hermano maldito”. Citaba entre otros casos de relaciones “especulares” entre autores y criminales el de Carrère y Romand, criminal que además tenía la particularidad de ser fabulador, a su manera un escritor cuya ficción fue su vida.
Jablonka incluía esta reflexión en Laëtitia, publicado en 2016, un libro que, como El adversario, disecciona un crimen real, el secuestro y asesinato de la joven Laëtitia Perrais en enero de 2011. Pero la posición que adopta Jablonka es la opuesta: el protagonista no es el asesino, sino la víctima. Laëtitia podía leerse como el anti El adversario, de un manera lejanamente parecida a como el escritor argelino Kamel Daoud indagaba, en Meursault: caso revisado, en la historia oculta de la víctima árabe de Meursault en El extranjero. “No hay gran criminal: todo criminal es pequeño, deleznable…”, escribe Jablonka. Y lanza un ruego: “Que nuestra fascinación y nuestra ternura se dirijan a los inocentes”.
Todo el esfuerzo de Jablonka —más modesto que Carrère en sus logros literarios— consiste en devolver la humanidad a la fallecida; en el libro de Carrère las víctimas aparecen como seres ingenuos o difuminados.
Releído hoy, hay algo perverso en El adversario. Porque Jean-Claude Romand es el autor de un crimen abyecto y, además de criminal sanguinario y de metódico mentiroso, un estafador. Y sin embargo ya será, ya es, para siempre y para los libros de historia de la literatura, el protagonista de una de las grandes novelas europeas contemporáneas: un gran personaje de la literatura francesa.
Tanto El adversario como A sangre fría y Laëtitia o el fin de los hombres están publicados en España por la editorial Anagrama. Este último en coedición con Libros del Zorzal. Meursault: caso revisado, está publicado por la editorial Almuzara.
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