lunes, 25 de abril de 2011

Gabriel García Márquez / En agosto nos vemos


Gabriel García Márquez
 BIOGRAFÍA
EN AGOSTO NOS VEMOS

Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.
El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.
Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.
El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.
En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.
Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias de la casa, la había informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le llegó en sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía la certeza racional de que la identificación perfecta con su madre continuaba después de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el día menos pensado.
Misión cumplida: había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente, cuando salía el transbordador de regreso.
Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cincuenta y dos años de nacida y veintitrés de un matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores. Su padre fue un maestro de música que seguía siendo director del Conservatorio Provincial a los ochenta y dos años, y su madre había sido una célebre maestra de primaria montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su último aliento.
Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para disimular el temple de su carácter. La voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le pareció prudente, porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Al primer aniversario, sin embargo, su padre la llevó a la isla para poner la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoa con motor fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar. Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, el alboroto atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior. Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los años mientras tuviera vida.
Agosto era el mes más caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes, pero ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía cumplir sin falta y siempre sola. Fue la única condición que le impuso a su hombre antes de casarse, y él tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder.
Así que Ana Magdalena había visto crecer año tras año los acantilados de cristal de los hoteles de turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas de motor, y de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como el nativo más antiguo de la aldea.
Aquella tarde, cuando volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes y reanudó la lectura del libro que había empezado durante el viaje. Era el Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora. Había leído con rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas de cualquier género, como el Lazarillo de Tormes, El Viejo y el Mar, El extranjero. En los últimos años, al borde de los cincuenta, se había sumergido a fondo en las novelas sobrenaturales.
Drácula le había fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con el libro en el pecho. Despertó dos horas después en las tinieblas, sudando a mares, de mal humor y sorda de hambre.
No era una excepción en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche, y varias veces había bajado a comer cualquier cosa antes de dormir. Notó que había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero no le pareció el mismo de antes. Ordenó para no equivocarse un sanduiche de jamón y queso con pan tostado, y café con leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta de que estaba rodeada por los mismos clientes mayores de cuando el hotel era el único, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda, y el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.
Terminó de prisa, abrumada por humillación de comer sola, pero se sintió bien con la música, que era suave y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando volvió en sí sólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto que no había visto entrar. Vestía de lino blanco, como en los tiempos de su padre, con el cabello metálico y el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenía en la mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estar solo en el mundo.
El piano inició el Claro de Luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y la niña mulata la cantó con amor. Conmovida, Ana Magdalena pidió una ginebra con hielo y soda, el único alcohol que se permitía de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Había aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedor social que la trataba con la cortesía y la complicidad de un amante secreto.
El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con el alcohol. Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había mirado, pero cuando ella lo miró por segunda vez después del primer sorbo de ginebra, lo sorprendió mirándola. Él se ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras él miró el reloj de leontina, lo guardó impaciente, miró hacia la puerta, se sirvió otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo miraba sin clemencia. Entonces la miró de frente. Ella le sonrió sin reservas, y él la saludó con una leve inclinación de cabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta su mesa y lo asaltó con una estocada de hombre.
—¿Puedo invitarlo a un trago?
El hombre se resquebrajó.
—Sería un honor —dijo.
—Me bastaría con que fuera un placer —dijo ella.
No había terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago en la copa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo, que él no acertó a quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó, tosió con sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el pañuelo intachable con un vaho de agua de lavanda, y la miró a través del llanto. Ambos guardaron un largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y recobró la voz. Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta:
—¿Está seguro que no vendrá nadie?
—No -dijo él sin ninguna lógica—. Era un asunto de negocios, pero ya no llegará.
Ella preguntó con una expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le respondió como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada más. Y ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo remató:
—Será en su casa.
Siguió pastoreándolo con su tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más: cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por el acento, pero no acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero él se apresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una artimaña para impedir que llegara a la verdad.
Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero él no lo había advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de música y él no había pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo Drácula. Él sólo lo había leído de niño en una versión infantil, y seguía impresionado con la idea de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En el segundo trago ella sintió que el aguardiente se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. La música se acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para cerrar.
A esa hora ella lo conocía ya como si hubiera vivido con él desde siempre. Sabía que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los grandes ojos amarillos que ella no apartó de los suyos, y que era un hombre bueno y cobarde. Se sintió con el dominio suficiente para dar el paso que no se le había ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:
—¿Subimos?
Él dijo con una humildad ambigua:
—No vivo aquí.
Pero ella no esperó siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió apenas la cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron.
—Yo subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, número 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada más.
Subió a la habitación arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto a sentir desde su última noche de virgen. Encendió el ventilador del techo, pero no la luz; se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el baño. Cuando encendió la lámpara del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular la respiración y controlar el temblor de las manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas, los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los terribles sudores de la tarde, no había pensado bañarse hasta la hora de dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la lengua una pizca de pasta dentífrica, y volvió al cuarto, iluminado apenas por la luz oblicua del tocador.
No esperó a que su invitado empujara la puerta, sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar. Él se asustó: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio tiempo de más en la oscuridad. Le quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, le quitó la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su hombro. A medida que lo hacía, el aire se iba impregnando de un fuerte olor de agua de lavanda. Él trató de ayudarla al principio, pero ella se lo impidió con su audacia y su autoridad. Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura, lo sentó en la cama y se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias. Él se soltó al mismo tiempo la hebilla del cinturón de modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para quitárselos, sin que ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves y el puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por último, lo ayudó a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el único que ella conocía, pero estaba sereno y enarbolado.
No le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de sudor. Permaneció encima, luchando a solas contra las primeras dudas de su conciencia bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del ventilador, hasta que se dio cuenta de que él no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo. Entonces descabalgó y se tendió bocarriba a su lado. Él permaneció inmóvil hasta que pudo preguntar con el primer aliento:
—¿Por qué yo?
—Me pareció muy hombre —dijo ella.
—Viniendo de una mujer como usted —dijo él— es un honor.
—Ah —bromeó ella—. ¿No fue un placer?
Él no contestó y ambos yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El cuarto era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyó un aleteo cercano. Él preguntó: ¿Qué es eso? Ella le habló de los hábitos de las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de susurros banales, ella empezó a explorar con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre. Lo exploró después con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto por un vello rizado y tierno que le recordó la hierba en abril. Luego empezó a provocarlo con besos tiernos en las orejas y en el cuello, y se besaron por primera vez en los labios. Entonces él se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el más alto grado de ebullición. Ella se sorprendió de que unas manos tan primarias fueran capaces de tanta ternura. Pero cuando él trató de inducirla al modo convencional del misionero, ella se resistió, temerosa de que se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin embargo, él se le impuso con firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo feliz.
Habían dado las dos cuando la despertó un trueno que sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el pestillo de la ventana. Se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáneo de otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.
De regreso a la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos. Dejó la suya en el suelo para recogerla después, y colgó la chaqueta de él en la silla, colgó encima la camisa y la corbata, dobló los pantalones con cuidado para no arrugarles la línea, y le puso encima las llaves, la navaja y el dinero que se le habían caído de los bolsillos. El aire del cuarto se refrescaba por la tormenta, así que se puso el camisón rosado de una seda tan pura que le erizó la piel. El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme, y no pudo resistir una ráfaga de compasión. Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llegó al alma. Él soltó un resuello áspero y empezó a roncar. Ella se durmió apenas, y despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se fue la luz y el cuarto quedó en la fosforescencia verde de la laguna. Él roncaba entonces con un silbido continuo. Ella empezó a teclear en sus espaldas con la punta de los dedos por simple travesura. Él dejó de roncar con un sobresalto abrupto y su animal exhausto empezó a revivir. Ella lo abandonó por un instante y se quitó de un tirón la camisa de noche. Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus artes, pues se dio cuenta de que se hacía el dormido para no arriesgarse por tercera vez. Así que se apartó hasta el otro lado de la cama, volvió a ponerse la camisa y se durmió a fondo de espaldas al mundo.
Su horario natural la despertó al amanecer. Yació un instante divagando con los ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes ni el mal sabor de cobre en la boca, por el desasosiego de que algo ignoto la esperaba en la vida real. Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que había vuelto la luz y la alcoba era ya visible por el alba de la laguna.
De pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo. Se volvió a mirarlo asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño. Encendió las luces generales y vio que no estaba la ropa de él, y en cambio la suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en la silla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, y lo único que le quedaba de su noche loca era un tenue olor de lavanda en el aire purificado por la borrasca. Sólo cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de a veinte dólares.   

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