martes, 26 de abril de 2011

Gabriel García Márquez / La tigra


Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
LA TIGRA

Está bien —dijo Prude Shelton—, entonces iremos a Casanare, aunque sigo pensando que es un lugar muy extraño para pasar la luna de miel.
Ella hubiera preferido pasarla en Pantelería, donde dos años atrás había sido feliz todo un verano. Pero su prometido, Phillip Agnello, un apasionado de la cacería, insistió en que era mucho mejor, por lo cercano y novedoso, pasarla en los llanos de un país de América del Sur, en Casanare. La discusión había durado varios días, hasta culminar, esa tarde, en el amplio salón que daba a la terraza de la mansión de los Shelton, una de las familias más ricas e importantes de Nueva York, en Locust Valley.
Phillip Agnello acababa de cumplir 43 años. Alto ejecutivo de una compañía productora de computadoras, divorciado y sin hijos, había sido campeón de bridge, afición que compartía con la caza mayor. Precisamente en los días en que decidió casarse con Prude Shelton se había enterado de la excursión para la cacería del tigre en Casanare, gracias a unos folletos enviados por correo a su oficina. La excursión incluía un crucero inicial por el Caribe, que los llevaría por mar hasta Cartagena de Indias, y luego un rápido viaje por carretera hasta los llanos de Casanare, una región famosa por la abundancia y la ferocidad de sus tigres. Fue el argumento del crucero por el Caribe lo que terminó convenciendo a Prude Shelton. Alta, elegante, aunque un poco sin gracia, era casi 20 años menor que Phillip Agnello, y tres veces más rica que él. Se había graduado en Historia del Arte, pero su verdadera vocación era la literatura. Lectora voraz de novelas, cuando volviera de su luna de miel dirigiría una grande y sofisticada librería y venta de discos, acondicionada por su padre especialmente para ella en una de las calles más céntricas de Nueva York.
La excursión se inició al día siguiente de la boda de Prude Shelton con el crucero que zarpó de Nueva York, donde fueron reunidos los participantes. Eran alrededor de 60 personas, incluidos los familiares de los cazadores, procedentes de todos los rincones de los Estados Unidos, en su mayoría jubilados magnates con sus esposas y sus hijos o con sus amantes igualmente otoñales. Había pocos cazadores profesionales. Estos se distinguían porque eran hombres solos, con su característico aspecto de expertos cazadores y viejos marinos, siempre fumando su pipa y siempre mirando hacia el horizonte.
El crucero era coordinado por varios funcionarios de la Oficina de Turismo del país de América del Sur, quienes permanecían atentos a que todo marchara en el flamante yate. A Prude Shelton y Phillip Agnello les fue reservada la suite nupcial. El honor les encantó, pero pronto comprendieron que había sido un error aceptar, porque así fueron convertidos en la pareja más señalada y popular de la excursión. Les tocó presidir el brindis de la partida y el simulacro de medidas de emergencia en caso de naufragio, y en la puerta de la suite les colgaron latas y utensilios de uso doméstico que denunciaban claramente su condición de recién casados. Y ella era la más joven de las mujeres de la excursión, lo cual le confirió una popularidad adicional. Pero se aburría muchísimo. Pasaba las mañanas dorándose al sol en la cubierta del yate, junto a la piscina, añorando su frustrado viaje a Pantelería. Por la tarde, se quedaba acostada desnuda en la cama. A esa hora todos los pasajeros se retiraban a hacer la siesta, incluida la pareja, pero ella no podía dormir, y su único consuelo eran sus libros.
Poco después de cruzar el canal de la Florida, comenzaron a notarse evidentes cambios en la calidad del viento, y el calor fue haciéndose más intenso. Estaban entrando en el Caribe. La noche anterior a la llegada a Cartagena de Indias se organizó una grande fiesta en el yate. Se brindó con champaña por cuenta de la Oficina de Turismo y todos gozaron y se divirtieron casi hasta el frenesí. Algunos cazadores improvisaron shows como cantantes y bailarines de tango, otros manifestaron sus cualidades como humoristas, prestidigitadores o magos. Hubo un cazador que pasó la segunda parte de la fiesta con un turbante en la cabeza adornado de serpentinas, leyendo la suerte en las manos de todas las mujeres con las que se tropezaba. Una de ellas fue Prude Shelton.
Lo que le dijo a ella fue bastante convencional. Sin embargo, hubo un momento en que el cazador fijó su mirada en la mano de Prude, guardó breve silencio, y luego continuó hablando sin darle importancia a lo que había visto. Ella se inquietó:
—Tuve la impresión de que vio algo en mi mano que no quiso decirme.
—No es cierto —le respondió el cazador—. Aunque si fuera verdad tampoco es para preocuparse, ya que uno puede cambiar las líneas de la mano con la fuerza de la voluntad. Yo he cambiado mis líneas muchas veces.
Y mientras le decía mostró su propia mano.
—De todas maneras —insistió Prude Shelton—, sigo creyendo que usted vio que algo horrible iba a suceder en mi vida.
—No se preocupe —le repitió el cazador—, lo que vi ya sucedió.
Ni siquiera esto la convenció. Quedó afectada hasta el extremo de que abandonó la fiesta casi al momento, y después de discutir el incidente con Phillip Agnello, ya en su cuarto, pasó el resto de la noche llorando.
No obstante su melancolía, Prude se levantó temprano para contemplar desde la cubierta del yate los minaretes y campanarios de las iglesias de Cartagena de Indias. La ciudad surgía a lo lejos, en la niebla del amanecer.
Estaba situada al fondo de una doble bahía, fortificada por completo con baluartes y murallas. En el puerto pequeño y acogedor, embarcaciones de escaso calado se bamboleaban serenamente y de ellas descendían negros cargando bultos de arroz y racimos de plátano. Más allá de la cerca metálica que rodeaba el muelle se alcanzaba a vislumbrar la arquitectura civil de la ciudad, igualmente de estilo colonial.
Los pasajeros tuvieron que permanecer en el yate durante casi todo el día, a causa de los trámites de aduana y los rigurosos requisitos impuestos por la Policía y el Ejército locales. Fue una labor dispendiosa.
         Sólo al atardecer los cazadores pudieron abandonar el yate, guiados por sonrientes jovencitas uniformadas con trajes de azafatas, que hablaban un inglés con acento tropical. Los cazadores subieron a dos grandes buses modernos, dotados de aire acondicionado, ventanas con cristales ahumados y asientos reclinables, y por fin pudieron descansar de la agotadora jornada.
La caravana, presidida por jeeps donde iban los funcionarios del Turismo, inició el viaje ascendiendo hasta una pequeña colina desde la cual se divisaba la ciudad amurallada y el puerto donde esperaba el yate. A medida que avanzaban, la vegetación se iba haciendo más densa, y más intenso el olor del trópico. La tarde se colmó de sonidos de animales y de rumores de aguas que se precipitaban por desfiladeros de niebla. Fue un recorrido lento y cuidadoso. No habían llegado a la cima cuando iniciaron el descenso, siempre bordeando precipicios.
Ya estaba entrada la noche cuando la caravana llegó al campamento, donde cada pareja tenía reservada su tienda de campaña, y casi inmediatamente los cazadores se retiraron a dormir, guiados por las azafatas. Prude Shelton, que durante el recorrido fue incapaz de dormir, cayó rendida por el sueño.
—Odio este país —gritó—, este calor infernal, estos chillidos de pájaros, y odiaré todo esto y este viaje hasta la muerte.
Apenas acababa su diatriba colérica, cuando se oyó a lo lejos, en pleno llano, un profundo y prolongado rugido de tigre que estremeció la noche.
Al día siguiente, al levantarse, los cazadores encontraron que todo funcionaba a la perfección. Era un campamento idéntico a los de África: las tiendas de campaña bajo grandes árboles, los sirvientes negros y los portadores de fusiles con sus blusas caquis, sus pantalones cortos y sus sandalias de cuero. Los guías de la cacería, oriundos de Casanare, habían sido adiestrados en Kenya.
No obstante su fachada primitiva, el campamento estaba dotado de los servicios indispensables de la sociedad de consumo. Había luz eléctrica, agua purificada e incluso agua caliente. Las tiendas eran herméticas al polvo levantado por el viento y a los incesantes mosquitos que acosaban la región durante el atardecer y durante toda la noche. Tenían un pequeño baño y una cocineta portátil donde se podía preparar un café o servirse un whisky con hielo, un aparato de ventilación de aspas silenciosas, una lámpara en la mesita de noche para leer, y un diminuto receptor portátil de televisión que captaba el único canal a color con que contaba el país. Sólo carecían de teléfono. Los funcionarios del Turismo aclararon, sin embargo, que sólo así podrían descansar y estar tranquilos, sin las molestias del mundo exterior. De todas maneras, cerca de allí habían instalado una oficina telefónica desde la cual los cazadores podrían comunicarse cuando quisieran con cualquier lugar del mundo. Muy cerca había un pueblo primitivo, que veía con grandes ilusiones la llegada de los turistas.
La cacería se inició en la madrugada siguiente. Los cazadores fueron divididos en varios grupos y diseminados por la extensa región, famosa más que nada porque el tigre asaltaba durante la noche los corrales de ganado de las haciendas. Alrededor de uno de esos corrales, donde días antes habían sido halladas sus huellas, fue apostado el grupo más grande de cazadores. A otro le tocó la zona pantanosa de los arrozales, y el más pequeño fue trasladado en jeep hasta el llano profundo. También se decía que al amanecer el tigre siempre iba a beber agua al río, y allí fue apostado el grupo de Phillip Agnello y Prude Shelton, quien muy entusiasmada con la feria y el pueblito del día anterior, se había reconciliado con su marido y había decidido acompañarlo en la primera cacería.
Sin embargo, el tigre no apareció. Los cazadores esperaron durante varias horas, sin que nada sucediera, y cuando el sol empezó a calentar, decidieron volver al campamento. Con el resto de los grupos sucedió algo similar. El tigre parecía haberse esfumado. Pero en esa primera ocasión nadie se desanimó, y al otro día partieron también muy de madrugada, y se apostaron en los sitios estratégicos. Pero tampoco esa vez apareció el tigre, ni al otro día, ni al siguiente. La moral de la expedición empezó a flaquear.
Una noche se creyó que por fin el tigre había aparecido, pero fue sólo una falsa alarma. Un cazador había partido solo, antes que su grupo, y se situó en la parte más alejada de los corrales. No había esperado mucho tiempo cuando sintió que un bulto se movía en la oscuridad, y disparó guiándose por el sonido. No era más que un potro escapado de los corrales de la hacienda vecina.
El incidente produjo un revuelo no sólo porque el disparo atrajo al resto de los cazadores, entusiasmados al creer que el tigre había por fin aparecido, sino porque los administradores de la hacienda exigieron la reparación del daño. La oficina de Turismo pagó el potro muerto, y prometió a los impacientes cazadores que el tigre había de aparecer muy pronto.
Al principio, fascinados por la primitiva belleza del paisaje y por la rica imaginación de los funcionarios del Turismo para entretenerlos en los momentos de ocio, los cazadores no se preocuparon demasiado por la ausencia del tigre. De hecho la pasaban bastante bien, ya que el campamento tenía la excitante apariencia de una primitiva aldea en el corazón de una jungla, pero dotada con todos los recursos de la civilización de consumo. Durante el día, se paseaban a pie o en jeeps por la extensa región, cazando raras especies de mariposas o asustando a los patos salvajes en los lagos cercanos. Por la noche se divertían en el pueblo, donde la oficina de Turismo había instalado toda suerte de atracciones nocturnas. Continuamente llegaban hasta allí circos y salas de cine, parques de diversiones mecánicas, juegos de competencia y de azar, y prostitutas de ricos, atraídos por la propaganda oficial.
En esa forma, las treinta casas de barro y cañabrava fueron desbordadas por una avalancha que levantó un pueblo dentro del pueblito, con casas de madera y techos de zinc que surgían de la noche a la mañana, y calles luminosas llenas de ruido que se ramificaban en todas direcciones. El pueblito, que hasta ese momento había sido un lugar desolado que apenas si alcanzaba a sostenerse con la caridad de los viajeros ocasionales, se transformó en pocos días, debido al milagro del turismo, en un escandaloso centro de placer.
A su vez, los cazadores, que al principio aguardaron con paciencia y hasta con buen humor a que el tigre apareciera en los diferentes sitios donde cada madrugada esperaban escondidos, comenzaron a sentir que estaban perdiendo el tiempo. El tedio también los invadía cada vez que, durante el día, volvían a recorrer los mismos pantanos, los mismos lagos y arrozales, y las mismas praderas inmensas y desoladas.
Prude Shelton y Phillip Agnello terminaron haciendo vidas distintas tanto en el campamento como en el pueblo, aunque guardando siempre un poco las apariencias con la tienda de campaña en común. Agnello pasaba jugando bridge en el billar del pueblo, y sólo regresaba al campamento para seleccionar las armas que llevaría a la inútil cacería de esa madrugada. Con bastante frecuencia no encontraba de noche a Prude Shelton en su tienda.
La Oficina de Turismo, desesperada por la larga ausencia del tigre, comenzó a tomar medidas de emergencia. Llevaron a los cazadores para que conversaran con los campesinos, quienes les relataron fantásticas historias de tigres ocurridas en la región.
Sin embargo, lo único que podía convencerlos era la presencia real del tigre vivo. Incluso algunos, exasperados, amenazaron con quejarse ante el embajador de los Estados Unidos. Fue entonces cuando cundió la alarma entre los funcionarios del Turismo, que comenzaron a inventar recursos delirantes para atraer al tigre y a su vez mantener la moral de los cazadores.
Contrataron campesinos para que efectuaran el simulacro del rugido del tigre, con el antiquísimo procedimiento de rugir con la cabeza metida dentro de una tinaja de barro. Así, en el silencio de la medianoche, equipos de sonido instalados en sitios estratégicos del llano asustaban al ganado en sus corrales y hacían temblar de terror a los solitarios viajeros, pero mantenían despiertos a los cazadores, con sus corazones colmados de nuevas ilusiones. También simulaban huellas de tigre en los caminos, y colocaban sobras de animales despedazados con garras en los matorrales para hacerles creer a los cazadores que la prometida bestia estaba a punto de aparecer. Fue una farsa costosa. El experimento había sobrepasado los cálculos económicos previstos, y los recursos del gobierno local ya no podían seguir resistiendo los enormes gastos de los cazadores. Sin embargo, el honor del país exigía que las promesas del programa se cumplieran.
El zoológico de Cartagena, situado fuera del recinto amurallado, junto al Baluarte de San Felipe, era un destartalado pabellón de madera pintado de verde, con empolvadas jaulas alrededor de una fuente sin agua, y donde había, una pareja de tigres de Bengala implantados en el país desde hacía varias generaciones. Era un viejo y feliz matrimonio que durante muchos años demostró tener una gran compatibilidad de caracteres. Habían procreado muchos hijos para los zoológicos del país y los circos del mundo, gracias a su buena estirpe. Pero ya les quedaban muy pocos años de vida, se pasaban los días acariciándose y bostezando en sus desvencijadas jaulas, y de noche dormían enroscados el uno con el otro. Al macho le llamaban El viejo, por su edad y mansedumbre. A la hembra, más saludable y valiente, se le conocía con la simple referencia de La tigra. Con el fin de que le presentaran el último gran servicio a la Nación, también ellos fueron escogidos para distraer a los cazadores, del río.
Dos días después, poco antes del amanecer, escondidos en los estratégicos sitios de la región, los cazadores lograron finalmente el premio a su paciencia. El grupo de Phillip Agnello, apostado cerca del río, percibió con las primeras luces del día que contrastaban con el resplandor del horizonte, la silueta de las dos mansas bestias que se acercaban a beber agua. Hacían un blanco fácil y el primer cazador que los vio mató al tigre de un certero disparo. A su vez, Phillip Agnello disparó contra La tigra, pero falló, permitiendo que escapara. Pero con el resplandor del disparo, La tigra había logrado ver el rostro del cazador que mató a su compañero. Sólo le bastó un vistazo para distinguirlo entre los demás, reconocer su olor y fijar su identidad para siempre en su memoria.
El cazador era mister H. G. Haldin, de Nueva York, presidente ejecutivo de un poderoso grupo financiero de Wall Street. Tenía 61 años y una salud perfecta, y estaba casado con una mujer muy bella, que no lo acompañó a la excursión por quedarse cuidando a sus dos nietos en Nueva York. Era un apasionado del trabajo, siempre había querido ser un cazador profesional de leones en el África, pero su completa dedicación a los negocios no le había permitido realizar sus deseos.
Su más satisfactoria experiencia fue la de conocer a Ernest Hemingway en el único safari en que había estado en Kenya. Después de la cacería ellos habían tomado juntos un trago, y de este recuerdo histórico mister Haldin conservaba una fotografía, cuya copia ampliada estaba en su oficina de Wall Street.
Jamás había pensado visitar América del Sur, pero su mujer, que durante muchos años le había insistido en que se tomara unas vacaciones, lo convenció para que hiciera parte de la cacería del tigre. Así, matar al animal, aunque no hubiera sido una de sus más gloriosas hazañas, le permitió realizar la ambición de su vida en una escala modesta.
Todo parecía calcado de una buena película de safari africano. Los cazadores tomaron las fotografías de rigor, y los sirvientes negros llevaron el cadáver del tigre al campamento. Allí lo despojaron de su piel, que era ya un cuero duro, arrugado, pero poblado de manchas espléndidas.
Mientras los sirvientes negros realizaban su labor de carnicería llegaron los restantes grupos, también cargados de hermosos trofeos. Habían cazado otros cuatro tigres, un león sin pelo, dos jaguares, una pantera, dos perros lobos, y hasta un gato montés, grande y feroz, escapado la noche anterior de una expedición botánica que andaba por la región.
La tigra, agazapada tras unos matorrales en el límite del campamento, soportó su intenso dolor al ver cómo despellejaban a su compañero. En idéntica forma resistió el espectáculo de las fotografías, con la piel exhibida como trofeo, el brindis con champaña de los funcionarios de Turismo por la fructífera cacería, y la escandalosa fiesta de despedida que se celebró esa noche en el pueblo. Los cazadores, felices con sus increíbles trofeos, se desbordaron a su vez con los festejos. La propia Prude Shelton, quien no había asistido a la cacería, participó de la fiesta, divirtiéndose como nunca, a pesar de que su matrimonio se había extinguido en aquella excursión proyectada como su luna de miel.
Hasta allí llegó La tigra siguiéndole los pasos a mister Haldin, y esperó pacientemente al margen de la fiesta, escondida en medio de unos barriles de petróleo, en una calle lateral de la plaza. Durante toda la noche no lo perdió de vista un solo instante, pero no tuvo ocasión de consumar la venganza.
Tampoco lo logró en el campamento. Para llegar a la tienda de campaña de mister Haldin habría tenido que cruzar por delante de los sirvientes negros y los guardias que custodiaban el lugar durante la madrugada, e incluso atravesar otras tiendas donde dormían felices cazadores con sus mujeres, y que nada tenían que ver con el hombre que había matado a su macho.
Al día siguiente, mientras los cazadores desayunaban, los sirvientes negros colocaron los equipajes y los estuches con las armas en los portamaletas de los autobuses. Luego subieron los cazadores. Phillip Agnello quedó en un autobús distinto al de Prude Shelton, que era el mismo donde había subido mister Haldin.
Por su parte, La tigra en acecho comprendió que la expedición había llegado a su fin, al ver cómo el campamento era levantado y cómo los alegres turistas abandonaban el escenario en los autobuses oficiales. Entonces una severa e irrevocable decisión se arraigó en su corazón: mister Haldin, hasta el más lejano rincón del mundo donde fuera, debía pagar su crimen.
La tigra inició la persecución. Conocedora de la escabrosa montaña, aprovechaba los atajos para acortar distancias. Siempre aparecía en cada recodo, mientras un poco más abajo o un poco más arriba de la ladera, la caravana continuaba su lenta y cuidadosa marcha hacia Cartagena. Después de un extenuante recorrido de varias horas, La tigra logró llegar hasta la colina, desde donde pudo contemplar el mar y la antigua ciudad de los reyes y los bucaneros, con el flamante yate anclado en su bahía. En ese mismo momento los cazadores entraban al recinto amurallado. La tigra no perdió en ningún instante la pista de mister Haldin. Hubo ocasiones en que la caravana desaparecía a sus ojos vigilantes, pero esto no sólo era momentáneo, sino que ella sabía perfectamente hacia qué calle o sitio de la ciudad se dirigían. En su tenaz persecución escaló murallas y paredes, y atravesó plazas y calles solitarias o populosas, sin que nadie la viera. Cuando finalmente los cazadores volvieron al yate, se apostó en una garita de la muralla cubierta de maleza, justamente frente al muelle. Desde allí, amparada por las primeras sombras del atardecer, bajó de la muralla y cruzó la avenida que la separaba del puerto, y casi enseguida logró aprovechar el descuido de un guardia para entrar al muelle y subir directamente al yate.
Inicialmente se dirigió hacia el bar, situado al lado opuesto del camarote del cazador, donde momentos antes mister Haldin había tomado una copa con otros compañeros. La confusión le hizo perder momentáneamente el rumbo, pero al volver sobre sus pasos retomó la pista acertada. Entonces se encaminó hacia el ansiado camarote, donde en ese instante mister Haldin rememoraba, acostado en su cama, muy cerca de la piel de su tigre, el acontecimiento más importante de aquella accidentada cacería.
Sin embargo, La tigra no logró llegar hasta allí. Sólo le faltaba una corta distancia, cuando se volvió a tropezar con miembros de la tripulación. Ellos no notaron su presencia, pero la obligaron a retroceder, descendiendo por una escalerilla y luego por otra, hasta que tuvo que ocultarse en un lugar oscuro cuya puerta encontró abierta. Era la bodega del yate. Casi enseguida, alguien cerró la puerta con gran estrépito.
El yate, con La tigra en la bodega, llegó a Nueva York a finales del otoño. Ella había intentado salir de su escondite en varias ocasiones, pero sólo lo logró al final del viaje, y cuando ya los pasajeros habían abandonado el yate. Descendió al puerto con idéntico sigilo al que había mantenido en el largo recorrido, aprovechando el descanso de los marineros y los trabajadores de los muelles. Pero inmediatamente pisó pavimento neoyorkino comprendió que estaba en un lugar extraño, donde no reconocía ni sonidos, ni olores, ni nada que se asemejara a lo que estaba acostumbrada. Además hacía mucho frío.
A partir de allí cesó su agresividad. Su figura fue entonces la de un hermoso y manso animal casero, que en ningún momento intentó ocultarse. Su presencia pareció tan natural que los guardias del puerto la dejaron salir sin el más mínimo reparo, y ya en la calle le sucedió algo similar: pudo moverse sin el menor obstáculo.
Sin embargo, era una dura prueba para ella, ya que no sólo no comprendía el idioma, sino que carecía de los recursos necesarios para sobrevivir. Por el intenso aire otoñal, cargado de infinitos olores de la inmensa ciudad, era incapaz de reconocer la pista dejada por su presa. Tenía que reiniciar su investigación partiendo de cero, al azar, paseándose primero por callejones poco transitados y luego, lentamente, a través de la gran urbe, cuyos habitantes, para fortuna suya, la contemplaban impávidos. Sólo en una ciudad como Nueva York, donde las cosas más asombrosas o atroces parecen naturales, pudo actuar La tigra con semejante espontaneidad. La Policía detenía el tráfico, evitando que la atropellaran los automóviles y permitiéndole que cruzara tranquilamente las calles y avenidas. Entró a Tiffany y encaramó sobre los mostradores sus envejecidas y cansadas patas de felino, para contemplar las joyas y olfatear a las señoras. Entró a los grandes hoteles, siempre oliendo a los clientes, y sólo los botones del Hotel Plaza perdieron la paciencia y la echaron a la calle. Atraída por la gente que llegaba al Hotel Hilton recorrió uno por uno los múltiples salones, en busca del rastro de mister Haldin. Ya había terminado su recorrido cuando uno de los empleados del hotel, extrañado, preguntó qué hacía este tigre descansando en el vestíbulo. Y como nadie respondió y ningún cliente parecía ser su dueño, lo dejó en paz. En realidad, su aparente mansedumbre era sólo una máscara detrás de la cual se escondía una determinación invencible.
Su instinto la guió hacia el Central Park, donde se instaló en un acogedor refugio cerca del lago, y donde pudo un día cazar al perro que una anciana soltó a correr por el prado. Cuando nadie la observaba, La tigra atrapó al animal de un zarpazo, para saciar su hambre de varios días. Muy pronto se convirtió en el Central Park en una figura familiar para los corredores y paseantes, y los niños que al salir de sus escuelas jugaban con ella.
Pero al llegar el invierno, uno de los más fríos de la centuria, tuvo que abandonar aquel refugio. Su situación se volvió dramática. Ya no pudo calentarse en las parrillas de ventilación del tren subterráneo, como tantas veces lo había hecho durante el otoño, y si lograba encontrar un refugio ocasional dónde dormir, el sótano de un edificio o el portal de una casa, la despertaban a patadas y la echaban a la calle.
Una noche fue capturada por la Policía mientras dormía en un rincón en penumbras de una sala de cine, y llevada en el baúl del carro patrulla hasta la estación más cercana. Inicialmente se entusiasmó porque pudo así por fin terminar la noche bajo techo y a salvo del implacable frío. Al día siguiente le dieron de comer las sobras de la cocina. Pasó allí el resto del día, pero al atardecer vio, a través de los nublados cristales de una ventana, a un grupo de hombres armados de redes y collares con cadenas para asegurar el cuello y las patas, que venían por ella para llevársela en una jaula hacia el zoológico. Huyó despavorida por la primera salida de emergencia que encontró, y esa noche no le quedó otra alternativa que pasarla de largo, a la intemperie y bajo una intensa nevada que la vistió de blanco por completo.
Aún así no desfalleció. Sabía que mister Haldin estaba en Nueva York, y su implacable paciencia y natural instinto de hembra dolorida la impulsaban una vez más en su búsqueda. Nadie se sorprendía entonces de ver en los lujosos restaurantes de Park Avenue, a la bestia ecuatorial cubierta de nieve paseándose de mesa en mesa, tratando de encontrar el perdido rastro de su víctima. A veces, en un descuido de los meseros, se deslizaba hacia la cocina para saciar la sed en los lavaplatos y alimentarse de toda clase de sobras. Alguna vez, incluso, logró atrapar un costillar de buey que colgaba de un gancho en los refrigeradores.
Un día al pasar por casualidad junto a una camioneta que descargaba revistas y periódicos, sintió un olor familiar, y casi inmediatamente oyó que el chofer conversaba con el encargado del puesto de periódicos en la lengua de su región. Sin titubear se metió por la puerta trasera de la camioneta, ocultándose entre los bultos de revistas fuertemente impregnadas con los olores de su tierra. Luego el chofer cerró la puerta, subió a la camioneta y se dirigió al Bronx.
La tigra sintió que regresaba a sus orígenes. Era de noche y nevaba cuando salió de la camioneta, pero tanto de la casa a donde habían llegado como de las del resto de la calle surgían ruidos y olores que le eran familiares. Varios niños que jugaban junto a la camioneta la recibieron con asombro, después con cautela y finalmente con alegría, festejando su inesperada aparición. La llevaron luego a la casa, donde produjo la misma reacción entre los mayores. Allí le quitaron los restos de nieve que aún la cubrían, le dieron de comer alimentos calientes y le acondicionaron un rincón con viejas mantas de lana cerca de la calefacción para que durmiera esa noche. Se quedó a vivir allí.
Mientras duró el invierno, no salió del Bronx. Se la pasaba en la casa, donde se convirtió en otro miembro de la familia, tenía un plato especial para comer, un cepillo sedoso para lustrarle la piel, un jabón perfumado para bañarse, y hasta veía televisión todas las noches, la cabeza reclinada a los pies de la abuelita de la casa. Por las tardes salía a pasear con los tres niños, después que estos regresaban de la escuela. La llevaban de casa en casa como una alegre mascota, o al parque para jugar con otros niños del vecindario, y donde su único problema era un perro pequinés celoso de la entusiasmada acogida que siempre recibía La tigra.
Una noche se celebró en la casa una ruidosa fiesta de cumpleaños, típicamente del Caribe. Acondicionaron un potente equipo de sonido con grandes parlantes que emitían la música antillana más actualizada que se oía en Nueva York. Durante la mayor parte de la noche, La tigra se movió alegre y feliz entre la multitud de latinoamericanos que bailaban con furor en la sala de la casa y devoró complacida la variedad de platos autóctonos del trópico. Un poco cansada, antes de que terminara la fiesta, se durmió en una de las habitaciones. De repente se sobresaltó por una algarabía. Se había armado una pelea ruidosa, que comenzó cuando dos bailarines se disputaban una pareja y terminó convirtiéndose en una batalla campal de todos contra todos.
La tigra se divirtió con la pelea, pero al ver que llegaba la Policía, el fantasma del zoológico le oprimió el corazón. Aterrorizada, se escondió debajo de la cama. Luego, temiendo que hasta allí llegara la Policía, huyó por la ventana que encontró abierta, hacia la calle azotada por una terrible tormenta de nieve.
Su vida cambió con la primavera. Entonces, revitalizada por el calor humano de su nuevo hogar y por la exuberancia de la espléndida estación, La tigra reinició su implacable pesquisa. Salía por la mañana en la camioneta y se bajaba donde su olfato le indicara una posible pista, para volver al atardecer a esa misma calle o a otro sitio por donde ella sabía que la camioneta pasaría en su recorrido de regreso al Bronx.
Más tenaz, más minuciosa, rastreó la pista en los hospitales, en los grandes almacenes tanto de alimentos como de calzado y vestidos, como en los parques de diversiones. En cierta ocasión se pasó toda una tarde y parte de la noche en el Yankee Stadium, olfateando uno por uno a los fanáticos que presenciaban un doble partido de béisbol. Aprendió a utilizar el Metro, saltando las barreras metálicas con una elegancia que hacía palidecer de envidia a las mujeres que la observaban, y se acomodaba entre los asientos con tal cuidado que nunca incomodó a los pasajeros.
Nada alteraba su voluntad. Continuó su investigación semana tras semana, paciente, sin apresurarse. En una de esas excursiones y por pura rutina entró un medio día a un restaurante. Como siempre, lo primero que hizo fue levantar la cabeza hasta cierta altura para olfatear el enrarecido aire de los restaurantes. De repente la estremeció un olor conocido: Prude Shelton.
Estaba sentada en una de las mesas del fondo, casi oculta en la íntima penumbra de un rincón rodeado de plantas, con un hombre que por supuesto no era Phillip Agnello. Tenía el aspecto ligeramente cambiado, los cabellos cortados y peinados en diferente estilo y hasta sus ropas tenían más colorido. Estaba acompañada por un joven y apuesto latino, que debió reprimir el espanto cuando vio entrar a La tigra. Prude Shelton lo tranquilizó.
–Un tigre en las calles de Nueva York es la cosa más natural –le dijo–. Ya te acostumbrarás a que en esta ciudad todo es posible. Yo me tropiezo a diario con elefantes, con canguros, con camellos. Deben estar filmando una película muy cerca de aquí, seguro un documental para continuar promoviendo en los Estados Unidos la cacería del tigre en Casanare.
La tigra, al comprobar que era Prude Shelton, salió del restaurante. Pero ya afuera se puso al acecho. Poco después, la pareja salió caminando tomada de la mano y sin demasiada prisa por la avenida populosa, seguida por La tigra. Esperó con ellos a que un semáforo se iluminara para cruzar la avenida en medio de la muchedumbre apresurada que apenas si prestaba atención a su presencia. Finalmente la pareja se detuvo frente a un local cuyas vitrinas exhibían libros y donde Prude Shelton entró después de despedirse de su amigo. Era su librería, cuya sofisticada elegancia y prestigio atraía a lo más selecto de la intelectualidad neoyorkina.
La tigra se volvió una presencia constante en los alrededores. Era la primera que llegaba y la última que se iba. Rondaba la librería día y noche, bajo el sol primaveral o bajo la lluvia. Se hizo amiga de los celadores, de los empleados de la basura, de los agentes del tránsito. En su meticulosa atención llegó a conocer perfectamente el azaroso horario de Prude Shelton, la variedad y extravagancia de los amigos que la visitaban, los que con más frecuencia la invitaban a almorzar, los que le robaban los libros, e incluso el apartamento cercano donde la muchacha se quedaba a dormir con su compañero latino. En varias ocasiones intentó seguirla, cuando Prude Shelton se iba al atardecer en su pequeño automóvil deportivo hacia Locust Valley, pero rápidamente la perdía de vista en las grandes avenidas.
Comenzaba a temer que aquella fuera una pista equivocada, cuando ya al final de la primavera apareció mister Haldin. Llegó una tarde en su limusina negra, acompañado de su mujer y su nieta de cuatro años. Con el corazón palpitante de emoción, La tigra los vio entrar en la librería. Dentro, mientras una de las empleadas fue a buscar lo que mister Haldin le había pedido, él se quedó ojeando las últimas novedades exhibidas en la mesa circular del centro. Su mujer y su nieta caminaban hacia el fondo donde se encontraban las colecciones para niños.
Compraron cuentos infantiles y un libro en edición de bolsillo sobre la cacería en el África con prólogo de Hemingway. Después subieron en el ascensor para saludar a Prude Shelton. Y media hora más tarde abandonaron la librería en la limusina negra. La tigra trató de seguirla a través del intenso tráfico de Manhattan, pero muy pronto la perdió de vista.
Fue así como se inició la fase final de su pesquisa. Lo primero que estableció fue que la limusina pasaba todos los días a la misma hora frente a la librería de Prude Shelton, cuando mister Haldin iba de regreso a su casa. Esta ruta coincidía en varios sitios con algunos de los muchos recorridos que hacía la camioneta de reparto de revistas. La tigra se apostaba al atardecer en alguno de estos sitios, y desde allí perseguía a la limusina hasta donde se lo permitían tanto las circunstancias geográficas de la calle como la intensidad del tráfico. Pero al perderla de vista, realizaba de inmediato una investigación por todos los alrededores, estudiando las distintas vías que hubiera podido seguir la limusina, hasta encontrarla y apostarse allí y volverla a perseguir y así sucesivamente, día tras día, paciente, implacable, hasta que descubrió la residencia de mister Haldin, en el sector residencial de Park Avenue.
A partir de entonces estableció sus hábitos cotidianos, la rutina de la señora Haldin, la nunca impostergada visita que le hacían los nietos durante los fines de semana. En sus tediosos domingos, mister Haldin salía a pasear a pie acompañado por sus nietos, pero esa evidente oportunidad nunca fue aprovechada por La tigra. Los seguía a prudente distancia, paseaba con ellos sin que notaran su presencia, pero jamás atacó a mister Haldin para no atemorizar a los niños.
Siguiendo el mismo método con que encontró la residencia, pero en sentido inverso, La tigra logró establecer el lugar donde trabajaba mister Haldin: el piso 92 del World Trade Center. Entonces elaboró el esquema perfecto del ataque final. Subiendo a veces por el ascensor, pero casi siempre por las escaleras de servicio, hizo su plan maestro, pues aspiraba a que la venganza se consumara de una vez y de un modo infalible.
El día señalado a las ocho de la mañana, mister Haldin salió del ascensor rodeado de todos sus ayudantes. Pasaron tan cerca del lugar donde La tigra esperaba, que era casi un milagro que nadie la viera. Pero ella no se apresuró. Conocía las costumbres de mister Haldin y sabía que iba a su breve sesión de instrucciones del día con sus ejecutivos. Lo dejó tomar sus multivitaminas y su café, y le permitió también continuar hasta el enorme salón de conferencias donde, sentados alrededor de la larga y brillante mesa, sus socios lo esperaban para la primera reunión del día. El salón estaba decorado con toda clase de trofeos deportivos, y en la pared del fondo había una enorme copia de la fotografía de mister Haldin con Ernest Hemingway, junto a la piel del tigre que había matado en la expedición de América del Sur.
En el momento en que mister Haldin se sentó en la silla presidencial, La tigra empujó la puerta de la oficina, cruzó majestuosa el hall, con un absoluto control de sí misma, en medio del terror de los empleados. Siempre tranquila, irrumpió en el salón de conferencias, se encaró a los incrédulos ojos de mister Haldin y saltó por encima de la suntuosa mesa y lo despedazó sin prisa, sin hambre ni odio, con la perfección simple de un inexorable destino.




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6 comentarios:

  1. Hola, Triunfo. Yo soy brasileña, estudiante de maestría en Literatura, y estudio la obra de Gabriel García Márquez. Encontré en su blog una historia muy interesante para mi trabajo, llamado La tigra. Pero necesito las referencias y el número de las páginas para investigar la historia, alguna referencia material. ¿Usted podría ayudarme de alguna forma? ¿Tiene el arquivo en pdf o una copia impresa? Si usted puede ayudarme, podemos arreglar eso. Muchas gracias.

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  2. Sé que La tigra es un guión para el cine, entonces me gustaría saber se el texto acá publicado es una adaptación o es realmente así. ¡Gracias!

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  4. Muy buen libro, lo recomiendo mucho, nos deja una gran enseñanza y además es muy divertido y entretenido.

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