Europa Luna de Júpiter |
EL UNIVERSO HUMANO
Había una mujer tan bella que muy pronto quedó embarazada. Sin embargo, a nadie preocupó lo más mínimo el hecho, muy normal dentro del prodigio de la naturaleza. Pero a Cielo —que así se llamaba la mujer— le sucedió algo tan extraño que su embarazo por un momento hizo temblar las leyes biológicas de la perpetuidad de nuestra especie.
Sucedió que fueron pasando los meses y a Cielo, como es de suponerse, le crecía el vientre. ¿Por qué no? ¿Acaso no le había crecido a Eva y a Briggite Bardot? ¿Por qué entonces no le podía crecer el vientre a Cielo, también criatura de Dios y tan bella?
Pero pasaron las nueve lunas y el alumbramiento no llegó y vinieron otras lunas y a Cielo le siguió creciendo el vientre. ¿Qué hacer ante este hecho tan alarmante como desconocido? ¿Qué decían al respecto los libros sagrados de las parturientas? ¿Castigo de Dios? ¿Obra del Diablo? ¿Mal de ojo?
Sin embargo, una noche Cielo se dio cuenta de que en lugar de haber dado a luz hacia fuera, había dado a luz hacia adentro. Su hijo había nacido dentro de su propio cuerpo.
Con gran serenidad de ánimo la madre se fue adaptando al nuevo proceso involutivo, y el hijo, como si se hubiera resignado desde un comienzo a su absurda situación, comenzó a organizar su vida.
Cielo se puso a desarrollar a base de reflejos un desconocido amor maternal por ese cuerpecito que llevaba dentro y que a veces se movía como un gato. Primero lo sintió gatear, las rodillas del nene se hundían en ese blando almohadón que es la capa basal del endometrio. Luego lo sintió caminar; la cabeza le rozaba algunas vísceras, y Cielo, con la leche agriada, caía en otra estación de la vigilia. Ante su sorpresa, los pasos del niño no la lastimaban en lo más mínimo.
Pasaron los años y Cielo, atenta a sus movimientos, trataba de seguirlo, y a cada instante se preguntaba en qué meridiano de su vientre el pequeño estaría parado.
¿Como llamarlo? ¡Ícaro! ¿Por qué no? Al fin y al cabo Ícaro es un nombre hermoso. ¿Acaso Ícaro no quiso alcanzar el cielo? Así que Cielo decidió ponerle por nombre Ícaro.
Un día Cielo oyó ruidos extraños. Eran monosílabos, palabras entrecortadas. El niño quería aprender a hablar. Entonces, Cielo le enseñó a decir “mamá”, a decir “Cielo” y a decir “Ícaro”.
Desde ese momento el pequeño fue entendiendo el significado de los sonidos y una vez posesionado del esplendor de las palabras, comenzó a desarrollarse entre madre e hijo la aventura de un dialogo que no terminaría sino en la separación definitiva de uno de los dos.
- Ícaro, ¿quieres un caballito?
- Sí, mamá.
Y Cielo se tragó un caballito de madera para que su hijo jugara con él. Y luego le envío más juguetes, llegando hasta el extremo de tragarse en diciembre un pino y las bombillitas rojas para que Ícaro tuviera también su árbol de Navidad, e Ícaro lo plantó y lo alumbró y de noche, el fabuloso vientre rosado de Cielo, parecía una lámpara iluminando el mundo. Y aunque parezca mentira, aquel diciembre el Niño Dios le trajo como regalo de Navidad un trencito eléctrico. A partir de ese momento, Cielo se acostumbró a quedarse dormida cuando el juguete comenzaba a hacer taque-taque-taque-taque.
Cuando cumplió siete años, Cielo le envío cuadernos y lápices de colores para que aprendiera a leer y escribir. Y a prendió muy bien. Su primera frase fue: “Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza”; y su primera lectura “Las aventuras de Tío Conejo”.
Y el niño fue creciendo y comenzó a indagar por todo y hasta llegó a preocuparse por el origen de las cosas: “Mamá, ¿quién hizo el mundo?”. “Mamá, ¿qué fue primero, la gallina o el huevo?”. Y Cielo le contestaba maravillosamente con la bondad en la boca.
Cuando se sintió hombre, Ícaro decidió estudiar filosofía para hallar una respuesta a la pregunta: “¿Quién soy?”; “¿Qué hago aquí encerrado?” Entonces Cielo se tragó desde La República de Platón hasta El Ser y la Nada. Al final, no encontrando en la filosofía la respuesta que buscaba, decidió ser astronauta y así se lo comunicó a su madre. La mujer escuchó su súplica y una noche, sin que la viera, se tragó un vestido espacial y un cohete.
Ícaro comenzó a prepararse para la grande aventura. Cuando llegó el momento culminante levantó vuelo y comenzó a sondear el Universo de Cielo. Recorrió su cintura; bajó varias veces por los muslos hasta el límite de los pies; estudió con detenimiento el corazón, pues le mortificaba saber que ese órgano tan lleno de bondad y sabiduría fuera tan falsamente comprendido; atravesó la vía láctea de sus senos dejando en su pecho un resplandor de luz anaranjada. Se internó por la garganta y conoció la andrómeda de sus labios; subió hasta los dos astros de sus ojos, y allí por primera vez Cielo e Ícaro se miraron mutuamente. Le dio varias vueltas al planeta del cerebro, avanzó tal vez buscando el milagro de la vida por entre los brillantes tejidos de la carne, se cercioró de la blancura de los huesos y, finalmente, embriagado de tanta belleza, cayó en el torrente circulatorio de Cielo y allí entre la espuma del tiempo y de la sangre, quedó girando y girando hasta que Ícaro se agotó como un meteoro.
Elmo Valencia nació en Cali en 1933. Obtuvo en 1967 el Premio Nadaísta de Novela por su obra Islanada.
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