Fotografía de Nicolas Prod |
John Jairo Junieles
Antes de entrar al periódico, trabajé seis meses en una emisora como conductor de un programa nocturno cuya misión era brindar alguna compañía a los viajeros de la noche. Se trataba de pasar entrevistas, algo de música, hablar sobre determinado tema y contestar las llamadas de los oyentes que quisieran opinar sobre el tema o decir alguna cosa interesante sobre lo que se les ocurriera. Al principio no me gustó aquello: era un poco aburrido y pesado, pero con el tiempo me fui habituando.
A veces llamaba gente en verdad muy curiosa, como un escritor que propuso leer veinte líneas de su obra maestra, rechazada por veinte editoriales y desconocida en decenas de concursos. El escritor me aseguraba que era un gran libro pero que la incomprensión era palmaria en el mundo literario. Total que lo dejé leer sus veinte primeras líneas, que resultaron peor de lo que imaginé. Esa noche no le comenté nada, pero estaba dispuesto a decírselo a la noche siguiente. Sin embargo, antes de eso recibí una pirámide de cartas y decenas de llamadas felicitándome por aquel acierto.
La razón era que la voz y, sobre todo, el texto del escritor habían curado del insomnio a un montón de gente y me pedían por caridad que lo dejara seguir leyendo cada noche. En realidad, no era del todo ético dormir a la gente porque mi labor era mantenerlos despiertos con historias apasionantes. Pero esos oyentes me aseguraron que sus radios iban a permanecer encendidos; así, aunque no estuvieran escuchando, el raiting iba a mantenerse.
Esa noche le dije al escritor que teníamos una nueva sección en el programa: “Veinte minutos para soñar”. El éxito fue rotundo. El escritor recibió ayuda de aquellas personas que había curado del insomnio y pudo publicar su novela.
Otra historia de esa época fue la de un tipo que había perdido a su perro y estuvo varias semanas repitiendo un mensaje para encontrarlo. Era increíble la cantidad de cosas dulces y tiernas que aquel hombre decía a su perro pidiéndole regresar. Una noche escuchamos unos ladridos en la entrada de la emisora.
Mi asistente fue a echar una ojeada y, por supuesto, encontró a Bebé, un doberman, fuerte como un toro de lidia y alegre como una mariposa, que apenas abrieron la puerta se coló y corrió directamente al estudio. Puse al perro en contacto telefónico con su amo y escuché cómo intercambiaban ladridos y frases de cariño. El hombre vino por él, me agradeció y se fue con la mayor sonrisa que he visto en mi vida. Recuerdo que la mujer de aquel hombre vino a acompañarlo, pero ni él ni su perro le prestaban atención. El sujeto la trataba con desprecio, sólo le habló para darle órdenes y el perro gruñó cuando ella intentó sobarle la cabeza. Sentí pena por ella, me pregunté qué la hacía seguir compartiendo su vida con ese par de animales. Ni siquiera supe su nombre.
A veces llamaba gente para enviar mensajes amorosos, u homosexuales que querían asociarse. Una noche llamó un asesino que quería enviar condolencias a los familiares de sus víctimas y un saludo a los que pronto morirían en sus manos.
Su frase favorita era: “Ya saben, deben levantar la cara para que no queden mal degollados”. Yo traté de sacarle pistas con un detective al lado, pero me dijo que los locutores curiosos estaban entre sus víctimas favoritas. El asesino hablaba con gran estilo y era una persona sumamente culta: por aquí y por allá soltaba frases de Georges Bataille y, sobre todo, de Gilles de Rais, aquel infame señor de holocaustos. Estuvo también lanzando amenazas contra el mundo de hoy, y a veces recitaba un poema de Keats o de Shakespeare.
Mi asistente decía que era sólo un loquito, un ratón de biblioteca que seguramente no había matado a nadie y que sólo hacía esas cosas en sus fantasías. Yo le insinué eso al sujeto y soltó una carcajada. A la siguiente noche encontraron a un sacerdote degollado a veinte pasos de la emisora.
Pero la historia más interesante de esa etapa fue la de una mujer que empezó a llamar cada noche para hablarme de sus problemas sentimentales, el mayor de los cuales era la indiferencia que le deparaba un hombre del cual estaba enamorada profundamente. Yo trataba de aconsejarle que pensara en otra persona, que era mejor no forzar las cosas cuando se trataba de amor. “El amor es más frío que la muerte”, le dije recordando a Fassbinder, pero aquella mujer estaba obsesionada.
El objeto de su amor era el ayudante de un odontólogo, un muchacho gordito de baja estatura que, según ella, tenía los mismos ojos soñadores de John Voight en Cowboy de medianoche. Ella era empleada en un almacén de cadena y se gastaba la mayor parte del sueldo haciéndole regalos a su amado. Él se los recibía sin escrúpulos, pero no cedía a las pretensiones de la muchacha, que se describía a sí misma como una morena interesante de amplias caderas, senos medianos y una sonrisa linda.
Una noche, después de un mes de estar llamando, no se hizo presente. Aquello me extrañó, pero yo sabía que la gente era así. A lo mejor ya había encontrado a otro príncipe azul, a lo mejor había optado, como yo, por pasar el resto de su vida viendo películas clásicas en la televisión. Pero a la noche siguiente me llamó y me pidió mi opinión sobre si yo creía que aquel amor suyo era imposible o no. Lo pensé y decidí que lo que más le convenía era olvidarse de aquel avivato. “Creo que él jamás te amará o te respetará, debes olvidarlo y esperar con fe y paciencia, ya llegará alguien, siempre llega, dalo por seguro”. Ella dijo: “Le creo, usted es una persona sincera. Adiós”. Escuché el disparo y me imaginé la escena.
Al día siguiente renuncié.
John Jairo Junieles
Con la luz que me queda basta
Bogotá, Panamericana Editorial, 2007
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