Susan Sontag: "El comunismo no es sino la forma lograda del fascismo"
Continuamos con la colaboración con la revista 'Quimera' y las entrevistas que publicó en los años ochenta a grandes escritores. En esta ocasión, con la escritora y filósofa estadounidense
Este es el cuarto capítulo de la colaboración de El Confidencial con la revista Quimera a través de las entrevistas que publicó en los años ochenta a grandes escritores. Un rescate de la mejor tradición de las entrevistas literarias, que son también un reflejo de cómo era entonces el país y de las ideas que aparecían en los debates. Esta entrevista a Susan Sontag fue realizada por María Dolores Aguilera y apareció en el número 19 de la revista, en mayo de 1982, donde se reverbera la porosidad de una mente para la que sexo y novela guardan su antiguo suspense.
Sus escritos propagan una veracidad infrecuente; ella es divisable, a ligera distancia, empeñada en debelar el enjambre de los sentidos posibles, la ecuación que despeje su guarismo íntimo. A sabiendas de que todo predicado es ilusorio y el fondo visible pero no deseable escribe, es decir, conspira, sin esperar que la marquesa acuda a su cita de las cinco, sin creer que lo indecible exista ni que las metáforas sean inocentes, dejándose persuadir por esa luminosa conjetura que ve en la metafísica una rama de la literatura fantástica. Sus adjetivos, sus referencias, su propensión hacia todo lo europeo (Con el tiempo, el arte ha seguido siendo seducción y voluntad y también conciencia, y no ha decrecido su nostalgia de la vieja Europa). a veces sus ficciones nos parecen insuficientes el goce que su lectura proporciona bastaría para esperar con impaciencia esas dos novelas que en estas páginas anuncia. Aquellagota de gravedad que humedecía sus textos, obstinados en alcanzar un centro que se resiste a toda seducción, tiende a hacerse más y más transparente.
PREGUNTA. En su vida privada fue muy precoz, ¿verdad?
RESPUESTA. En realidad, con el tiempo me parece que fue una falsa precocidad, más bien tengo la sensación de haberme retrasado bastante, aunque sí. Me casé con 17 años, tuve un hijo muy pronto... creía entonces que puede tenerse todo, una familia, unos hijos maravillosos, un marido, genio, la gloria, todo; tal vez porque de pequeña leí la biografía de Madame Curie, que fue mi primer gran modelo. Luego comprendí que tampoco para ella las cosas habrían sido así de simples, que el trabajo del creador es esencialmente solitario, que a la larga hay que elegir entre la vida y las obsesiones. Y sigo creyendo en el amor, la pareja, la familia, aunque para mí las cosas hayan marchado de manera diferente.
P. Y hace siete años conoció la enfermedad.
R. Sí, iba a morir, se me dijo que iba a morir, porque tenía un cáncer grave y en estado muy avanzado. Fui curada, pero el hecho de creerse cerca de la muerte, incluso si no llega a producirse, te marca, te sientes un poco póstuma... Yo detestaba morir, me horrorizaba la idea, no quería morir con 42 años, cuando desde mi punto de vista no había hecho sino comenzar. Como decía, sólo en cierto momento me di cuenta que la mía había sido una falsa precocidad, que iba con retraso y que si iba a escribir una gran obra, la mía, eso iba a ser más adelante, con cincuenta, sesenta años, ¿por qué no?, es más gratificante, imagine el caso del escritor cuyo primer libro es el mejor, no, yo prefiero que sea el último. Además de horrorizada estaba indignada ante el anuncio de mi muerte, contaba aún con algún tiempo. Luché verdaderamente por mi vida, no me resigné a los tratamientos habituales, busqué los mejores médicos del mundo.
R. Sí, vencí, fui curada, pero a veces sigo sintiéndome del otro lado de las cosas y noto una indulgencia, una compasión hacia los otros que antes no sentía, al menos con igual intensidad. No obstante, cualquier experiencia, cualquier vivencia muy intensa posee un lado extraordinario, muy positivo, una euforia propia; recuerdo los momentos de verdadero terror ante la muerte, de pánico animal y eso tenía su lado eufórico, como sucede durante un bombardeo o en el transcurso de una emoción intensa, por más trágica o penosa que resulte; yo no he visto decrecer mi energía vital, pero ya no se apuesta de la misma manera, en mi caso tengo un sentido mucho más agudizado del tiempo. Ya no me gusta perderlo tan fácilmente.
P. Por eso va a dejar de escribir ensayos.
R. Así es, la ficción es un campo inagotable, mucho más rico, sí, ya sé que la diferencia no es tan grande, pero vivimos en una época en la que se aman las opiniones, uno puede convertirse en una máquina de dar opiniones, y yo no tengo tantas, he escrito cuando he pensado que había un hueco, que nadie había hablado de ciertos escritores, de ciertos cineastas y he entendido que yo debía hacerlo. Los ensayos son como pequeños regalos de cosas que me han proporcionado placer, compartiéndolas, al tiempo que yo me doy el placer de decir lo que no ha sido dicho o decirlo de manera diferente. La ficción es el vehículo de las obsesiones, está ahí para canibalizarlo, para devorarlo todo; puedo elegir los ensayos, pero no la ficción. Un detalle completamente material, pero significativo: los ensayos los escribo a máquina, la ficción a mano, pues llega de manera distinta, desde la angustia, y es mucho más sensual. Me parece que por lo que atañe el ensayo he hecho lo que debía, además es sumamente fácil acabar vulgarizándose.
P. Y se está en la obligación de ser coherente.
R. Es cierto, y yo tengo muchas ganas de contradecirme, eso es fácil en la ficción, pero menos en el ensayo. En cualquier caso, lo prometo desde aquí: acabo de escribir un largo ensayo sobre Barthes (no porque no se haya hecho nunca, sino porque nunca se le ha visto bajo la óptica que a mí me interesa, Barthes como escritor, un escritor como Valéry), preparo uno sobre los intelectuales y el comunismo y después me callo, no escribiré ensayo al menos en los próximos tres años.
P. Usted parece especialmente cualificada para ese balance, si es que ha llegado la hora del balance, pues ha formado parte de ese epígrafe intelectuales-comunismo e hizo la peregrinación a China, Vietnam, Cuba...
R. Y en varias ocasiones; sí es la hora del balance, de intentar comprender por qué la gente más noble de este siglo (los sinvergüenzas no me interesan) ha seguido como un ideal un sistema que es una abominable tiranía negándose a creer lo que contaban quienes venían de allí. El comunismono es sino la forma lograda del fascismo. El fascismo fracasó, el comunismo ha sido un éxito, entre otras cosas porque ha sabido atraer, engañar, a millones de personas y esa mistificación me parece mucho más que una tristísima decepción. Es una tragedia de enorme importancia. Si en los años cuarenta y cincuenta se decía, es verdad, las cosas no son como imaginábamos, pero no podemos decirlo, pues haríamos el juego a la derecha, hay que decir que la derecha tenía razón, simplemente. Sobre todo en Europa y EE.UU. tras la última diáspora de disidentes, después de Afganistán, ahora con Polonia, se asiste a un verdadero desvelamiento de lo que es el comunismo y la gente ya no cree como antes. Lo que me escandaliza es comprobar que en América Latina (y es uno de los focos de inteligencia más importantes del siglo) hombres cuya obra admiro en extremo como es el caso de García Márquez y Cortázar defienden Cuba, la Unión Soviética. Su postura política, su ceguera ante el comunismo me escandaliza. No entiendo cómo puede hacerse aún la apología de Cuba cuando, proporcionalmente, es el país del mundo donde más presos políticos hay. Ni que García Márquez visite a su amigo Fidel Castro y no consiga que sea puesto en libertad un poeta como Armando Valladares, encarcelado cuando tenía veinte años. Cito su caso, que me parece escandaloso, me pone enferma, por ser muy conocido, pero hay otros muchos. Lo que Castro ha hecho con Valladares, ni siquiera Mussolini lo hizo a Gramsci; más civilizadamente, Mussolini permitió que, mientras estaba en la cárcel, Gramsci escribiera, recibiera a su familia, etc. Absolutamente nada puede justificar el hecho de que Valladares siga en prisión durante treinta años. Siguiendo con América Latina, entiendo perfectamente su alergia visceral al imperialismo norteamericano, pero creo que ninguna oposición a ese imperialismo, perfectamente condenable, puede justificar la complacencia con una tiranía mucho peor. Me parece indignante que un hombre, un intelectual como Octavio Paz, sea tildado de sucio reaccionario, en el mejor de los casos, cuando se trata de un liberal en el sentido más amplio del término. No ya ideológicamente (rechazo del capitalismo, promoción de un hombre nuevo y de nuevas formas de convivencia comunitaria, fraternidad entre los obreros, politización del intelectual, que se considera subversivo mientras no demuestre lo contrario, inexistencia de sindicatos...) no ya desde el punto de vista ideollógico, repito, en la práctica, fascismo y comunismo son lo mismo, la misma tiranía. Eso se sabía en los años veinte (Serge) y en los treinta (Gide) y nadie hizo caso, al revés. Releer ahora lo que Gide escribió, y por lo que fue despreciado, calumniado, es toda una lección.
P. Pese a su decidida vocación europea, a que sus modelos se encuentran todos de este lado del Atlántico, continúa viviendo en Estados Unidos.
E. No, yo no podría vivir en EE.UU., vivo en Nueva York, más aún, en Manhattan que, aunque más fea, tiene características de ciudad europea. Quizá justamente por haber nacido en EE.UU. he tenido siempre la sensación de poder elegir, porque aquel país es un país prefabricado, querido, en el que la noción de Estado, sin ir más lejos, no existe. No querría denigrarlo, pero basta ver la televisión para darse cuenta de la perpetua lobotomía a que está sometida la gente y eso es, en buena parte, la cultura norteamericana. Por eso no vivo ni enteramente allí, ni enteramente en Europa; mis afinidades son totalmente europeas, mi preferencia por la cultura francesa evidente, aunque Francia no sea ya aquel país mítico de la cultura avanzada que fue. De todos modos es imprescindible para mí no vivir por completo en un lugar.
P. Para un escritor es más fácil sobrevivir en Estados Unidos.
R. Sí, existe el sistema de conferencias en las universidades, de lecturas, actividades que dan mucho más dinero que los libros propiamente dichos. Hay otro aspecto, en EE.UU. la crítica es más honesta, y las capillitas, los clanes, tienen menos, mucha menos importancia. El inconveniente es que nunca llega a hacerse nada de carácter colectivo porque cada uno trabaja en su apartamento aislado, y si hay encuentros, cenas o incluso historias de amor son casi siempre independientes de la literatura.
P. ¿Ha ocurrido algo en la prosa norteamericana después de William Faulkner?
R. Nada, después de él no ha habido nadie de su categoría internacional. Hay muy buenos escritores, algunos de ellos extraordinarios como Donald Barthelme, Elizabeth Hardwick, William Gass, John Updike, Philip Roth, Thomas Pynchon y E. Doctorow, a quienes admiro profundamente, pues su escritura es soberbia.
P. Si no me equivoco, del único escritor norteamericano de quien ha hecho un elogio sin reservas al aparecer su primer libro ha sido William Burroughs.
R. No, no se equivoca, sólo que he cambiado de opinión, aquel primer libro me pareció que estaba en vanguardia, que se trataba de un escritor no convencional. Después he leído cada uno de sus libros, le he seguido, y cada uno de ellos me ha convencido menos; ha ido empeorando, es una escritura demasiado fea y no es que yo quiera que todo sea bello, pero no me gusta su relación con la lengua, relación que en su caso no es inocente, pues es perfectamente consciente de lo que hace, luego habremos de deducir que le gusta la fealdad; y si la escritura es lenguaje, como creo cada vez con más convicción, su lenguaje es por completo destructor, destructor de la lengua.
"A Burroughs le gusta la fealdad; su lenguaje es por completo destructor, destructor de la lengua"
P. Ahora sí, retrocedamos un poco hasta aquellos primeros ensayos, inspirados sobre todo en Wilde, que poseían todo el vigor de un ajuste de cuentas con lo aprendido y leído hasta entonces y hagámoslo a la luz de esos casi veinte años transcurridos.
R. Hablando con algunas personas he visto que, en efecto, ha habido no un cambio, pero sí una modulación nueva desde entonces, que mis ensayos se han hecho más complejos, más ricos en cuestiones. Es cierto que el sentimiento primero era de ajuste de cuentas y en esas circunstancias se es agresivo, exultante. En los años sesenta encontraba la situación cultural de mi país muy mediocre, me dije que sería interesante hacer emigrar algunas ideas provenientes de Europa, producto muchas de ellas no tanto de aquel momento preciso como de un enriquecimiento de siglos. A decir verdad, el autor que leo siempre, que me ha inspirado permanentemente ha sido Nietzsche; si elegí a Wilde, y la afinidad entre ellos es enorme, fue porque quería utilizar algún modelo de la cultura anglófona. Siempre he buscado en los otros la base para lo que yo misma quería decir.
P. La referencia al "artista ejemplar" es permanente en sus escritos.
R. Sí, por tomar un ejemplo de un texto que ha aparecido en el primer número de Quimera, cuando escribí acerca de Canetti elegí, entre los centenares de temas que podía sugerir, uno con el que me identifico plenamente: su capacidad de admiración, la idea de un gran modelo. En cierto aspecto, toda mi conciencia se ha construido sobre la circulación de grandes modelos, que cambian, por supuesto; a veces alguien que pasa a ser un modelo para mucha gente deja de serlo para mí y entonces busco, o encuentro, otro que resulte más enriquecedor; el reciclaje es incesante. Se trata de instrumentos de mi propia conciencia que refiero a un modelo. Otro modelo, aunque infinitamente más importante, hablo de la obra, no de la persona, ha sido Godard. Para mí Godard fue una auténtica revelación, creo que no es sólo el creador, el gran artista que asume todos los elementos de la modernidad, los principios, los estilos, la fantasía, sino que el cine puede dividirse en antes de Godard y después de él. En estos momentos yo no encuentro un equivalente en la literatura, en ningún sitio. Godard, aunque en cierto modo represente el fin del cine, es un genio innegable de la segunda mitad del siglo XX, acaso el único.
P. Pero querría recalcar lo del "artista ejemplar" y la moralidad que esa noción encierra.
R. Sí, en realidad, entre esos que llamo grandes modelos hay algo en común: su voluntad de ir hasta el fin, en todo, y eso va muy bien con mi temperamento. En cualquier caso, no estoy convencida de la relación entre vida y obra, ni siquiera de que todo el mundo tenga que ir hasta el final. En el caso de Artaud, por ejemplo, después de trabajar en él durante años, es un modelo del que reniego, me parece que he llegado a comprenderlo demasiado bien y me horroriza, es un modelo a rechazar, aunque interesante.
P. ¿Por qué?
R. Porque en el fondo es demasiado pobre como modelo, a la postre es un modelo nihilista, destructor, que todo lo aniquila, sin que pueda construirse nada a partir de él, como es el caso de Godard. Incluso un modelo tan extraordinario como el que representa Gertrude Stein es rechazable. Es curioso, pienso ahora en alguien que me marcó enormemente cuando tenía dieciséis o diecisiete años. Hablo de La deshumanización del Arte de Ortega y Gasset, que cayó en mis manos por azar y me dejó extasiada; esto es, me dije, sintiendo que de repente se me daba el marco en el que yo podía entender mis gustos por lo onírico, por lo irreal... por decirlo de alguna manera fue el primer texto protoestructuralista que leí, fue una confirmación.
P. Preguntarse cómo, qué, dónde está ese artista ejemplar y, a ser posible, moderno, nos obligaría a desguazar esas nociones; el aspecto moral, por otra parte, parece haber cobrado importancia para usted a lo largo de los años.
R. Todo lo que he escrito no ha sido sino un pretexto superlativo para abordar el tema de la modernidad, para comprender qué es ser moderno, pues Rimbaud lo dijo, hay que ser absolutamente modernos, sí, pero eso qué quiere decir, ese es el gran tema, un tema que comprende ambos aspectos: el estético y el moral y que se remonta a Platón y Aristóteles. Por mi parte, pensaba en los años sesenta que la moral marchaba bastante bien sin mi colaboración, y puse el énfasis sobre la estética. He comprendido después que la moral no va tan bien como creía y hay que cambiar el acento de lugar, entre otras razones porque el esteta es asimilado de manera casi irrisoria por la sociedad de consumo.
"Rimbaud lo dijo, hay que ser modernos"
P. De su última colección de ensayos, Bajo el signo de Saturno, podría concluirse que la melancolía es la forma, o al menos una forma, de la modernidad y su prototipo Walter Benjamin.
R. Literal y moralmente yo nací bajo el signo de Saturno y con el tiempo he ido convenciéndome cada vez más que las únicas categorías que me interesan son las del temperamento y la sensibilidad. En mi caso la melancolía es ese motor primero, ese signo. Más aún, cuando termine la novela que tengo en marcha sobre el turismo y el exilio, la que espero que sea mi mejor novela girará en torno de la melancolía, bajo todas sus formas.
R. ¡No podría resumirlo! He trabajado toda mi vida en ello, aunque hay indicios que
P. ¿Y en arte?
R. El arte ha llegado a ser autónomo y esa es una circunstancia moderna. Todo gran arte de nuestra época se basa en la consideración de que el arte es lo único que queda, el único lugar donde el espíritu puede expansionarse, un lugar que ocupaba la religión y que se ha desplazado hacia el arte, convirtiéndolo así en una actividad autónoma, espiritual, a través de la cual el ser humano se trasciende, aun siendo como es algo que tiende a destruirse. Otro aspecto de la modernidad, anunciado por Benjamin y robado por Malraux, es que todo el arte puede tenerse, en miniatura, en casa, ya sean libros, discos, reproducciones, es decir la obra de arte entendida como objeto reproducible al infinito. Eso crea una actitud completamente nueva si pensamos, por ejemplo, que Beethoven no escuchó nunca a Bach. En el pasado, el acceso al arte, a sus objetos, a toda la historia del arte era, por parte de los creadores, muy restringido. Ahora, no sólo el volumen de conocimientos de lo que se ha hecho en arte desde sus orígenes es enorme, sino que podemos tener en casa toda su historia en miniatura.
P. Usted se ha referido siempre a la necesidad de una sensibilidad nueva que se adecuara a las nuevas formas; además de la fe en el futuro del arte, eso parece implicar una cierta idea de progreso. En apariencia nuestras preocupaciones no difieren mucho de las que imperaron a principios del siglo XIX.
R. En principio, el arte no morirá mientras quede un ser humano vivo; no hablo de progreso, esa es una de las grandes diferencias entre ciencia y arte, que no puede hablarse de progreso en arte igual que se hace respecto a la ciencia. Yo hablo de mutación, de un cambio sin posible retroceso; de hecho no hay progreso, no ha habido un Shakespearedespués de la revolución industrial. Y desde luego seguimos viviendo con las bases propuestas a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero no sólo en arte. En política, los presupuestos de la revolución francesa siguen vigentes, la revolución bolchevique no fue sino una trasposición de la francesa, otra versión de la mentalidad jacobina, o sea que, políticamente hablando, vivimos con ideas de hace dos siglos. En cuanto al arte, en mi opinión nos ponemos las mismas cuestiones que se ponían los románticos, cuando les leemos nos damos cuenta nos damos cuenta que su discurso es igual al de hoy. Eso me parece normal, es normal que ciertas ideas de base duren un siglo y medio, lo que ocurre es que somos demasiado impacientes y ese período es largo para una vida, para una persona, pero no para una cultura. ¿Qué fue el surrealismo sino una segunda versión del romanticismo? Toda la estética surrealista estaba en los románticos alemanes de manera implícita, latente.
P. En uno de esos párrafos fulgurantes, enormemente sugestivos, con que suele dar por terminado un ensayo escribía que algún día sería preciso analizar cómo el arte modifica y altera los procesos conscientes o, como acaso diría Wilde, ¿qué le debe la vida al arte?
R. Bueno, el arte es lo serio, lo que llega a ser consciente, que toma forma, es la conciencia encarnada: En general todos vivimos dormidos, no despertamos verdaderamente, la mayor parte de nuestra vida transcurre en una inconsciencia casi total, que es normal, pues somos en primera instancia animales. Hay momentos trágicos, o de gran alegría, o cruciales; por lo general, sin embargo, vivimos al mínimo, todos. Y eso es normal, la normalidad misma. En la historia de la especie humana, de la conciencia, es el arte el que despierta, el que muestra lo serio, y con más intensidad ahora. La idea de base es la conciencia y todos los estudios acerca de ella, de las manifestaciones emotivas que bajo todas sus formas se centraban en la religión, que era, no solamente una manera global de ver el mundo sino de gobernarlo. Con la descomposición de ese sistema religioso en Occidente nuestra espiritualidad ha quedado sin abrigo, en carne viva, en exilio. Y en el arte es donde se hospeda este espíritu en exilio, este espíritu sin patria para el que el arte representa una segunda ciudadanía. Es así de grandioso, creo. El arte emparenta con lo serio, lo verdaderamente serio y también con todas las formas de superar las fronteras, destrozar los tabúes, liberar lo carnal, pues es una investigación, una búsqueda, una actividad muy intensa y perpetua y no creo que haya razón alguna por la que eso deba terminarse. Evidentemente hay obstáculos, en la medida que la amplitud de las actividades artísticas y el conocimiento que de ello se deriva mina la actividad en sí misma, pues el artista no sólo llega a un grado exacerbado de conciencia, que acaba siendo esterilizante, sino que vive bajo el imperativo de crear constantemente y cosas nuevas, ya que el progreso industrial se basa en el consumo, en la canibalización inmediata.
"En general todos vivimos dormidos, no despertamos, la mayor parte de nuestra vida transcurre en una inconsciencia casi total"
P. Debe haber matices, diversos grados para las distintas modalidades artísticas, ¿verdad?
R. Es evidente, ese imperativo se nota especialmente en las artes plásticas y en la música; es menos cierto para la literatura, que es bastante conservadora en ese aspecto, y por buenas razones, seguramente. La mayor parte de lo que se hace en pintura y en música es francamente deplorable, penoso, con relación al pasado, y nadie que sea honesto podría sostener lo contrario. El gran problema reside en esa falsa idea según la cual hay que matar el pasado y hacer cosas nuevas a toda costa. En pintura no se ha hecho nada que valga la pena desde hace cuarenta años, se ha suicidado, como se ha suicidado la música. Schoenberg llegó y destruyó verdaderamente la música, y no se ha repuesto desde entonces. En literatura se han dado este género de tentativas, la más ambiciosa de las cuales ha sido la de Joyce. Finnegans Wake es la destrucción de la literatura, es cierto que lo supera todo, pero al fin y al cabo no es sino un libro que va a parar a una estantería al lado de otros libros; yo tengo la impresión de que la literatura es más resistente a esas tentativas, sigo creyendo en ella.
P. Cuando comenzó a escribir sobre teatro, usted vio en el escenario el lugar donde todas las artes podrían, al fin, aunarse.
R. Esa era la gran idea de Wagner, y quizá una de las más importantes de estos tiempos, el teatro como arte por excelencia de nuestra época. Pero creo que el gran heredero de esta idea ha sido en realidad el cine. Personalmente adoro el espectáculo en todas sus formas y he hecho cine y teatro, pero mi auténtico compromiso es con la literatura e incluso estando por una literatura polifónica, a varías voces, como es mi caso, me doy cuenta que eso no tiene nada de teatral, sino que es esencialmente lingüístico, estoy de acuerdo con Valéry, la literatura se hace con palabras.
P. Al hablar de modernidad no hemos mencionado los intentos de romper la tradicional invulnerabilidad del espectador, de maltratarle.
R. Ese es uno de los clichés de los que vive el mundo del arte desde hace un siglo: atacar al espectador. No hay nada nuevo en eso, Jarry, Marinetti, Artaud y muchos más lo hicieron. No se hace otra cosa que luchar con el espectador en la gran esperanza de trastornarlo, chocarlo. El problema de todo el arte moderno, que es agresivo, reside en que la eficacia de esa agresividad depende de la solidez de los tabúes; rotos los tabúes, el espectador o lector queda indemne. Esa agresividad forma parte del clasicismo moderno, pues ha sido un éxito, al presuponer una resistencia, una resistencia por parte del espectador que ya no existe, y ese es el fracaso, la falla del arte contemporáneo, su éxito, dado que esa agresividad opera hoy en un público totalmente complaciente, que quiere ser agredido, que no espera otra cosa.
P. Pienso ahora en Beckett: cuanto más grises, más insípidas son las versiones de sus piezas, más público acude.
R. Pero Beckett ha recibido el Nobel, y el Nobel no se da, no se ha dado nunca, a quienes contestan verdaderamente, sino a los considerados como clásicos, y Beckett lo es, Beckett es Feydeau, es el boulevard de la modernidad.
P. Usted ha dirigido tres películas y se ha interesado además por la comunicación e influencia mutua de cine y literatura.
R. Durante mucho tiempo el cine ha sido el arte más importante de nuestra época, es lógico que haya marcado otras modalidades artísticas. Desgraciadamente asistimos a un momento de pleno declive del cine, lo cual es muy penoso para quienes como yo adoren el cine. De todas formas, cincuenta o sesenta años de gloria, de inmensa creación, es extraordinario. La internacionalización del arte y la interpenetración de sus distintas modalidades son también fenómenos modernos. El cine ha sido enriquecedor, sobre todo desde el punto de vista técnico, formal, pues ha mostrado cómo se puede ir más rápido, cómo avanzar de una manera, por utilizar otra vez una palabra importante para mí, más polifónica, múltiple. Hay muchas lecciones a extraer del cine, aunque ahora aparezca como un arte en estado póstumo.
P. El espacio se nos acaba y apenas si hemos hablado de sus obras de ficción. Querríamos saber, de una parte, cómo se produjo la chispa, el tránsito del deseo, o la idea, al acto y, de otra, si los sueños persistirán como argucia narrativa.
R. Estaba una noche en un café con una amiga, quizá ha llegado para mí el momento de escribir algo, le dije bromeando; pero ella me tomó la palabra y me desafió. Salimos sin tomar la consumición y llegué a casa a las doce de la noche. Me senté a la máquina y escribí las primeras veinte páginas de El Benefactor, sin tener ni la menor idea de lo que hacía. Era entonces profesora en la universidad de Columbia y pasé seis horas dementes, en una gran euforia. Antes, había comenzado novelas, teatro, que nunca terminé. Esa noche tuve la impresión de que mi periodo de aprendizaje había terminado. Pero el punto de partida de la novela fue totalmente arbitrario Es un proceso misterioso. Cuando la terminé, dos años después, pues me absorbía mi trabajo en la universidad, supe que era publicable. Al escribir esta novela tenía la vaga conciencia, confirmada con el tiempo, de que parodiaba modelos, sobre todo modelos franceses –era la época en la que estaba casi totalmente dominada por mis lecturas francesas–; sin duda las imágenes, las fantasías eran en buena parte mías, pero otras muchas eran literarias. En aquel tiempo yo tenía horror de la autobiografía, así que como primera novela me parece normal haber caído en el otro extremo, el de la cultura literaria. En cuanto a los sueños, los introduje instintivamente, desde el comienzo, para diversificar la narración y en ese sentido, como astucia narrativa, es como me interesan. Efectivamente donde termina El Benefactorcomienza
QUIMERA
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