martes, 3 de septiembre de 2024

Cuatro ciudades para alucinar en Japón




El callejón Omoide Yokocho, en el barrio de Shinjuku de Tokio.GONZALO AZUMENDI
Cuatro ciudades para alucinar en Japón

Rascacielos en la electrizante Tokio, templos en Kamakura, jardines zen en Kioto y el parque de Nara. Un viaje iniciático por un destino de moda


MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
12 JUN 2018 - 10:14 COT


Si vamos a emprender nuestro primer viaje a Japón, lo mejor es limitarse. El primer dato a tener en cuenta es que se trata de un archipiélago de más de 6.800 islas que, en total, ocupa una superficie de 378.000 kilómetros cuadrados. En esos territorios dispersos, en los que conviven caóticas megalópolis con barrios o aldeas que parecen anclados en el pasado, viven 130 millones de personas con creencias, costumbres, gastronomías y culturas locales muy diversas, lo que implica que el viajero prudente debe renunciar a priori a toda pretensión de exhaustividad. Eso sin contar con el choque cultural que experimenta inevitablemente el visitante occidental ante los comportamientos cotidianos, desde el protocolo tácito de inclinación que adoptan para las reverencias con las que los japoneses saludan o expresan respeto (leve —­eshaku— entre amigos, mayor —keirei— para los mayores o jefes y aún más inclinada —saikeirei— para disculparse o agradecer) hasta el elaborado uso del lenguaje corporal, el gusto por la utilización de uniformes o la sofisticada tecnología de los retretes. A pesar de que la globalización ha propiciado un mundo más homogéneo, lo cierto es que en Japón el viajero no cesa de sorprenderse nunca.

Una embarcación en el río Hozugawa, en las cercanías de Kioto.SHOSEI / AFLO (4CORNERS)

La mayor parte de la población se concentra en las grandes ciudades de las cuatro islas principales: Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu. En Honshu, la más extensa, se encuentran algunas de las ciudades que más nos suenan: TokioKiotoYokohama, Osaka e Hiroshima. En un primer viaje vamos a limitarnos a un periplo abarcable en 10 o 12 días y fácilmente realizable utilizando trenes (es fundamental conseguir el Japan Rail Passantes de emprender ruta) y transporte público. Visitaremos Tokio, la megalópolis que cada día atrae a más viajeros de todo el mundo; Kioto, la auténtica capital cultural del Japón, y dos ciudades monumentales distantes a menos de una hora en tren de cada una de ellas: Kamakura y Nara. Y una recomendación: en la estupenda página web japonismo.com y en muchos de los foros japonistas creados y mantenidos por expertos viajeros encontrarán todo tipo de informaciones prácticas contrastables, así como indicaciones útiles sobre costumbres, alojamientos, gastronomía y otros aspectos importantes.

Tokio

Levantada en la llanura de Kanto, regada por el río Sumida, y bordeando la bahía que lleva su nombre, Tokio no es una capital antigua. Su verdadera fundación se remonta a finales del siglo XVI, cuando el shogunTokugawa Ieyasu decidió construirse una fortaleza en la antigua aldea de pescadores conocida por el nombre de Edo. Desde entonces, Tokio ha soportado asedios, incendios, terremotos (el de 1923 fue el peor), tifones y destrucciones de barrios enteros a cargo de los bombarderos B-29 durante la Segunda Guerra Mundial. Todo lo cual no ha impedido que en la actualidad su monstruosa área metropolitana —servida por una de las redes de metro y ferrocarril más densas del planeta— albergue a más de 30 millones de personas, y su centro, a más de 13 millones. Es ese centro, dividido en 23 barrios, cada uno con su propia personalidad, el que atrae a los viajeros de todo el mundo.

En Tokio lo viejo y lo nuevo conviven incluso en los mismos barrios: no es nada extraño que a la vuelta de las rutilantes y bulliciosas avenidas de Shibuya se escondan pequeños templos budistas, o que tras los rascacielos de Shinjuku —construidos sobre suelos más resistentes a los seísmos— se extiendan callejuelas (como en el distrito de Golden Gai) con pequeñas tabernas (izakayas) y bares de copas en los que, a la salida del trabajo, se mezclan salarymen (ejecutivos) y turistas. Una magnífica panorámica de la ciudad puede obtenerse en observatorios como el del impresionante edificio del Ayuntamiento (Tôchô) en Shinjuku, desde el que en los días claros puede verse el monte Fuji, o por medio de un crucero por el Sumida, en un trayecto que conduce desde el popular distrito de Asakusa (en el que es imprescindible la visita al templo Senso-ji y al dédalo de calles repletas de puestos que lo rodean) hasta Odaiba, un barrio ultramoderno ganado al mar. En la cercana isla de Toyosu estará, posiblemente a partir de octubre, la nueva sede del célebre mercado de pescado de Tsukiji.

Mientras Tokio se lava la cara y modifica su perfil urbano con vistas a los Juegos Olímpicos de 2020, un acontecimiento que atraerá a millones de visitantes, el viajero tiene donde elegir: docenas de importantes museos (imprescindible el Museo Nacional, en el Parque Ueno); centenares de templos budistas y santuarios sintoístas (como el de Meiji Jingu, en el soberbio parque Yoyogi); jardines y parques exquisitamente cuidados (como el del Palacio Imperial); barrios horizontales como Yanaka, donde se conserva una atmósfera tranquila y algo pueblerina que contrasta con el frenesí de Akihabara, la “ciudad eléctrica” en la que se abastecen los otaku, obsesos de tecnología, mangas y muñecos de toda clase, o de Shibuya, un centro de consumo cuya agresiva iluminación lo convierte en una especie de Times Square multiplicado por 10, y en el que, a horas punta, las multitudes parecen interpretar un enloquecido ballet humano.

En Tokio lo viejo y lo nuevo conviven incluso en los mismos barrios: no es nada extraño que a la vuelta de las rutilantes y bulliciosas avenidas de Shibuya se escondan pequeños templos budistas, o que tras los rascacielos de Shinjuku —construidos sobre suelos más resistentes a los seísmos— se extiendan callejuelas (como en el distrito de Golden Gai) con pequeñas tabernas (izakayas) y bares de copas en los que, a la salida del trabajo, se mezclan salarymen (ejecutivos) y turistas. Una magnífica panorámica de la ciudad puede obtenerse en observatorios como el del impresionante edificio del Ayuntamiento (Tôchô) en Shinjuku, desde el que en los días claros puede verse el monte Fuji, o por medio de un crucero por el Sumida, en un trayecto que conduce desde el popular distrito de Asakusa (en el que es imprescindible la visita al templo Senso-ji y al dédalo de calles repletas de puestos que lo rodean) hasta Odaiba, un barrio ultramoderno ganado al mar. En la cercana isla de Toyosu estará, posiblemente a partir de octubre, la nueva sede del célebre mercado de pescado de Tsukiji.

Mientras Tokio se lava la cara y modifica su perfil urbano con vistas a los Juegos Olímpicos de 2020, un acontecimiento que atraerá a millones de visitantes, el viajero tiene donde elegir: docenas de importantes museos (imprescindible el Museo Nacional, en el Parque Ueno); centenares de templos budistas y santuarios sintoístas (como el de Meiji Jingu, en el soberbio parque Yoyogi); jardines y parques exquisitamente cuidados (como el del Palacio Imperial); barrios horizontales como Yanaka, donde se conserva una atmósfera tranquila y algo pueblerina que contrasta con el frenesí de Akihabara, la “ciudad eléctrica” en la que se abastecen los otaku, obsesos de tecnología, mangas y muñecos de toda clase, o de Shibuya, un centro de consumo cuya agresiva iluminación lo convierte en una especie de Times Square multiplicado por 10, y en el que, a horas punta, las multitudes parecen interpretar un enloquecido ballet humano.



Los barrios de la ciudad son también museos vivos de la vida de los tokiotas y de sus distintas tribus urbanas. Ginza y Omotesando, dos de los distritos que albergan más marcas de lujo (Issey Miyake, Shiseido, Hermès, Prada, Armani, Bulgari) y en los que el metro cuadrado cuesta una auténtica fortuna, reciben cada día a miles de curiosos dispuestos a besar escaparates de productos inasequibles para la inmensa mayoría. Nada que ver, por ejemplo, con Jimbocho, en cuyas calles se concentran las librerías de viejo, o con Roppongi, un barrio de negocios y rascacielos cuyos bares de copas atraen a los amantes de la noche. Hay un Tokio para cada gusto: calles más bien canallas, como las de Kabuki-cho (un barrio rojo muy turistizado, en el que se acumulan las saunas eróticas, las casas de masajes, los sex shops y los clubs de striptease) o Takeshita-dori, en el vibrante barrio de Harajuku, a la que los años han convertido en una especie de Carnaby Street venida a menos que sigue atrayendo a turistas deseosos de fotografiar a cosplays góticas ataviadas con trajes de hadas y heroínas de manga.

Kamakura

Después de la inmersión en Tokio, Kamakura, situada a 50 kilómetros al sur de la capital y a la que es fácil llegar en tren, supone un oasis de tranquilidad y recogimiento. Rodeada de colinas y bañada por el mar, entra de lleno en la historia en el siglo XII, cuando el cruel shogun Minamoto no Yoritomo la convierte en sede del primer Gobierno feudal de Japón. Kamakura conserva uno de los más impresionantes conjuntos de templos y santuarios de todo el país, y sus playas de arena gris suelen verse repletas de bañistas en verano. El viajero que acuda para pasar solo un día deberá elegir entre la increíble oferta monumental. Entre lo más destacable es preciso citar el gigantesco templo budista de Engaku-ji,fundado en el siglo XIII y reconstruido tras el terremoto de 1923. Se trata de un conjunto religioso que alberga diversos pabellones y edificios sagrados y que cuenta con un pequeño cementerio en el que está, casi escondida, la tumba del gran cineasta Yasujiro Ozu (1903-1963). Otros monumentos imprescindibles son el templo Kencho-ji, emplazado en un bosque de cedros, y el santuario sintoísta Tsurugaoka Hachimangu. Pero sin duda el lugar más visitado en Kamakura es el Daibutsu o Gran Buda, la segunda mayor estatua que el fundador del budismo tiene en Japón. Construida en 1252, ha resistido a tifones, incendios y terremotos. La enorme estructura de bronce representa a Buda meditando, con una sonrisa enigmática y, en medio de su frente, una especie de bucle de plata puntiagudo a modo de un tercer ojo con el que ilumina a la humanidad para sacarla de las tinieblas.

Luces de neón en una de las calles del barrio de Shibuya, en Tokio.GONZALO AZUMENDI

Kioto

Dos horas y 40 minutos en el tren bala (Shinkansen) separan Tokio de Kioto. Rodeada de montañas que la han protegido de los tifones y terremotos que afectan al litoral, fue la capital imperial durante casi un milenio. Ese privilegio, unido al hecho de que fuera deliberadamente preservada de los devastadores bombardeos estadounidenses, ha concentrado en ella un patrimonio cultural tan rico y variado que la han convertido en la auténtica capital cultural del país. Kioto, a la que intentó evangelizar (en vano) el jesuita Francisco Javier en el siglo XVI, es también la ciudad de la tradición, de las geishas y maikos(aprendices de geisha), de las casas de té tradicionales (ochaya), de los quimonos y de las recoletas callejas del barrio de Gion, en el que abundan las antiguas casas de madera (machiya) y acogedoras izakayas donde puede degustarse auténtica gastronomía kaiseki. Pero Kioto es también una ciudad moderna y vibrante, en la que se concentra buena parte de la industria cinematográfica japonesa y el mayor museo de manga del mundo, y en cuyo centro, trazado en el siglo VIII según un diseño de cuadrícula, se levantan elegantes almacenes en bulliciosas avenidas comerciales, además de una enorme red de galerías cubiertas que albergan todo tipo de tiendas y el atiborrado mercado de comida Nishiki.

Cualquier época es buena para visitar Kioto, pero uno de sus grandes momentos tiene lugar durante la sakura, en primavera, cuando florecen los cerezos de las callejas y canales cercanos al río Kamo o los que bordean el célebre Camino de la Filosofía, y los japoneses acuden a la ciudad para la popular celebración anual de la belleza y fugacidad de la vida.

Bosque de bambú cerca del templo de Tenryu-ji, en Kioto.MARSER (GETTY IMAGES)

Hacerse una idea de lo que Kioto ofrece requiere varios días. Si lo que desea el viajero es limitarse a los monumentos declarados patrimonio mundial, tiene docenas para elegir. El palacio imperial y el castillo Nijo son los más importantes monumentos civiles. En cuanto a los religiosos, los más visitados son, además del Pabellón Dorado (Kinkaku Ji) y el Pabellón de Plata (Ginkaku Ji), los templos de Toji (con su pagoda de cinco pisos), de Nishi-Honganji, de Kiyomizu-dera, de Ryoanji —en el que puede admirarse uno de los más hermosos jardines zen de grava y piedra— y el complejo budista de Chion-in, con sus edificios construidos en lo alto de una colina. Entre los santuarios sintoístas destaca el de Shimogamo-jinja y, sobre todo, el célebre Fushimi Inari-Taisha, con sus miles de toris de color rojo vivo formando un tupido pasillo a lo largo de una montaña que recorren los peregrinos.

El templo budista de Nigatsu-do, en la ciudad japonesa de Nara.

Nara, a 42 kilómetros al sur de Kioto, fue la primera capital de Japón y, al igual que Kamakura, sus monumentos principales pueden visitarse en un solo día utilizando los autobuses que parten de las cercanías de la estación. El templo Todai-ji, en pleno parque de Nara, es la sede religiosa de la rama budista Kegon, introducida en Japón en el siglo VIII por el bonzo chino Dosen; su pabellón principal, al que se accede a través de la gigantesca puerta Nandaimon, es el mayor edificio de madera del mundo y en él se aloja, además de otras estatuas, un Daibutsu (buda gigante) en bronce mayor que el de Kamakura. Entre los otros monumentos que merecen el viaje a Nara destacan el santuario de Kasuga Taisha y el templo Kofukuji, con su airosa pagoda de cinco pisos.


EL PAÍS 




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