Juan Goytisolo
Raíz de la pesadumbre
En Juan Goytisolo siempre hubo una amargura, como una zona de sombra que despuntaba en sus libros, en su actitud. En el cansancio infantil y viejo de sus ojos
Juan Cruz
10 de junio de 2017
Era legítimo preguntarse de dónde venía tanta pesadumbre en este hombre que miraba como si estuviera escuchando un terremoto.
Tenía amigos, y también aduladores; viajaba por el mundo con la fama de ser uno de los escritores cuya opinión atronadora ponía firme a los alcaldes de la literatura.
Y tenía mucho poder. El que tienen los escritores después de que su nombre sea más que sus libros.
Sin embargo, en Juan Goytisolo siempre hubo una amargura, como una zona de sombra que despuntaba en sus libros, en su actitud. En el cansancio infantil y viejo de sus ojos.
Daban ganas de irlo a abrazar donde estuviera porque en esas fortalezas parecía también un hombre desvalido, como si hubiera dejado, en medio del océano de palabras que fue su vida, un rastro de sangre, una vida sin resolver. Una amargura.
Se le vio reír (ahí está la foto, riéndose con los Reyes, con Susan Sontag, en Sarajevo); pero en la punta oscura de esa risa siempre había un hombre yéndose, esquivo, como dice Caballero Bonald en su ajustado examen de este ingenio español tan controvertido consigo mismo, tan afanoso por ser y por desaparecer.
Y se le vio dar y recibir mandobles de sus colegas, por envidia, la suya o la ajena, pues en este círculo concéntrico que es el mundo literario siempre hay un grillete que te amarra, y a veces eres tú el que amarra con el grillete.
¿Qué le pasaba? ¿Qué había en ese poso, o pozo, de su alma? Tristeza, había tristeza, inseguridad, una naturaleza escondida en la que habitaban las memorias que lo hicieron, a la vez, español y desespañol, africano y desafricano, europeo y deseuropeo.
La inseguridad lo hizo, es cierto, esquivo y a la vez altanero, parecía que su nariz miraba por encima de las ventanas ajenas; pero esa misma incertidumbre escondía el deseo de quedarse solo. Como eso es imposible, se sintió único, hundió su pluma en una arena difícil y de ahí salieron obras a las que quitó claridad para seguir buscándose en ese túnel que rompió a veces con una risa asimismo triste, cabizbaja.
Ahora viene este retrato de sus últimos años, tan bien trazado por Francisco Peregil, con tantos testimonios explícitos o anónimos. Ahí está Juan Goytisolo cavando en el túnel, a oscuras, queriendo irse de todas partes, y sobre todo de donde querían cuidarlo. Asido a la palabra hasta la penúltima oportunidad y ya renunciando a ella como acaso renunció a la felicidad hace tantos años, cuando supo que en el origen y en el final están la miseria y la muerte.
Este testimonio que viene ahora vale por las palabras que él ya no pudo escribir, por los túneles que ya no pudo sacar a la luz.
Es ese Goytisolo solo y triste el que convoca el abrazo que requieren las personas que, de pronto, en el último suspiro, dejan en la tierra, como una metáfora, con un solo gesto, todo lo que quisieron decir con miles de palabras.
Ahora sobre esta figura impar de la posguerra hay una luz cenicienta del amanecer impregnando la atmósfera de una tristeza indefinible.
Estas son, por cierto, también sus palabras. Sus juegos de manos.
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