Mafuco, sequía y charlas de motocicleta.
Santiago de Cuba es un enorme plato hondo. Una ciudad rodeada por una sierra montañosa que le otorga, desde arriba, cierto aire de coliseo romano. Una ciudad movediza, con una continua actividad sísmica y una enorme puerta al Mar Caribe. Santiago de Cuba es un cráter en medio de un bosque.
Fundada en el lejano 1515 por el conquistador español Diego Velázquez, Santiago fue la primera capital de Cuba: húmeda, cálida, sonora.
Hoy los taxis son motos y las avenidas parecen un hormiguero revuelto. Los maniseros andan por las calles con una lata metálica encendida con carbón hirviendo para mantener calientes los cucuruchos de maní y con un palito de madera o de zinc para golpear la lata y pregonar. Hombres orquestas. A toda hora, por todos lados, Santiago es un concierto de música de cámara interpretado por maniseros con palitos y latas.
Con sus casi 500 mil habitantes, a Santiago le llaman “la tierra caliente”. Es la mata de la conga, del baile en masa. Es donde mejor suenan los tambores y la trompeta china, donde mejor cintura contonean las mujeres. Puro desenfado. Los barrios enteros se retan con cánticos y pasillos, moviéndose por toda la ciudad como si las entrecalles fueran una plazoleta gigante de baile. Un tsunami que arrasa y carga con todos, imparable, carburando alcohol en cantidades industriales.
Si alguien cree que sabe bailar, debe ir a Santiago de Cuba a pasar su prueba de aptitud. A sus carnavales, los mejores, con distancia, de toda la isla.
El pozo de agua
La ciudad padece la intensa sequía que azota a la isla. El agua, bombeada por el acueducto de la ciudad desde las presas, llega a las casas cada quince o veinte días. Es un caos. En las calles uno nota el ajetreo, la lucha constante por llenar un garrafón, una tanqueta o simplemente unos pomos de agua.
Para colmo de males, el río Los Guaos, que atraviesa una parte de la ciudad, es un pantano verde y apestoso. El río que por mucho tiempo salvó a los santiagueros, ahora es una inmundicia y la gente ya no puede recoger agua en él. Los desechos de la Textilera (sede de la industria textil de la provincia) y el Matadero lo han terminado de infestar. Además, en los últimos años ciudadelas insalubres se han levantado cerca de allí, formando pequeñas poblaciones flotantes que han tomado al río como su tanque de basura particular o como el baño que no tienen en sus casas de cartón y madera podrida.
“Hace un mes que no llueve, la presa está en el piso. Estamos por debajo del nivel mínimo, es una situación crítica”, dice Eugenio Frómeta, trabajador de la presa Parada, una de las más importantes de la ciudad, por sus 34 millones de metros cúbicos de capacidad.
Con la escasez de agua, las familias que en sus propiedades poseen pozos naturales por los que corre algún manantial se han vuelto familias poderosas. Todos en Santiago dependen de ellos. Hay varios pozos como esos por toda la ciudad, en las afueras principalmente, y la falta de agua se ha convertido en un gran negocio para los pocos bendecidos por la madre naturaleza.
A esos pozos la gente acude en masa. Por las avenidas pasan las carretillas de caballos con tres o cuatro tanques de cincuenta litros, pasan también carros y camiones, gente a pie, gente en bicicleta, con pomos y cubos a cuestas, ya sea para su consumo personal o para revender luego el agua en las comunidades más lejanas o a los que viven cerca y no tienen tiempo de llegar hasta allá para garantizar el consumo diario.
Lo que en La Habana son los carretilleros, vendedores ambulantes de viandas, frutas y vegetales, en Santiago son los “agüeros”: vendedores de agua que van pregonando por toda la calle con las carretillas de caballo repletas de cualquier tipo de envase que sirva para almacenar. No hay venta más segura que de agua durante una sequía. Negocio redondo.
“La tanqueta vale dos pesos cubanos, casi se las regalo a la gente. Después esa misma tanqueta la gente la revende a 1 CUC. A los carros les cobro sesenta pesos por el fregado”, dice Francisco, dueño del pozo más famoso de todo Santiago, mientras se guarece del sol del mediodía debajo del puente de Marimón, al final de la avenida de las Américas.
Francisco es un tipo negrísimo, color púrpura. Su dentadura es un rompecabezas al que le faltan piezas arriba y abajo, y cuando abre y cierra la boca parece que se le desencajaran los molares de la encía.
“El Estado quiere que brinde gratis el agua y les dije que no, que este era mi negocio. Es que solo la bomba eléctrica para subir el agua de la tierra me cuesta a fin de mes entre seiscientos o setecientos pesos de consumo eléctrico”, dice Francisco mirando los cuatro metros de profundidad del pozo.
Desde la boca del pozo la oscuridad es total. No se puede distinguir casi nada, solo un pedazo de cartón viejo que parece flotar en el aire y algunas hojas de árboles alrededor.
“Esas hojas siempre se desprenden y caen, las recojo una vez al día porque los inspectores no me dejan vivir, siempre están revisándome el estado del agua y la higiene del pozo. Al final, yo no soy el culpable de la sequía pero en este país la cadena siempre se rompe por el eslabón más débil”, dice Francisco.
Los dos Vista Alegre
El barrio Nuevo Vista Alegre fue el primer barrio construido en la provincia después del triunfo de la Revolución en 1959. Un sitio chato, sin personalidad, sin edificios y con mucho polvo en las calles. Un polvo que no deja de incrustarse en la ropa, en el cuerpo y en las paredes de las casas que alguna vez debieron tener pintura encima.
Lo que distingue al Nuevo Vista Alegre es el ruido que nunca cesa. Por la avenida 40 pasan inmensos carros de carga repletos de productos que salen del puerto y de los llamados Almacenes Universales. La ruta atraviesa el barrio, y cuando cesa el estruendo de los camiones de mercancía, se escucha el chirrido de las carretillas de caballos. No hay cabida para el sosiego.
El Nuevo Vista Alegre es la otra cara de Vista Alegre, un barrio burgués neocolonial ubicado casi en el centro de la ciudad. Un reparto de caserones con patios, de un silencio sepulcral que solo se rompe con el viento que mueve las hojas de los árboles. Sus calles y sus aceras están asfaltadas.
Antes de 1959, el presidente Fulgencio Batista tenía en Vista Alegre una de sus residencias de descanso. Dice Alberto Alfonso Valdés, un albañil que trabaja a pie de sol, que “después de 2018 este fue el lugar escogido por Raúl Castro para su retiro”. Sin embargo, Raúl Castro no se fue a descansar al deteriorado barrio construido por su Revolución, sino al barrio burgués donde descansaba el tirano que él y su hermano derrocaron, para luego alzarse ellos con el poder.
Mafuco
Increíblemente, los santiagueros beben a toda hora y a diario. No importa si hay sol o si el día está nublado, si están en carnavales o en temporada no festiva, si ganaron la Serie Nacional de Béisbol, si quedaron por primera vez en el sótano de la tabla de posiciones o si esperan un ómnibus del transporte público. Los santiagueros beben y beben. No tienen para cuándo ni por qué parar.
A pesar de que los bares estatales (y asuman estatales como bares de mala muerte) viven atestados de personas, a los señores aristócratas Havana Club, ron Santiago y Legendario, y a los ciudadanos de clase baja Bartolomé de la Isla, Don Diego, Castillo y Refino, les ha salido en el mercado un rival de turno inesperado: Mafuco.
Ron inventado en el barrio Nuevo Vista Alegre, con sabor a rayo, con peste. Cuando el mafuco se encarrila, quema toda la laringe y el tubo digestivo. Bebida que bien pudiera ser utilizada como líquido para matar insectos o para envasarlo en recipientes y donárselo a las estaciones de policía municipales como spray antidisturbios.
Aún así la gente lo consume. “Cada vez más”, dice Mary, una de las principales vendedoras del Nuevo Vista Alegre. “Si no tuviera tanta venta, quizás ya hubiera dejado el negocito. Pero el lío es que el santiaguero es alcohólico pal diablo y desde que yo me levanto estoy vendiendo hasta que me acuesto”.
Mary tiene 53 años, es obesa y mulata. De buen carácter, pero muy celosa con su negocio. No me deja hacerle fotos ni a ella ni al proceso de preparación cuando destilan el alcohol de donde sale el mafuco. Porque Mary no tiene licencia para hacer lo que hace y sabe además que lo que está vendiendo es pura dinamita y que está destrozando los hígados de sus vecinos alcohólicos.
“El mafuco es fácil de hacer”, dice Mary sentada en un sillón de madera en el portal de su casa mientras uno de sus sobrinos le alcanza a un comprador una caneca llena hasta el tope.
Para hacer el Mafuco, sus inventores compran el alcohol de madera que el Estado le vende a los núcleos familiares que no tienen gas manufacturado en la casa. O, en su defecto, esperan a que pasen por el vecindario los inspectores de salud pública encargados de erradicar las plagas de mosquitos Aedes Aegypti. Estos inspectores utilizan alcohol para flamear y limpiar los focos de infección.
Según Mary, una vez obtenido el alcohol, “hay que colarlo para quitarle el olor a luz brillante (querosén), luego lo mezclo con huevo batido para cortarlo y lo dejo reposar un rato. Después lo paso por el colador y listo”.
Uno de los tres cuartos de la casa de Mary está repleto de pomos plásticos con la bebida. De ahí ella y su familia (quien esté en casa siempre que alguien toque a la puerta) van preparando las botellas y canecas con la bebida incendiaria.
“Eso es como el sirope de refresco sin diluir, un extracto. Lo preparo con mi formulita, le echo limón, naranja, una caneca del alcohol preparado, un pepino de agua, y de ahí sale el famoso Mafuco.”
El Mafuco es tan malo que tomarse una botella sería demasiado. La venta se da más bien de caneca en caneca y de trago en trago. La caneca entera vale cinco pesos y el trago sencillo un peso.
“Como al final todos los que compran son alcohólicos y casi nunca tienen dinero para una botella, yo les tengo marcadas las canequitas por trago, para no pasar trabajo. Al final ellos son mi público”, dice Mary.
–¿En casa ustedes toman Mafuco? –pregunté.
–Dios me libre niño, eso es matarrata –dice Mary.
Hijos del Mafuco
Bien temprano, antes de que el día empiece a aclarar, algunos borrachos van llegando de sus casas. Mientras tanto, otros abren los ojos para descubrirse tirados en plena acera, en el suelo, recostados en un árbol, en el mismo lugar donde se tomaron el último trago de la noche anterior.
A las ocho de la mañana, Mary abre la puerta de su casa y ya hay unos cuantos mafuqueros merodeando para despertar el estómago con el primer trago de la jornada. Luego, durante el día, los clientes aumentan.
“Son un sindicato. Ninguno de ellos vive en esta cuadra, pero se pasan el día entero aquí, bebiendo”, dice Angelina Rodríguez, vecina del Nuevo Vista Alegre.
Angelina es cocinera de la Universidad de Santiago de Cuba y me habla desde una silla plástica que ha puesto en las afueras de su casa para tomar el fresco. “Los mafuqueros no comen nada durante el día, a veces nosotros los vecinos somos quienes les damos algo para que le echen al tanque. Es normal que se desmayen ahí mismo en la calle o que les den golpes de hipoglucemia. Muchos han muerto por cirrosis hepática o porque en sus borracheras no han visto venir las camiones de carga que pasan por el medio de la avenida y los han arrollado”.
La mayoría de estos borrachos viven o se ganan la vida en el vertedero municipal, sitio a donde va a parar toda la basura de la ciudad. Son como aves de rapiña, van al basurero a recoger desechos y venderlos como materia prima, así se buscan unos pocos pesos.
Parecen cuerpos andantes sin alma, personas remendadas. En el barrio, los vecinos no paran de meterse con ellos, los joden hasta la saciedad. A todos los mafuqueros los han apodados de algún modo, no hay ni uno solo al que lo llamen por su verdadero nombre.
Wisin es tuerto y recién ha bajado del basurero con algo de dinero para beber. Su hermano Yandel amaneció muerto en la esquina hace unos días, lo encontraron junto a un latón de basura con los ojos y la boca abierta. Todo parece indicar que sufrió un coma alcohólico.
Un vecino sale de su casa y echa en el borde de la acera varias cabezas de pescados para que los gatos callejeros coman algo. Wisin, a unos metros, se percata. Cuando el vecino se voltea, deja la caneca a un lado, saca una jaba de nailon de uno de los bolsillos traseros del pantalón y recoge las cabezas de pescado. “Ahora con esto me hago una sopita sabrosa”, dice.
El “Comealmendras” es el único que no habla con nadie. El resto de los mafuqueros se reúne en grupos, debajo de los árboles. Además de su soledad, la otra diferencia entre el Comealmendras y el resto es que él si se alimenta. Con almendras y mangos solamente, pero al menos compensa con algo.
El Comealmendras tiene un moretón en el ojo derecho. El Ballena es el culpable, y está sentado, con la cabeza hundida entre sus antebrazos. Tiene los pies abiertos y una mancha enorme en el pantalón que se traspasa a la acera. El Ballena está orinándose encima.
Muchos prefieren que siga en ese estado de inconsciencia y aturdimiento, pero saben que no durará mucho. En un par de horas, El Ballena comenzará de nuevo a ofender a las personas que pasan y a encararse con los borrachos que intenten contradecirlo. Cuando toma, El Ballena se transforma, se vuelve un tipo insoportable que falta al respeto. Todo lo contrario de cuando está sobrio, lástima que hace mucho tiempo que no se le ve así.
“Es el más conflictivo de todos, en la borrachera le da por fajarse porque fue boxeador. Ha tumbado en KO a varios de los mafuqueros”, dice Norberto Burgos, vecino del barrio. El Ballena no tiene dientes y lleva un pulóver muy viejo del Barça de Guardiola, con huecos por donde quiera. Ayer se quedó a dormir a la intemperie, sin fuerzas para levantarse. Con el único con que El Ballena no pasa del primer round es con el Mafuco.
“A mí me decían la pantera negra. Fui primero amateur y después me fui a boxear profesionalmente en México”, dice antes de enseñarme las dos chequeras de jubilación que cobra mensualmente.
Tamayito también fue boxeador y es el único que encara a El Ballena. Él fue campeón de Cuba de 54 kg a los 16 años y unos años más tarde integró la selección nacional. Pero no duró mucho en el boxeo organizado porque en 1987, en Hungría, la única vez que salió del país, se enfrentó a un boxeador checo que le iba ganando el combate y cuando su derrota era inevitable, se le acercó, lo tumbó y ya teniéndolo en el piso le cayó a patadas.
Lo sacaron del equipo nacional y tuvo que regresar a Santiago sancionado de por vida, no volvería a subirse a un ring. Sin el boxeo, no le encontró sentido a la vida. “No hago más nada que esto, mi pincha es la curda”.
–¿Te gusta el Mafuco?
–No es que me guste, es que es más barato que los otros rones –dice.
Un vecino le acaba de regalar un pan con huevo frito. Tamayito se siente débil, dice que hace dos días que no come nada. Devora el pan en un santiamén y se pone a remendar una muñeca vieja y sucia que ha traído del basurero. Si la vende, podrá comprarse otra caneca de Mafuco.
El basurero
Camino al basurero, atravesando el barrio de Cacón en las afueras de Santiago, las pocas casas que uno encuentra están repletas de basura apiñada. Afuera de cada casa hay personas ordenando los bultos de basura bien recogida, y también a lo largo de la carretera. Gente que regresa cargada del basurero y gente que se dirige al basurero. Para ellos, no es un lugar de desechos, sino una mina de oro.
“Nosotros venimos aquí todos los días a buscar materia prima: cartones, pomos plásticos, tela, botellas de cristal y todo lo demás. Llegamos a las siete de la mañana y nos vamos a las siete de la noche. Lo que recopilamos casi siempre son cartones para intentar llegar a la tonelada, que vale quinientos pesos cubanos en la ciudad”, dice Lungo, uno de los tantos hombres que encontré dentro del vertedero municipal.
Para venderla luego como materia prima, Lungo y el resto de los que recopilan basura, escarban en la inmundicia junto con las auras tiñosas, aves de plumaje negro, con la cabeza roja rapada. Hay tantas, ciento de ellas, que se toman la potestad de mirarte de frente como si ellas fueran los humanos y ellos las aves de rapiña.
El vertedero es enorme, todo lo que sobra en Santiago viene a parar aquí, en los camiones de la empresa Comunales. Una vereda estrecha atraviesa el basurero. A los lados, comienzan a elevarse los mogotes de basura, unos más grandes y otros más pequeños, sin espacio entre ellos.
Hombres y mujeres escarban con pinchos, con guantes, a mano limpia. El olor es repugnante, un gancho seco que te revuelve el estómago. Estando ahí la sensación de vómito se acompaña con las moscas en el rostro.
Al término de la vereda, el ambiente empieza a nublarse de humo blanco, el olor a plástico quemado sobresale y se escuchan pequeñas explosiones. Son los pomos que revientan con la candela, pues la basura se quema cada dos días, y cuando sucede, la tierra se mezcla con ceniza, formando una alfombra polvorienta. Hay perros carroñeros, sin dueños y con dueños. Los que tienen dueño velan la basura recogida por sus amos mientras ellos siguen laborando.
En este lugar también hay casas. En la primera que encontré vive Rolando, pero a Rolando nadie lo conoce por Rolando, todos le dicen Chispa. “Lo que hago es picar las botellas de cristal y convertirlas en vasos para venderlos a las cafeterías en la ciudad”, dice. En la ciudad mucha gente toma refresco, batido de frutas, limonada y cualquier otro líquido en vasos salidos del basurero municipal.
Al Chispa le dicen así porque siempre está en tragos. Son pocos los que lo han visto sobrio. Lleva siete años en el basurero, en casas que arma con cartón, telas y alguna lámina de aluminio o zinc.
“Suerte que llueve poco, si no tuviera que hacer más casas, porque el cartón se moja y se me jode la construcción. En este tiempo tengo que haberme construido más de veinte casas”, dice el Chispa pasándole la mano a un perro pulgoso y dándose luego un trago de ron.
“La gente sube todos los días porque el camión del Matadero descarga los mondongos. Y ahí uno resuelve sus cabezas de buey, de puerco, lo que sea, lo que venga. Eso se lava con agua hirviendo en calderos y queda especial, nada de podrido. Al final eso es fibra pura”, dice.
La mayoría de las personas que viven y trabajan en el basurero parecen zombis, tipos totalmente drogados. Todos tienen los ojos amarillos y la piel escamosa, percudida, y con un aliento etílico insoportable. “Para estar aquí hay que estar sonado con alcohol, si no es imposible”, dice Guillermo entre el humo blanco de la basura quemada.
Guillermo lleva doce años viniendo al vertedero. Llega a las siete de la mañana y se va casi a las ocho de la noche. Solo descansa a la hora del almuerzo, en una cafetería cercana.
“Estoy vacunado contra la leptospirosis, así que ando sin miedo por todo esto. Antes trabajaba en la empresa Comunales, pero si no me hubiera dedicado a esto, mis hijos se hubieran muerto de hambre. Esto me da cien pesos diarios, porque yo recojo basura como un león”, dice.
El motorista
Lo que sustenta el transporte público en Santiago de Cuba son las motos. En cada esquina céntrica, en cada parada de ómnibus, en los bulevares, por donde quiera, hay manadas de motoristas parqueados o merodeando para servir de taxi. Nunca apagan sus motores, siempre están ready.
Llevan su casco de equitación en la cabeza y otro enganchado en el codo o enroscado en el timón para el cliente. No vas a encontrar motorista con cascos estilo cosmonauta, dicen que asfixian, que tienen mala pinta, que los cascos chiquitos, aunque no protegen nada, se ven bonitos. Algunos llevan pañuelos en el cuello y cuando arrancan se los suben a la boca como vaqueros del oeste para no tragarse el polvo y el aire contaminado de la ciudad.
Al motorista lo alquilé fuera del teatro Heredia. En el trayecto me contó que ganaba doscientos pesos cubanos diarios, y que una vez que terminaba su trabajo en una empresa estatal, sobre las cuatro y treinta de la tarde, se ponía a botear unas tres horas.
“No tengo licencia pero no me queda de otra, tengo una familia que mantener y con el salario mensual no me alcanza ni para comprar el aseo. Si saco la licencia, tendría que pagarle demasiado al Estado, no tiene sentido, por eso mejor boteo escondido”, dice al timón, dejando semáforos atrás y con la cabeza volteada hacia su costado derecho para evitar que el aire le lleve las palabras.
Uno de los mayores negocios de Santiago es este, el de las motos. Los tipos con dinero se compran tres o cuatro y las alquilan por turno durante el día: mañana, tarde y noche. El botero que quiera alquilarla tendrá que darle cien pesos cubanos por turno al dueño.
“Pienso hacer eso y que mi hijo se ocupe del negocio. Ya el chama tiene 17 años y sabe manejar. Yo me quedaré en casa viendo las ganancias”, dice el motorista.
Cuando más dinero se gana es en las noches y las madrugadas, unos seiscientos pesos limpios. Pero las noches y las madrugadas son complicadas. Unas noches atrás, el motorista esperaba en su Jawa, pegado al contén de la acera, justo delante de la fábrica de calzados plásticos, cuando le tocaron por la espalda.
Era una mujer, joven, bastante bonita. Bien vestida y con el pelo teñido, color rojo vino. “Estaba agitada, como si hubiera llegado corriendo. Me pidió por favor que la sacara de ahí, pues su marido le estaba cayendo atrás con un machete”.
Ya en el centro de la ciudad la mujer lo detuvo y, en vez de pagarle los diez pesos del viaje, le dijo: “Tócame el bollo o una teta, lo que tú quieras, porque no tengo dinero para pagarte”. La mujer dio la espalda y se fue.
Días después, otro socio le contó que a él una pelirroja le había hecho lo mismo.
Abraham Jiménez Enoa es periodista. En 2016 fundó junto a varios amigos El Estornudo, la primera revista digital de periodismo narrativo hecha desde Cuba. Hoy, tras volverse incómoda al régimen, ya no puede leerse desde la isla pero sigue adelante a modo de guerrilla internacional, con colaboradores en varias partes de Cuba y del mundo. Por decisión del Ministerio del Interior, Abraham tiene prohibido salir del país hasta el año 2021 y escribe desde su isla para medios de varios países a pesar de su lento y costoso servicio de internet.
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