sábado, 24 de julio de 2021

Hilary Mantel / Delitos contra las personas


Hilary Mantel

BIOGRAFÍA


Delitos contra las personas 

Se llamaba Nicolette Bland y era la amante de mi padre. Me remonto a principios de los años setenta. Hace ya mucho de cuando estaba sometido a los impulsos de la carne. Ella parecía una Nicolette: elegante, segura de sí misma, pelo corto y habilidosamente rizado; ojos oscuros, límpidos, un poco rasgados. Era de color miel, como si acabase de volver de un paquete vacacional organizado, parecía descansada y raras veces no sonreía. Tendría unos veintiséis años. Yo tenía diecisiete, y ocupaba el verano de antes de la universidad como auxiliar administrativa en el bufete de mi padre. «Pasantía», lo llamaba mi padre, nunca supe por qué. 
Yo solía mirar a Nicolette escribir a máquina, clip-clip: pequeños movimientos rápidos de sus uñas opalescentes. 
—«¡Mujeres, no aprendáis mecanografía nunca!», dicen —propuse. Estaban empezando a decirlo precisamente hacia 1972. 
—¿De verdad dicen eso? —preguntó ella, descansando una mano en el aire un momento—. No empieces, Vicky. Tengo mucho trabajo que acabar antes de la hora de la cena. 
Me eliminó con un pequeño gesto de la mano y volvió a concentrarse, clity-clip, clop-clip. Sus pies me tenían fascinada. No hacía más que ponerme cabeza abajo y atisbarlos, uno al lado del otro bajo la mesa. Los tacones de aguja se habían pasado de moda, pero Nicolette se mantenía fiel a ellos. Los suyos eran negros y muy repulidos. Una vez, cuando mi padre salió de su despacho, ella dijo sin levantar la vista (clip-clop, clickety-clop): 
—Frank, ¿crees que podríamos poner un tablero de recato en este escritorio? 
Cuando volví, por Navidad, pasé a ocupar su escritorio porque ella se había ido a trabajar con Kaplan, al otro lado de la plaza Albert.
 —Hay un elemento de supervisión en el asunto —dijo mi padre—. Además es un trabajo de mayor alcance…, su experiencia aquí, sabes, era limitada, porque nosotros nos centramos sobre todo en la transmisión de propiedad… 
—Delitos de tráfico —dije yo—. Delitos contra las personas. 
—Sí, cosillas de ese tipo. Además tengo entendido que el joven Simon le ofreció cien extra al año. 
—Probablemente en vales de restaurante —comenté yo. 
—No me extrañaría. 
—La navaja de Occam te afeita mejor —dije. 
Yo no sospeché nada hasta que él empezó a multiplicar las explicaciones.Se me dispararon los pies (pasa eso cuando descubro de pronto la verdad) y le di un golpe sordo al panel de recato. 
Era toda una novedad para mí. Sabía que los hombres tenían relaciones con sus secretarias. Suponía que había subespecies de adulterio en marcha por la calle John Dalton, la calle Cross, Corn Exchange, pero nosotros no hacíamos nada de matrimonial, o si lo hacíamos los empleados guardaban los archivos bajo llave para que no los viera yo, así que mi contacto más reciente con la duplicidad masculina procedía de las novelas de Thomas Hardy. Aunque quedaban justo atrás los años sesenta, la época del amor libre no había aflorado en Wilmslow, de donde llegábamos en tren los días de semana en los vagones atestados de las 7.45. Supuse por qué Nicolette se había trasladado al otro lado de la plaza. Era más discreto para un socio principal mantener un asunto de faldas extramuros. Los Kaplan debían de estar al tanto. Devolviendo un favor, como la vez que mandaron una grapadora de recambio cuando la nuestra se descompuso en mi mano. 
Nuestras vidas hasta entonces habían sido impecables. Vivíamos en una casa totalmente libre de polvo, con una madre ocupada a jornada completa en eliminarlo. Mi hermana se había ido a la Escuela de Magisterio. Yo era de un carácter obsesivamente limpio. En cuanto a mi padre, no era un hombre que diese trabajo. A veces durante aquel verano me mandaba sola a casa, diciendo que tenía que ocuparse del papeleo… como si hubiese algún otro tipo de trabajo, como serrar troncos, al que un socio principal estuviese obligado. Me enviaba con un mensaje de que a él le bastaría con un bocadillo cuando llegase. La cena que mi madre estaba manteniendo caliente para él se encogería y perdería el color en la fuente resistente al horno. Ella, solitaria en las tinieblas, salía al jardín y ataba los tallos inclinados a las cañas, los pies hundidos en la tierra que había regado antes. Si sonaba el teléfono gorjearía desde el crepúsculo: «¡Ya va! Mira a ver si es tu padre». La oía sacudirse terrones de los pies en la puerta de atrás. 
Él tenía el turno como abogado de servicio, y había noches en que lo retenían hasta muy tarde en una comisaría de policía. Mi madre, de natural pálida, lo parecía aún más cuando las manecillas del reloj se arrastraban hacia las once. 
—No debería hacerlo —protestaba —. Es demasiado mayor. Que lo haga Peter Metcalfe. Que lo haga Whatsi Willis, que aún no debe de tener treinta. 
Cuando papá llegaba, mi madre le olía alcohol en el aliento. 
—Supongo que no te arriesgarás a perder el permiso de conducir. — Parecía frágil y quebradiza. 
—Es el ambiente que hay allí en la calle Minshull —dijo él—. Es muy intoxicante. 
—¿Conoces a esa chica, Nicolette? —pregunté yo—. ¿Es extranjera? 
—Bland —dijo él para mi madre—. Nicolette Bland. Trabajaba de… de mecanógrafa. No empieces, Victoria. 
—Oh, sí —dijo mi madre—. A la que el joven Kaplan ofreció un plan de pensiones. 
—La misma. Pero ¿qué significa todo esto, de pronto? ¿Por qué había de ser extranjera? }
—Por su bonito color caramelo. Sus bracitos redondos y sus piernecillas, ya sabes cuáles, que parecen moldeadas. Como si la hubiesen hecho en Hong Kong. 
—No sabía que tuviese en casa a una seguidora de Enoch Powell —dijo él malhumorado. 
—Por levantar la voz —dije yo—. Me gustaría saber si es morena de frasco, porque si así fuese yo podría serlo también; quiero ser más atractiva para el sexo opuesto y tengo que empezar por alguna parte. 
—Pareces una presidiaria con ese corte de pelo. 
—No sería mi elección —dijo mi madre—. Me refiero al bronceado, lo del corte de pelo no merece comentario. Échales un vistazo a las palmas de las manos la próxima vez que la veas: si es falso serán de color cacao en las grietas. Las reinas de la belleza tienen ese dilema. Es lo que dice Valerie. 
Valerie era su estilista capilar. Era una dictadora formidable, una capo del vecindario, la César Borgia del peine. Mi madre había intentado juntarnos. No me gustaba el giro que tomaba la conversación, como si fuese yo a la que había que interrogar. 
—Me voy a la cama. 
—Espero que no tengas uno de tus sueños, cariño. 
—Besito-besito —dijo mi padre, ofreciendo, bajo la luz del tubo fluorescente de la cocina, su erizada mejilla. 


Después de Navidad, seguí en el despacho mientras se hacían planes para mi futuro. Algo fue mal en la universidad, aunque no llegó realmente a correr la sangre. No entraremos en ello aquí. 
A primeros de año estábamos en el juzgado por una agresión, lo que era emocionante para nuestros estándares. El propietario de un bar de Ancoats estaba acusado de maltratar a un cliente. La acusación se proponía decir que su defendido había estado bebiendo pacíficamente en el bar y, acuciado por una exigencia de la naturaleza, el dueño le indicó intencionadamente una dirección errónea que lo llevó al patio trasero, al que lo siguió y lo tiró a patadas, sin provocación, entre los barriles, abriendo finalmente una puerta y precipitándolo por ella a un lóbrego e inmundo callejón. En el mismo había ni más ni menos que un policía de paisano, justo y veraz, que al ver el corte que tenía en la cabeza se apresuró a tomarle declaración, de la que, en el cuaderno que tenía preparado, y a la luz de una farola que acababa de entrar casualmente en la calleja, escribió una inmediata y circunstanciada relación. 
El dueño del bar había llevado con él a la mitad de sus clientes habituales como testigos de la mansedumbre de su carácter. Nunca habrías visto una pandilla de asesinos parecida. Había muchas cosas extrañas en el informe policial sobre lo ocurrido aquella noche, pero el dueño del bar no ayudaba a su causa con el follón que estaba organizando en el pasillo, fuera de la sala del juicio, gritando y saludando a voces y ofreciendo pagar tragos a todo el que estaba a la vista. 
—¡Gane o pierda —le gritó a Bernard Bell, de la acusación—, pásese en cualquier momento y está invitado a lo que quiera! 
Yo tuve que agacharme para evitar uno de sus efusivos saludos. Alcé la vista al incorporarme para seguir a mi papá a la sala del juicio y vi aparecer, para mi sorpresa, a Nicolette, que se quedó rondando al otro extremo del pasillo. Miraba ceñuda a su alrededor, pero cuando me localizó, esbozó una sonrisilla boba de ojos muertos. Llevaba unos papeles en la mano y los movía, como sugiriendo que estaba con algún asunto de Kaplan, pero yo supe de algún modo que había ido allí a buscar a mi padre, creo que debido a que su mirada no dejaba de vagar y vagar a un lado y a otro. «Doble de ginebra para ti, princesa», propuso el dueño del bar al pasar a su lado del brazo de un policía. La expresión del agente decía: «¿Veis por qué nos oponemos a la fianza?». 
Cuando el dueño del bar, que era un tipo simpático en realidad, dio su versión de la velada, se oyeron algunas risillas de los oficiales y pasantes que me rodeaban y carcajadas en los bancos del público. Presidía la sala Potts, cuya absoluta falta de sentido del humor era del dominio público, y amenazó con desalojar la sala, así que no tardó en hacerse el silencio. Pero no puedo dar cuenta del juicio porque, en el preciso momento en que el agente de policía ocupaba el estrado, sentí una patada en el estómago, como de una pezuña hendida, y tuve que doblarme para hurgar en el bolso que tenía a los pies, bordear a mi padre, hacer una reverencia a Potts y salir respetuosamente de la sala en dirección a los servicios. Mi padre, que estaba ya conectado con la biología de las mujeres jóvenes, me dirigió una mirada comprensiva cuando me fui. Me volví en la puerta, miré hacia arriba y vi a Nicolette encaramada en uno de los bancos de la galería, emparedada entre los amigos del propietario del bar, que saltaban silenciosamente en sus asientos ante cada incidente de la sala de abajo. 
Cuando regresé, se había levantado la sesión para comer. Nicolette hablaba afanosamente con mi padre en el pasillo, la cara alzada hacia la de él. El lugar parecía desierto. Mi padre estaba sombrío, los ojos fijos en la cara de ella. «Debe de tener hambre», pensé. Alzó la vista, oteó el pasillo como si buscase ayuda o a un camarero. Sus ojos pasaron sobre mí como si no me viera. Parecía agotado, estaba pálido, como si lo hubiesen dejado parado en el bordillo y uno de los sinvergüenzas de Ancoats hubiese estado sacándole la sangre con un sifón. 
Entonces el pasillo empezó a llenarse con el trajín de las diversas personas que regresaban apresuradamente de comer. Los precedía una miasma flotante de cigarrillos apagados, de cerveza rubia, queso, cebolla y whisky, y entraba con ellos un olor a impermeable mojado y papel de periódico húmedo al desplegar las páginas de la primera edición del Evening News y agitarlas en el aire. Nicolette emprendió el trote hacia mí, sonriendo, sus tacones alanceando el suelo. Parecía deseosa de iniciar una amistad. Abrió el bolso con un clic. 
—Tu padre ha pensado que podrías necesitar dos de estas. 
Sacó un frasco de aspirinas. 
—Yo suelo tomar tres. 
—Coge las que quieras. 
Desenroscó la tapa con aire de esplendidez. Pero había un algodón retorcido en el cuello del frasco y cuando intenté sacarlo se me escapó del dedo índice y pasó a quedar fuera de mi alcance. 
—Trae acá —dijo Nicolette, sondeando el cristal con su garra opalina—. Este condenado. 
Mi padre se acercó. Alzó su grueso dígito e indicó que él no podía ayudar a resolver aquel asunto. Nicolette enrojeció, la cara inclinada. A lo largo de cada uno de sus párpados corría, trazado con un lápiz muy fino, un toque anguilesco azul cerceta. Me situé a su lado para intentar ver más abajo del escote y descubrir dónde terminaba su tono caramelo, pero lo único que pude ver fue un feo moteado de frustración que se extendía carmesí hasta donde los botones de su blusa de seda me bloqueaban la visión. 
Llegaron las fuerzas de la Corona. 
—¿Qué pasa, Frank? —preguntó Bernard Bell. 
—Mi hija, que ha empezado con el…, con su dolor de cabeza. 
—Le habrá dado el sol. 
Estábamos en febrero; nadie sonrió. 
—Bueno, ya os arreglaréis —añadió —. Pero para eso lo mejor son unas pinzas. 
Vi que buscaba en sus bolsillos. Sacó unos cuantos clips, calderilla predecimal y algo de pelusa. Lo revisó todo, hundió de nuevo las dos manos en los bolsillos y hurgoneó en ellos un buen rato; era un tributo, pensé, a los encantos de Nicolette. Mi padre soltó un bufido. 
—Pero, Bernie, ¿cómo vas a traer pinzas al juzgado? Cortaúñas, sí… 
—Ríete si quieres —dijo Bernard —, pero he visto heridas muy desagradables producidas por esquirlas de cristal en las manos expertas de un hombre de St. John Ambulance, un buen par esterilizado de… 
Nicolette lanzó un chillido triunfal en aquel preciso momento. Alzó el taco de algodón entre las puntas de los dedos. Rodaron en la palma de mi mano tres aspirinas. Si hubiesen rodado en la de ella, podría haber aclarado una cuestión. 
El caso quedó decidido al principio de la tarde. El irlandés irrumpió en el pasillo para dar las gracias a sus partidarios, agitando los puños en el aire y gritando: «¡Bebida para todos!». 
Me sorprendió que Nicolette siguiera allí. Esperando allí sola, el bolso colgando del codo. Había perdido sus papeles, fueran lo que fuesen. Parecía que estuviese haciendo cola para algo. 
—Muy honorablemente juzgado, señor, y de un modo muy caballeroso — lanzó el dueño del bar en dirección al representante de la Corona. Cuando pasó delante de Nicolette agitando los puños, los pies centelleantes, vi que ella retrocedía y se pegaba a la pared con un brío casi militar, protegiéndose el vientrecito con un antebrazo. 
Aquella noche mi padre llamó aparte a mi madre. Ella no hacía más que marcharse, en pequeñas derivas sin rumbo, así que él tenía que seguirla hasta abajo, hasta el vestíbulo y a la cocina, diciendo «escúchame Lillian». Yo subí al cuarto de baño y miré en el armarito, algo que normalmente evitaba pues la sola idea de hacerlo me ponía mala. Busqué entre lo que había allí dentro: una frasquito de aceite de oliva, varios ungüentos rezumantes, un rollo de esparadrapo y unas tijeras de punta redonda con una mancha de herrumbre en la juntura de las hojas, vendas de gasa empaquetadas en celofán. Había más provisión para accidentados de la que había imaginado. Arranqué un trozo de algodón de un paquete, hice bolas con él y me las puse en los oídos. Volví abajo. No miré por la puerta de la cocina, aunque tenía un panel de cristal. Pero al cabo de un rato percibí una vibración bajo los pies, como si toda la casa temblara. 
Entré en la cocina. Mi padre no estaba allí y, siendo como soy rápida para darme cuenta de las cosas, deduje que debía de haberse largado por la puerta de atrás. El sonido de un sordo golpeteo llenaba la habitación. Mi madre aporreaba el borde de la mesa de la cocina con la fuente resistente al horno en la que normalmente se marchitaba la cena de él. Era de cristal endurecido y tardó mucho en romperse. Cuando al fin lo hizo, ella dejó los fragmentos en el suelo y pasó delante de mí camino del piso de arriba. Yo me señalé los oídos, como para advertirle de que cualquier comentario que me hiciese sobre la situación no valía de nada. Pero al quedarme sola recogí todos los restos de la fuente y fui poniéndolos encima de la mesa. Al no tener conmigo las pinzas obligatorias recogí lo que quedaba en las losetas de moqueta con las uñas. Mientras la amortiguada velada seguía su camino sin mí dispuse los fragmentos de manera que el dibujo de cebollas y zanahorias con el que había sido decorada la fuente quedase rehecho de nuevo. Lo dejé para que ella lo encontrara, pero cuando bajé a la mañana siguiente había desaparecido como si nunca hubiese estado allí. 


Fui a verlos después de que nacieran los gemelos. Nicolette estaba muy pálida. Intentó rememorar los viejos tiempos — el panel de recato y demás—, pero rechacé sus intentos. Mi padre aún estaba pálido, como lo había estado desde el día en que el tabernero irlandés había comparecido en el juzgado, y los bebés eran amarillos los dos, aunque él parecía satisfecho con ellos, sonriendo como un joven inmaduro, pensé yo. Les miré los deditos y las palmas de las manos, que me maravillaron, como está previsto que suceda, y a él le pareció muy bien eso. 
—¿Qué tal tu madre? —me preguntó. 
Se estaba guisando algo, una comida marrón, en el hornillo de la Baby Belling. 
Mi madre consiguió la casa. Dijo que no habría sido capaz de dejar el jardín. Él tuvo que pagarle la pensión de alimentos y ella gastó una parte en clases de yoga. Había sido una persona frágil y quebradiza y se hizo flexible. Saludaba al sol todos los días. 
Yo no era una joven con prejuicios. Aún me fijo en esas cosas, los colores de los que se pone la gente cuando miente, los colores de los que se ponen después. Vi que Nicolette parecía como si necesitase que le quitasen el polvo. Olía a vómito de bebé y a guiso marrón, y su pelo rizado le colgaba por encima de las orejas en conglomerados lanudos. 
—A veces está de guardia, ¿sabes?, le toca el turno. Está fuera hasta muy tarde. ¿Hacía eso antes? —me susurró. 
Mi padre, siempre un hombre esquivo, agitaba las rodillas bajo sus bebés, para hacerles saltar y que fueran sanotes. Les cantaba, de un modo tedioso: «Un bollito, dos bollitos, para mis niños chiquitos». El amor no es gratis. En realidad, quedó reducido a la penuria, pero debió de haber contado con ello. Espero que Simon Kaplan le admire, Bernard Bell, esa gente. Por lo que pude ver, todo el mundo menos yo había conseguido lo que había pedido. 
—¿Bebida para todos? —propuse. Nicolette, al quedarse con las manos libres, buscó en el aparador y sacó una botella de jerez británico. Observé cómo soplaba para quitarle el polvo. Sólo yo no había dicho en qué me complacía.



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