TRADUCIR OTRA VEZ
LA COMEDIA DE DANTE
Departament d'Humanitats
Universitat Pompeu Fabra
Septiembre de 2019
1611 / Revista de historia de la traducción No. 13
Me regalaron una edición italiana de La Divina Commedia a finales de 1980, cuando cumplí diecinueve años y estaba estudiando el segundo curso de Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Leí el Infierno y no entendí gran cosa, pero quedé fascinado por la música de los endecasílabos dantescos y fantaseé con la idea de traducirlos algún día. A pesar de que mi formación y mi profesión han seguido por otros caminos y me han llevado a ocuparme de otros asuntos, ahora, casi cuarenta años después, tengo la sensación de haber estado preparándome toda la vida para traducir la obra maestra de Dante. En el año 2010 leí en Verona un par de cantos traducidos en un acto académico, pero entonces aún no había decidido emprender la traducción completa, labor que perfilé en abril de 2013, empecé en abril de 2014 y apareció en la editorial Acantilado en noviembre de 2018. Fue uno de los últimos libros contratados por Jaume Vallcorba, a quien yo dije con toda franqueza algo que él ya sabía: que las librerías estaban bien surtidas de traducciones, antiguas y modernas, tanto en verso como en prosa. Además de algunas reediciones de las versiones decimonónicas de Bartolomé Mitre y de Juan de la Pezuela, estaban y están en circulación las de Ángel Crespo, Abilio Echeverría, Luis Martínez de Merlo y Ángel Chiclana, y entonces yo no conocía otras dos más recientes, una prosificación con comentario de Violeta Díaz Corralejo y una versión aproximadamente métrica de Jorge Aulicino. Vallcorba, que ya se había arriesgado a publicarme un libro sobre Góngora, aceptó sin titubeos a pesar de que sabía, o intuía, que yo lo hacía por mí y para mí, con independencia de su resultado comercial; él, por su parte, quería para su fondo editorial una Comedia en castellano, pues ya había conseguido incorporar la histórica versión catalana de Josep M. de Sagarra al catálogo de Quaderns Crema.
Si comienzo explicando esto es para intentar definir o justificar mi peculiar trayectoria de traductor. Mis primeras experiencias fueron ocasionales y casi secretas: un soneto de Shakespeare, por devoción; un poema de Housman, por desafío; dos sonetos de Auden, por encargo; seis motetes de Montale, por capricho, y una novela de Josep Piera, por amistad. Siguiendo el hilo de mis investigaciones sobre Góngora llegué a Ariosto y decidí traducir las siete extraordinarias Sátiras que el autor italiano compuso entre 1517 y 1525; nunca se habían traducido al castellano, y creo que esa labor representa bien mi idea de la traducción como punto de encuentro de dos vocaciones personales, la poética y la filológica. Después vinieron el Orlando furioso, Ausiàs March, Petrarca, Ramon Llull y algunos poetas contemporáneos catalanes e italianos, como Pere Gimferrer, Narcís Comadira y Valerio Magrelli.
Filología máxima
Toda traducción poética comparte el designio más noble de la filología, que es el de entender y dar a entender los textos, y la ambición más alta de la creación, con la peculiaridad o la ventaja de ser una ambición secreta y servicial, consagrada a la reconstrucción, es decir, a la recreación de una virtualidad literaria ajena. Tal como la entiendo y como me gustaría ser capaz de practicarla, la traducción es la filología máxima, pero es también una actividad melancólica que, al menos en el ámbito hispánico, carga siempre con la losa de dos famosas y descorazonadoras sentencias del Quijote, dichas —para mayor desconsuelo de quien escribe— a propósito del Orlando furioso: los libros traducidos «jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento» (I, 6) y «el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución» (II, 62). Sin embargo, el protagonismo de la traducción en la formulación y renovación del viejo sueño de la Weltliteratur la convierte en un instrumento exegético de primera magnitud: más allá de los intereses de la literatura comparada, y sin perder el rigor de la aproximación filológica, la traducción nos ayuda a comprender las relaciones entre las literaturas a lo largo de la historia y nos permite integrar a los clásicos de otras lenguas como parte esencial de nuestro propio canon.
Muy a finales del siglo XV, Juan del Encina tradujo las églogas de Virgilio en octosílabos y en el estilo bajo («rústico» lo llama él mismo) propio del sermo umilis, pero al traducir la égloga IV, que hablaba de «cosas mayores» y que la Edad Media interpretó como vaticinio del nacimiento de Cristo, Encina escogió el estilo más elevado y la métrica más culta que tenía a su disposición, el arte mayor del Laberinto de Juan de Mena y los eruditos decires del Marqués de Santillana. Además de esto, el cónsul Polión se convirtió en el rey Fernando el Católico y la diosa Lucina en la Virgen María. Este abismo expresivo entre la traducción de la égloga IV y la de las demás no es desde luego justificable en términos de fría fidelidad traductológica, pero es perfectamente comprensible a la vista de la historia literaria. Siete décadas más tarde, las versiones virgilianas de fray Luis de León y del Brocense dependen de la mediación del bucolismo idealizante e italianizante de Garcilaso de la Vega.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Basta con recordar una importante distinción entre dos conceptos manejados por la teoría de la traducción: reversibilidad y equivalencia funcional. La reversibilidad, tal vez factible en textos no literarios y próximos en el tiempo, es prácticamente inalcanzable en textos poéticos, sobre todo si pertenecen a épocas remotas. Imaginemos a Camões devuelto al portugués a partir de la traducción latina que de algunos de sus sonetos hizo Vicente Mariner, o a Marcial re-latinizado a partir de una décima de Quevedo. El resultado sería absurdo, y aunque tal vez conservase una parte esencial de la información semántica, las pérdidas serían irreparables. Sin embargo, Quevedo tradujo a Marcial en redondillas, quintillas y décimas porque esa era la mejor manera, y tal vez la única, de naturalizarlo como poesía epigramática para sus contemporáneos.
Con el fin de que la gran literatura del pasado siga siendo literatura para nosotros, debemos aspirar a la máxima reversibilidad posible del sentido literal y a la máxima equivalencia funcional de los elementos estilísticos, metafóricos, retóricos, métricos y aun culturales, porque el texto de los clásicos goza del privilegio de la perennidad, pero cada época necesita sus traducciones. Traducir poesía, y además antigua, es por tanto una operación compleja, siempre muy próxima al fracaso o al desconsuelo, que no sólo debe reconstruir un sentido, sino también un valor de carácter estético, ofrecido además en un contexto comunicativo (y, por tanto, también sociológico) muy distinto del original.
Si queremos entender de verdad un texto literario (incluso los escritos en nuestra propia lengua, por ejemplo los de Góngora, que los filólogos solemos explicar mediante formas traslaticias de traducción como la paráfrasis o el comentario) debemos traducirlo. Y si, como escribió Octavio Paz, «aprender a hablar es aprender a traducir», los textos literarios sólo pueden cobrar su sentido pleno cuando son reiterada e incansablemente traducidos a través de las generaciones.
La convicción un tanto categórica o provocativa que he enunciado más arriba (la traducción es la filología máxima) debe compensarse con otra afirmación menos ufana: todas las versiones son mejorables, porque un clásico es, entre otras cosas, la suma de sus traducciones, que se caracterizan por su complementariedad, tanto diacrónica como sincrónica.
La Commedia en España
La historia de las traducciones de la Commedia en España es muy rica y conocida, aunque está hecha de interrupciones que han durado casi medio milenio y, sobre todo, de soluciones extremas: de la prosa al verso, y del Medievo a hoy mismo. Las dos primeras traducciones realizadas en nuestra península son casi simultáneas: la versión castellana de Enrique de Villena se remonta a 1428, y la versión en catalán de Andreu Febrer se completó en Barcelona en 1429. Lo más interesante de ambas es su condición híbrida, tal vez exagerada o matizada desde nuestra perspectiva actual: en el caso de Villena se trata de una forma de explicación en prosa más que de traducción en un sentido literario plenamente moderno, y en el caso de Febrer se trata de una lengua poética artificiosa, plagada de latinismos, italianismos y occitanismos, pero que resulta moderna y avanzada si se compara con la poesía de sus contemporáneos, que por lo general seguían usando la koiné aprendida en los trovadores.
Además de una traducción anónima del Purgatorio para la que su autor escogió estrofas de cinco versos octosílabos (un metro tradicional de la poesía de cancionero), conocemos otras traducciones antiguas, aunque parciales, de principios del siglo XVI: la del Infierno con comentario de Pedro Fernández de Villegas (impresa en Burgos en 1515 y en coplas de arte mayor), y algunas estrofas del Purgatorio traducidas por Hernando Díaz (también en coplas). Estos dos traductores, Villegas y Díaz, escogieron, a diferencia de Febrer, una lengua más arcaica que la de la lírica contemporánea y el verso de la poesía más culta y erudita del siglo XV, octavas de dodecasílabos de base acentual que al cabo de pocos años serían condenadas al olvido. La elección, sin embargo, está plenamente justificada por el carácter épico y alegórico del texto dantesco, asimilable y asimilado al de los decires de Juan de Mena o el Marqués de Santillana. Así pues, ya en los primeros tiempos, no sólo podemos ver soluciones distintas, sino prácticamente todas las soluciones posibles para la lengua literaria de entonces: prosa de servicio, fieles tercetos, cultas coplas de arte mayor y populares quintillas.
La ausencia de traducciones completas o significativas de la Commedia entre 1550 y 1650 sorprende enormemente si se compara con el gran desarrollo de la traducción literaria en la España ese período, con extraordinaria atención a muchos autores griegos, latinos e italianos, pero es evidente que para los españoles Petrarca se ha convertido en el autor de referencia, el poeta heredero de los trovadores y el autor del libro más imitado de la lírica europea; le siguen Ariosto y Tasso, dos formas admirables de modernidad literaria que se miden con los clásicos e influyen en la épica contemporánea; muy por detrás de ellos está entonces Dante, un autor arcaico, más famoso que leído, más filósofo que poeta, más teólogo que escritor.
Tras un silencio de varios siglos, con el Romanticismo se reemprendió la labor traductora, y en los últimos ciento cincuenta años, la Divina commedia se ha traducido en una veintena de ocasiones con resultados muy diversos. Tratar de reproducir la estructura del original puede ir en detrimento de la fidelidad al sentido, porque cada terceto es desmontado y reconstruido a la vista de las nuevas rimas o puede preservar rimas similares como única huella de un contexto que, en cambio, padece transformaciones de estilo, de tono y de significado literal con matices distintos de los originarios.
Las traducciones españolas más recientes de la Commedia en verso son la muy famosa de Ángel Crespo (1973-1977), y las menos conocidas pero no menos meritorias de Luis Martínez de Merlo (1988, en verso blanco) y Abilio Echeverría (1995, en terza rima). Martínez de Merlo perseguía, como anotaba él mismo, tres objetivos: «la literalidad, la inteligibilidad, y la fidelidad al espíritu», así que aunque optó por el endecasílabo y por la disposición en tercetos, decidió renunciar a la rima, que le hubiera «obligado a un tour de force excesivo» (aunque sí aceptó las asonancias surgidas fortuitamente e incluso algunas consonancias). La versión de Echeverría, en tercetos encadenados, logra respetar al máximo el sentido originario y aun expresarlo sin que las coerciones formales parezca que lo amordazan, y muchas veces sus soluciones son las mejores, a mi parecer, de entre todas las traducciones rimadas.
Me detendré un poco en la traducción más conocida de todas las modernas, la del gran poeta Ángel Crespo, traductor de la Chanson de Roland, del Canzoniere de Petrarca, de Pessoa, y de otros poetas brasileños e italianos del siglo XX. Para Ángel Crespo, la traducción se concibe «como un género literario con leyes y necesidades formales dictadas por el objeto de su imitación y en nada diferenciado, cuando se alcanza su cima más alta, de la creación poética». En ese sentido se manifestaba el poeta en una entrevista concedida en 1989: «un género literario consistente en que el traductor se basa en una obra literaria escrita en otro idioma y trata de transmitir un mensaje estético e ideológico lo más semejante posible al de la obra traducida (y yo creo que a veces igual)».
Para Crespo, la fidelidad de una traducción no dependería tanto de la máxima literalidad cuanto de que esta no oscureciera el carácter artístico del texto, luego precisamente la atención a la forma era uno de los aspectos que más enfatizó. Así lo corrobora su elocuente trabajo «La traducción de la Commedia de Dante: terza rima o nada». En sus páginas desarrollará la tesis de que el cursus de la prosa medieval de la época de Dante (y menos, obviamente, la de nuestro tiempo) nada tiene que ver con el de los tercetos encadenados; de ahí que «no cabe sino pensar que un cambio de medio en la traducción —prosa por verso, o verso blanco por verso rimado— habría supuesto, de llevarse a cabo, un cambio de sentido del pensamiento dantesco, cambio realmente violento que es fácil de comprobar en las traducciones en prosa de la Commedia ya realizadas». De ahí que entendamos cuán cerca estaba, para Crespo, la traducción de la creación poética, pues esta última siempre reclama la invención de una forma que devendrá significante.
Traducir hoy la Commedia
Traducir hoy la Commedia de Dante implica dar respuesta a dos preguntas básicas: ¿por qué? y ¿cómo? En mi caso, la primera respuesta es obvia: porque es el libro más impresionante que he leído y el que más me ha gustado. La respuesta a la segunda pregunta es más comprometida y compleja, pero parte de la idea ya enunciada de la complementariedad de las traducciones. En el caso de Dante, el gran dilema es evidentemente la terza rima, pero a veces una idea teóricamente buena (como «terza rima o nada») puede tener malas consecuencias. Pondré un ejemplo sencillo y que está muy a mano. En el arranque del primer canto del Infierno, Dante usa hasta tres veces (en los versos 6, 15 y 19) la palabra paura, que es la más corriente para decir en italiano lo que nosotros llamamos miedo, palabra castellana tan sencilla como curiosamente evitada por casi todos los traductores. La primera vez que comparece es en rima:
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura che la diritta via era smarrita. Ah quanto a dir qual era è cosa dura esta selva selvaggia e aspra e forte che nel pensier rinnova la paura. |
Echeverría, en traducción rimada, lo sustituye por aproximación: «que en el alma renueva la amargura»; Martínez de Merlo, que traduce en verso blanco, puede reordenar el endecasílabo y decir «que me vuelve el temor al pensamiento» (notablemente mejorado en la nueva traducción: «que al recordarlo me renueva el miedo»); Ángel Crespo, quien, como ya se ha dicho, mantiene la terza rima, con opción léxica afín a la de sus antecesores Bartolomé Mitre y Juan de la Pezuela, traduce del siguiente modo:
que en el pensar renueva la pavura.
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Miedo, temor, pavor, aprensión, amargura... Y nada más empezar la lectura de la mayor parte de las traducciones del Infierno nos topamos con ese término pavura, que por más que aún hoy esté en el diccionario académico, es voz marginal y desusada. Basta decir que en tiempos de Quevedo era ya un arcaísmo tan característico, que el autor del Buscón la usó para evocar paródicamente la época del Cid en su divertido romance Pavura de los condes de Carrión. Si Dante usa la palabra más simple de su tiempo, ¿qué sentido tiene traducirla con un arcaísmo que ya era inusual en el siglo XVII y que arrastra inconvenientes resonancias? La lengua de la traducción debe ser equivalente a la lengua del autor, pero no una lengua «de época».
¿Por qué no traducir sencillamente que solo de pensarlo, o con pensarlo, da más miedo, o que al volver a pensarlo da más miedo, o que al pensarlo de nuevo da más miedo? Hay muchas opciones, más adecuadas, en mi opinión, que esa pavura a final de verso escogida por Pezuela, Mitre y Crespo (y recientemente recuperada por Aulicino). Mi versión final fue que al recordarlo vuelvo a sentir miedo, porque suena más natural y porque en Dante el pensamiento es a veces sinónimo de recuerdo, aunque muchas veces la fidelidad consiste en minimizar las pérdidas.
El respeto escrupuloso de las rimas en una disposición idéntica no es siempre una garantía de fidelidad, y aun puede suceder lo contrario, que nos obligue a decir cosas que el autor nunca dijo, o a decirlas de un modo que no siempre se compadece con el tono, la intención, la disposición elocutiva o el estilo del original. Esa es la característica esencial de las traducciones rimadas (la característica, repito, no siempre el defecto), de manera que hoy es casi obligado, por complementariedad, y en mi caso también por convicción, traducir con criterios diferentes, y me parecen mucho más acertados los criterios de traducción que adoptó en su día Luis Martínez de Merlo, con independencia de algunas peculiaridades métricas o de la mayor o menor fortuna para solucionar los pasajes más célebres, más discutidos o más comprometidos por su dificultad exegética.
En toda traducción, y particularmente en la poética, una de las decisiones más difíciles es la traducción de la forma, y en este aspecto me ayudó mucho la experiencia previa con Ariosto, Ausiàs March y Jordi de Sant Jordi. En el caso de los poetas catalanes, opté por traducir en endecasílabos blancos: el endecasílabo castellano es un verso equivalente, pero no idéntico, al decasíl·lab medieval (con característica cesura en la cuarta sílaba) y obliga a un gran esfuerzo de condensación (basta pensar en la abundancia de versos en catalán antiguo hechos básicamente con monosílabos), y aunque alguna vez añade sequedad al discurso, esa sequedad es, al cabo, uno de los rasgos principales del estilo de esos poetas medievales, y resulta preferible a la extraña e indebida languidez que provocaría, por ejemplo, una traducción en alejandrinos, solución que escogió algún otro traductor de March y que yo mismo experimenté para acabar descartándola. El caso de Ariosto es algo más complejo: de haber traducido todo el Orlando furioso en endecasílabos blancos se habría diluido la idea de estrofa, fundamental en la estructura narrativa del romanzo, de manera que opté por marcar y cerrar las octavas con un pareado final con rima asonante o consonante. La forma de las Sátiras es más interesante aquí porque Ariosto las compuso en la misma estrofa de la Comedia, el terceto encadenado dantesco, y yo ya me había planteado teórica y prácticamente el problema de su traducción; escogí también los endecasílabos blancos, pero en este caso por una razón histórica añadida: tienen, como los tercetos originales, una gran tradición en la poesía epistolar.
En definitiva, decidí traducir en endecasílabos que presentan asonancias no sistemáticas y prescindir de la rima consonante encadenada (aba, bcb, cdc...), respetando en lo posible la sintaxis y la disposición estrófica de los tercetos originales, porque una cosa es la rima generatrice en manos del autor, y otra cosa muy distinta es la obligación del traductor de respetar, además del sentido original, la legibilidad del relato y sus matices estilísticos, sin añadir elementos ajenos, extemporáneos o forzados. Al final hay que volver a Pero Grullo: traducir poesía es traducir poesía, de manera que si el resultado no es válido literariamente estaremos ante una traducción incompleta. Y la fidelidad no se basa en el respeto de las consonancias, sino en la conservación de la condición poética del texto traducido, dando un mismo grado de legibilidad y, en el caso de la Commedia, buscando una pulsión narrativa y una variedad lingüística equiparables a las de Dante.
Toda traducción es una adaptación, pero no toda adaptación es una traducción. La vieja imagen de la traducción como una esposa bella y por tanto necesariamente infiel me ha parecido siempre una tontería. La belleza de la traducción consiste en la fidelidad: ser fiel a Dante, a Shakespeare, a Baudelaire. ¿Qué sentido tendría liberarse de ellos y traicionarlos para traducirlos? El traductor puede y debe tomarse todas las libertades posibles, pero con un solo objetivo: ser fiel. Lo podríamos decir bíblicamente: sé fiel, y lo demás se te dará por añadidura. Claro que «lo demás» no es coser y cantar, sino una labor compleja que a veces implica un cierto masoquismo, pero que empieza y termina en el respeto al texto original. Si entendemos profundamente lo que un poema significa, la operación de traducirlo no es más que el resultado de la fidelidad.
Pero como la traducción (y en esto se vuelve a parecer a la filología) no es una cuestión teórica, sino práctica, pondré media docena de ejemplos de algunos pasajes conocidos del Infierno.
Ejemplos
1. Infierno, VI, 34-36
Noi passavam su per l’ombre che adona
la greve pioggia, e ponavam le piante sopra lor vanità che par persona. |
Este primer ejemplo es para mostrar la necesidad de respetar el terceto como una unidad de sentido, atendiendo no sólo a su significado general, sino a las palabras concretas que son, con toda evidencia, irrenunciables. No voy a comentar sistemáticamente las decisiones de Crespo ni a compararlas con las mías porque no es mi propósito. Lo haré solo en este caso para que puedan verse nuestras diferencias de criterio. Crespo traduce:
Íbamos sobre aquellos que entumece
la lluvia pertinaz, los pies posados en su ilusión, que al cuerpo se parece. |
Su versión es aquí bastante literal: adona > entumece, greve pioggia > lluvia pertinaz, ponavam le piante > los pies posados, par > parece, pero se pierden los dos sustantivos fundamentales del terceto, que tienen en Dante un extraordinario protagonismo y un gran poder evocador: ombre, suplantado por el pronombre aquellos, y vanità, adecuada pero tal vez innecesariamente sustituido por ilusión. Mi traducción es más libre gramatical y sintácticamente, pero me gustaría pensar que es más fiel a una escena impresionante, una de tantas, en la que Dante y Virgilio avanzan sobre el cenagal que forman los espíritus condenados en el tercer círculo del Infierno.
Íbamos sobre sombras abatidas
por la lluvia tenaz mientras pisábamos su vanidad con forma de persona. |
2. Infierno, X, 70-78.
Quando s’accorse d’alcuna dimora
ch’io facëa dinanzi a la risposta, supin ricadde e più non parve fora. Ma quell’ altro magnanimo, a cui posta restato m’era, non mutò aspetto, né mosse collo, né piegò sua costa; e sé continüando al primo detto, «S’elli han quell’ arte», disse, «male appresa, ciò mi tormenta più che questo letto. |
Este puede ser un buen ejemplo de la negociación semántica que supone toda traducción. Dante se refiere a Farinata y lo define como quell’altro magnanimo porque es ‘magnífico, ilustre’, no precisamente por ser ‘generoso o clemente’, que es el sentido derivado que tiene en el italiano y en el castellano de hoy, de manera que aquí puede ser necesaria la hendíadis (magnánimo y altivo) para evitar equívocos y para que el lector capte de manera más directa y auténtica el ambiente de la famosa escena, en la que tienen un gran protagonismo la actitud del personaje y el modo en que el narrador la describe. Es una de las pocas ocasiones en que he añadido algo traduciendo un adjetivo italiano con dos adjetivos castellanos; lo habitual al traducir poesía y mantener la métrica es, obviamente, condensar. No estoy seguro, en cambio, de que sea buena idea mantener tormento en el último verso, pero he traducido de ese modo porque viene a ser una suma o condensación de dos elementos presentes en el original, mi tormenta y letto.
Cuando advirtió que yo titubeaba
y que tardaba en darle una respuesta, se desplomó de nuevo en el sepulcro. Pero el otro, magnánimo y altivo, seguía erguido sin cambiar semblante; ni mudó pose ni movió una ceja, y prosiguiendo su discurso dijo: «Si ellos nunca aprendieron ese arte, me duele mucho más que este tormento». |
3. Infierno, XII, 1-15.
Era lo loco ov’ a scender la riva
venimmo, alpestro e, per quel che v’er’ anco, tal, ch’ogne vista ne sarebbe schiva. Qual è quella ruina che nel fianco di qua da Trento l’Adice percosse, o per tremoto o per sostegno manco, che da cima del monte, onde si mosse, al piano è sì la roccia discoscesa, ch’alcuna via darebbe a chi sù fosse: cotal di quel burrato era la scesa; e ’n su la punta de la rotta lacca l’infamïa di Creti era distesa che fu concetta ne la falsa vacca; e quando vide noi, sé stesso morse, sì come quei cui l’ira dentro fiacca. |
Es obvio que al traducir afloran asonancias no premeditadas, pero en lugares estratégicos (por la densidad retórica del pasaje o por la expresividad peculiar de las rimas originales) he combinado asonancias diversas, que en la tradición literaria española tienen un protagonismo mayor que en la italiana. En este pasaje las asonancias son mirada : causa : estaba : vaca : estaba, ribera : tierras, precipitaron : barranco y concebido : mismo.
El abrupto lugar por el que hubimos
de bajar encerraba cosas tales, que resultaba horrible a la mirada. Como el desprendimiento en la ribera del río Adigio al sur de Trento a causa del terremoto o la erosión de tierras, cuando las rocas se precipitaron de la cima del monte a la llanura y abrieron un camino a quien desciende, así era la pendiente del barranco, y en lo más alto de la brecha estaba el oprobio de Creta, concebido dentro del vientre de la falsa vaca. Nada más vernos, se mordió a sí mismo, tan dominado por la ira estaba. |
4. Infierno, XXVI, 1-12.
Godi, Fiorenza, poi che se’ sì grande
che per mare e per terra batti l’ali, e per lo ’nferno tuo nome si spande! Tra li ladron trovai cinque cotali tuoi cittadini onde mi ven vergogna, e tu in grande orranza non ne sali. Ma se presso al mattin del ver si sogna, tu sentirai, di qua da picciol tempo, di quel che Prato, non ch’altri, t’agogna. E se già fosse, non saria per tempo. Così foss’ ei, da che pur esser dee! ché più mi graverà, com’ più m’attempo. |
Es el inicio del famoso canto de Ulises, uno de mis preferidos:
¡Goza, Florencia, que eres ya tan grande,
que por tierra y por mar bates las alas y tu nombre ha llegado hasta el infierno! Entre tantos ladrones hallé cinco conciudadanos, para mi vergüenza, que no te han reportado mucha honra. Pero si la verdad se sueña al alba, verás cómo padeces sin demora lo que Prato, entre otros, te desea. Y si se cumple ahora, llega tarde. Ya que debe ocurrir, que sea pronto, que más me dolerá si soy más viejo. |
5. Infierno, XXVI, 25-33.
Quante ’l villan ch’al poggio si riposa,
nel tempo che colui che ’l mondo schiara la faccia sua a noi tien meno ascosa, come la mosca cede a la zanzara, vede lucciole giù per la vallea, forse colà dov’ e’ vendemmia e ara: di tante fiamme tutta risplendea l’ottava bolgia, sì com’ io m’accorsi tosto che fui là ’ve ’l fondo parea. |
Seguimos en el canto de Ulises, y los nueve versos de esta elaborada comparación son un buen ejemplo del necesario equilibrio entre una lectura microtextual (pues no hay prácticamente ningún elemento al que pueda renunciarse), y la necesidad de entender globalmente ciertos pasajes que pueden aislarse para ser reescritos, con mínimas libertades (aquí, por ejemplo, la de sustituir la fórmula comparativa Quante ... tante por Como ... así), sin desvirtuar la estructura sintáctica original. En la comparación dantesca, seguida, con sabia simetría, de otro símil de igual extensión pero de carácter bíblico (Inf., XXVI, 34-42), Dante y Virgilio ven las lucecitas de las almas en el fondo de la octava bolsa.
Como cuando reposa el campesino
en lo alto del cerro en la estación en la que el astro rey se esconde poco y las moscas dan paso a los mosquitos, y divisa en el valle, en sus viñedos o quizá en el sembrado, las luciérnagas, así distinguí yo todas las llamas que relucían en la octava bolsa en cuanto mirar pude hacia su fondo. |
6. Infierno, XXXII, 133-139.
«O tu che mostri per sì bestial segno
odio sovra colui che tu ti mangi, dimmi ’l perché», diss’ io, «per tal convegno, che se tu a ragion di lui ti piangi, sappiendo chi voi siete e la sua pecca, nel mondo suso ancora io te ne cangi, se quella con ch’io parlo non si secca». |
Es un fragmento de otro pasaje famosísimo, cuando Dante encuentra al conde Ugolino y se interesa por su caso. Puede servir de ejemplo del uso de una asonancia dominante (demuestras : quejas : entienda : seca), en este caso próxima a la rima de cierre del original (pecca : secca), para dar cohesión al final de un canto, que coincide además íntegramente con un parlamento del protagonista.
«Oh tú que en modo tan bestial demuestras
tu odio por aquel al que devoras, dime por qué», le dije, «y si te quejas con razón de su afrenta, cuando entienda quiénes sois y cuál fue su culpa, el mundo de allá arriba sabrá por mí tu historia, si ésta con la que hablo no se seca». |
Problemas filológicos
Más allá de los criterios estéticos de cualquier traducción, enfrentarse a un texto antiguo de la trascendencia de la Comedia implica la obligación de afrontar con rigor una larga lista de problemas filológicos. El hecho de que no conservemos ningún autógrafo de Dante y de que entre los varios millares de diferencias textuales que presentan los manuscritos antiguos (que son unos ochocientos) no haya —que sepamos— rastro de variantes de autor podría parecer un consuelo, pero es más bien lo contrario y hoy por hoy sigue siendo imposible, por falta de información o de consenso, descartar errores con la simple aplicación mecánica de un stemma codicum, entre otras razones porque siempre queda la sombra de una duda y porque la transmisión de la obra de Dante no fue precisamente una transmisión sine iudicio: los mismos copistas enmendaban el texto conjeturalmente cuando les parecía necesario, y la tradición exegética hizo y hace que puedan darse por buenas, y ser defendidas con todo tipo de argumentos (dialectales, históricos, ideológicos, religiosos, retóricos, poéticos…), lecturas que tal vez no son más que errores de copia, completamente ajenos a la intención del autor, como sucede con otros grandes poetas antiguos y modernos. En la Comedia hay muchos casos de dobletes de variantes enfrentadas (los especialistas en crítica textual las llamarían equipolentes o adiáforas, según su jerarquía o su grado de oposición) que pueden llegar a suscitar dramáticos dilemas. Pongo solo unos pocos ejemplos ilustres e ilustrativos: tremesse / temesse (Inf., I, 48), error / orror (Inf., III, 31), marturi / maturi (Inf., XIV, 48), voglie / doglie (Purg., II, 108), celestial / spiritual (Par., IV, 39), torrente / corrente (Par., XVII, 42), da te / Dante (Par., XXVI, 104). Naturalmente hay muchos más, y aunque pueden parecer insignificantes, lo cierto es que el autor escribió una cosa, sea la que fuere, mientras que la otra es el resultado de una deturpación material, una trivialización inconsciente o una enmienda conjetural deliberada no siempre fáciles de evidenciar y demostrar. Alguna de esas variantes, como la última de las citadas, que implicaría una segunda aparición expresa del nombre del autor, y además en boca de Adán (añadida a la que parece campear como mención única en boca de Beatriz: Purg., XXX, 55), han tenido y siguen teniendo avaladores muy cualificados: ayer Giovanni Boccaccio y hoy Carlo Ossola, por mencionar dos extremos. Sin embargo, el traductor no tiene más remedio que tomar una decisión, y no siempre puede hacerse como en el caso de Purg., II, 108, para el que propuse el sustantivo afanes, que tiene algo de doglie (‘dolores, sufrimientos’) y algo de voglie (‘deseos, anhelos’), porque tales soluciones salomónicas son excepcionales. Ahí no hay más remedio que atenerse a la edición aprobada por la Società Dantesca Italiana, que es la de Giorgio Petrocchi publicó en 1966-1967, pero no puede decirse que haya un consenso, entre otras cosas porque todavía no se ha realizado un cotejo completo de todos los testimonios importantes de la obra.
Con algunos juegos derivativos y calambures muy característicos (como «più volte vòlto» en Inf., I, 36, o el extraordinario «libito fe’ licito» de Inf., V, 56) he hecho lo que he podido, porque su contundencia y expresividad son imposibles de trasvasar de manera natural a cualquier otra lengua, pero he conservado la aliteración. Solo en tres ocasiones—al menos de manera consciente—he añadido un juego de palabras a un pasaje original más neutro: «che sù l’avere e qui me misi in borsa» (Inf., XIX, 72), «cotal moneta rende | a sodisfar chi è di là troppo oso» (Purg., XI, 125-126) y «che più ferve e più s’avviva | ne l’alito di Dio e nei costumi» (Par., XXIII, 113-14) se han convertido, respectivamente, en «que allí embolsé y aquí estoy embolsado», «esta es la moneda | que pagan los que han sido muy pagados» y «el que más arde y vive | del hálito y el hábito de Dios», pero el sentido literal no se resiente y el contexto lo permitía, y aun requería, de manera que no creo que esto baste para llamarme traditore. El primer juego de palabras hace más explícito el contrapaso del papa simoníaco, que en vida se embolsó riquezas y en el infierno está hundido boca abajo; el segundo es el resultado de condensar la rica información semántica del original: ‘esta es la moneda que paga para dar justa satisfacción aquel que en la tierra ha osado demasiado’; y el tercero, aparentemente menos justificable que los anteriores, es un calambur no premeditado, pero tampoco evitado, surgido en el momento de traducir con el máximo respeto al sentido literal; ‘en el hálito y en el modo de proceder de Dios’.
En otro orden de cosas, he procurado mantener la contundencia fonética de los nombres de los demonios del canto XXI del Infierno sin desvirtuar sus matices etimológicos, pero podrían arbitrarse otras soluciones, empezando por el colectivo Malasgarras, cuyo original, Malebranche, se corresponde con el nombre asignado al octavo círculo, Malasbolsas, y alude a la rapacidad de los demonios, tal vez por el apellido de una familia de Lucca. Estos son, en el italiano de Dante y en mi castellano, los nombres de los demonios, traducidos literalmente cuando es posible hacerlo (y además cumpliendo con la reversibilidad) y buscando en otros casos una equivalencia sonora y significativa:
Alichino > Alicorto
Barbariccia > Barbatiesa Cagnazzo > Perrazo Calcabrina > Pisanieves Cirïato > Cerdoso Draghignazzo > Draguiñapo Farfarello > Duendecillo Graffiacane > Rascaperros Libicoco > Tramontano Malacoda > Malacola Rubicante > Sulfuroso Scarmiglione > Desgreñado | |
Menos problemático ha sido dar cuenta de los neologismos y otras invenciones dantescas, en particular del Paraíso (trashumanar, entiar, enmiar, desunar, enfuturar, enellarse: véase I, 70; IX, 81; XIII, 56-57; XVII, 98; XXII, 127), pues basta con trasvasarlos ad literam para que mantengan todo su prístino encanto.
He barajado soluciones alternativas para algunos pasajes y en unos pocos casos he dudado hasta el final: el primer animal que se interpone en el camino del protagonista (la lonza de Inf., I, 32) podría traducirse como onza, guepardo, leopardo o pantera, pero he preferido identificarlo con el lince; puede sorprender que haya traducido el sencillo assessin de Inf., XIX, 50, por el preciso sicario, pero este es su sentido concreto en el contexto, señalado por los comentaristas antiguos y recordado por los modernos; traccia, en Par., VIII, 148, puede entenderse como ‘camino’ o como ‘escuadrón’, y no estoy seguro de que el endecasílabo resultante («vuestros pasos se apartan del camino») sea mejor que este otro: «vuestro escuadrón ya se ha descarriado». Pondré un último ejemplo, que es, ni más ni menos, el primer terceto, el más famoso.
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura, ché la diritta via era smarrita.
A mitad del camino de la vida
me hallé perdido en una selva oscura porque me extravié del buen camino. | |
El sentido no es particularmente arcano, al contrario, se entiende muy bien; otra cosa es construir tres endecasílabos sin perder demasiados matices y conservando la doble dimensión (cronológica y espacial, personal y universal, narrativa y moral) de la experiencia relatada por el protagonista. En castellano podríamos decir En medio, En el medio, En mitad, En la mitad, A mitad; la escansión nos obliga a ahorrar sílabas, y para que el endecasílabo sea cabal, una solución es traducir la vida, más impersonal que nuestra vida, pero no menos universal e igualmente indicativo de la condición del personaje como everyman. La aplicación de mis criterios de traducción da como resultado la doble presencia de la palabra camino en el terceto, cosa que no sucede en el original (cammin … via). Soy consciente de ello, porque pensé que debía quedar claro el sentido alegórico del pecado, del extravío moral como resultado del abandono del buen camino; de ahí también la traducción de mi ritrovai por me hallé perdido. Para el primer verso tenía media docena de opciones, y para el verso tercero tengo una alternativa que, naturalmente, no se ha publicado:
A mitad del camino de la vida
me hallé perdido en una selva oscura por apartarme de la buena senda. | |
Supongo que me moriré sin saber cuál es la mejor solución.
Traducir, sobrevivir
Como se ve, traducir es un ejercicio extremo de supervivencia literaria, y seguramente tenía razón el cura del Quijote cuando dijo que las traducciones «jamás llegarán al punto que ellas tienen en su primer nacimiento». Una gran obra clásica es siempre inalcanzable, inigualable, pero puede ser igual a la suma de sus traducciones mejores. Al fin y al cabo, la poesía no es lo que se pierde en una traducción, como dijo con palabras célebres Robert Frost (lost in translation), sino lo que se conserva en una buena traducción. Traducir la Comedia ha sido una labor extenuante, física y mentalmente, y no solo a causa de su extensión—que no es mucha si se compara, por ejemplo, con el Orlando furioso—, sino por la concentración semántica y la profundidad poética de sus innumerables tesoros verbales. Como se deduce de la dedicatoria de mi prólogo («A todos los traductores de Dante, condenados al mismo paraíso»), me ha proporcionado momentos de gran felicidad, de manera que mi traducción es también un testimonio de gratitud.
Podría decirse que el último y más terrible círculo del infierno, el reservado a quienes traicionan a sus benefactores, es idóneo para todos aquellos que nos dedicamos a traducir, pues estropeamos las obras de quienes han mejorado nuestra vida. Sin embargo, pienso más bien que los traductores son, somos, como las almas perdidas en el limbo (Inf., IV, 40-42), melancólicamente suspendidos entre el deseo de alcanzar la perfección de la obra original y la conciencia de que nunca la alcanzaremos:
Per tai difetti, non per altro rio,
semo perduti, e sol di tanto offesi, che sanza speme vivemo in disio. | |
Que es como decir, poco más o menos,
Por solo esos defectos, sin más culpa,
estamos condenados, padeciendo un deseo sin sombra de esperanza. REVISTA DE HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN |
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