¡Viva Kafka!
El autor de ‘Metamorfosis’ no era triste ni atormentado y tenía éxito con las mujeres. Escribía sin parar una autobiografía blindada contra el tiempo
Manuel Vilas
27 de julio de 2015
Me enamoré de una literatura que se llama Franz Kafka. Me enamoré de Kafka. Me enamoré de sus novelas, de sus relatos, de sus cartas, de sus diarios, de sus fotos, de sus mujeres, de sus amigos y de su tumba. Desde que una tuberculosis a la laringe se lo llevó de este mundo el 3 de junio de 1924, a punto de cumplir los 41 años, Kafka enamora a los escogidos. No todo el mundo se enamora de Kafka. Es divertido ver cómo algunos escritores se meten con él porque no le perdonan su extravagancia literaria. Se enfadan mucho. Dicen que no sabía escribir, o que sus novelas no tienen ni pies ni cabeza, y cosas así, cosas que, además, son ciertas y que, siendo ciertas, no importan, porque el concepto de pericia literaria es una construcción cultural más. Si quieres garantías, cómprate un Volvo. La literatura es otra cosa. Los elegidos entramos a la vez en su vida y en su obra. Es el contagio. Te contagias cuando ves que las palabras de las tres grandes novelas de Kafka abren las lápidas de la realidad y conducen a una ingravidez tan atemorizadora como liberadora. Conducen a sitios en los que no has estado nunca. Hay alegría en Kafka. Kafka es una bienvenida a la oscuridad, una oscuridad donde hay risa y hay terror y hay amor y hay mares y hay castillos. Por cierto, Kafka es el escritor más realista que he leído en mi vida. Kafka no tenía imaginación. Narraba lo que veía, como Galdós o Dickens o Balzac, o incluso como Delibes, o como Baroja, de quien fue contemporáneo, aunque parezca imposible.
Franz medía un metro ochenta y dos centímetros y pesaba 80 kilos. Era un hilo de carne de lengua alemana paseándose por una Praga que ya hablaba en checo. La gente lee La metamorfosis ( de cuya publicación se cumplen 100 años) y cree que con eso ya conoce a Kafka. De hecho, La metamorfosis es lectura obligatoria en el bachillerato de algunas comunidades autónomas españolas. España es un país que no se pone de acuerdo ni con Kafka, cosa que, obviamente, es muy kafkiana. Cuando yo ejercía en el ramo de profesores de bachillerato, dije en una reunión que la novela grande de Kafka era El castillo y no La metamorfosis. Sólo me escuchó Kafka, quien me dijo: “Oh, vaya, señor Vilas, yo pienso como usted, pero no guarde rencor por esto a sus excelentes compañeros”. La pretensión de conocer a Kafka leyendo solo La metamorfosis equivaldría a la pretensión de conocer a Cervantes leyendo solo Rinconete y Cortadillo.
Kafka fue un gigante físico, pues la estatura media de los judíos de la Praga de principios de siglo XX era un metro sesenta, dato que está documentado. Su altura lo convirtió en un ser alado, angelical. Además, era guapo y tenía éxito con las mujeres. No sufría. No era un hombre triste. Su fama póstuma de ser atormentado es falsa. Por su gran biógrafo Reiner Stach hemos sabido que Kafka tenía una moto y jugaba al tenis. Kafka visitaba burdeles muy concurridos. Praga era un pueblo. La gente vivía en distancias caminables. Se podía ir a pie a ver a los amigos y se podía ir a pie a las tabernas y a los burdeles. Y escribía sin parar, y lo que escribía eran cientos de cuartillas que acabaron siendo una autobiografía blindada contra el tiempo. Y luego entró en escena su amigo Max Brod y la interpretación judaizante de la obra de Kafka. Yo admiro a Brod. Jamás se me ha ocurrido meterme con Brod, como hace Milan Kundera, entre otros kafkianos ilustres. Además, Brod no era un puritano, como dijo Kundera. A Brod le encantaba tomar el sol y nadar junto a Kafka. Y si hoy conocemos a Kafka es por la fe literaria de Brod. Kafka eligió desaparecer, no haber sido. Quería irse sin dejar rastro. Por eso mandó quemar todos aquellos papeles tras de los cuales se escondían las tres novelas más hermosas del siglo XX. Tres novelas inacabadas, imperfectas, destronadas, pero profundamente hermosas. Porque Kafka es hermosura. Quiso Kafka robarnos la hermosura, como una broma más de entre sus bromas.
A Félix Grande, kafkiano acérrimo, le gustaba recordar las palabras de Ernesto Sábato cuando en una conferencia alguien le preguntó por las relaciones entre Borges y Kafka. Sábato dijo que entre Borges y Kafka existía la misma relación que puede haber entre un brillante fuego de artificio que ilumina el cielo y el incendio de un orfanato. A Félix y a mí nos encantaba esta genial precisión de Sábato. La obra de Kafka conduce a su propia vida a través de un callejón misterioso, lleno de ventanas que se abren y donde vive gente que te dice cosas tan sórdidas como desconcertantes cuando pasas por ese callejón. La obra de Kafka es la vida de Kafka, un orfanato con un solo niño.
Cuantos lo conocieron en vida se convirtieron en gente afortunada. Todos cuantos lo vieron en vida se hicieron famosos y escribieron libros sobre él. Hay dos libros especiales. El primero es el de Max Brod. Y el segundo es el de Gustav Janouch. Recientemente apareció en español, con traducción de Berta Vias, Cuando Kafka vino hacia mí, miscelánea de testimonios de personas que trataron a Kafka. Es inquietante el testimonio de Dora Diamant, que quemó manuscritos de Kafka siguiendo sus indicaciones. Con el praguense pasa un poco como con Charles Baudelaire. Ni Baudelaire ni Kafka fueron hombres malditos ni hombres metidos en vastas destrucciones personales. La gente olvida que escribir es un acto de vitalismo.
Brod fue el primero en darse cuenta de las dimensiones legendarias del mundo de Kafka
Brod fue el primero en darse cuenta de las dimensiones legendarias del mundo de Kafka. Brod amaba a Kafka. Que un escritor ame a otro escritor es un milagro. Normalmente los escritores se odian. Brod siempre antepuso la promoción de la obra de Kafka a la suya propia. Thomas Mann lo comentaba con sorpresa y con irritación: “Este Brod siempre hablando de un tal Kafka”. ¡Cómo es posible que un escritor decida hablar de un amigo en vez de hacerlo de sí mismo! Brod era un hombre de mundo, pero estaba fascinado por ese funcionario bondadoso que pasaba sus días trabajando como consultor jurídico en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo del reino de Bohemia. El libro de Gustav Janouch sobre Kafka parece un evangelio. Leer a Janouch te alegra el día. Janouch reproduce conversaciones textuales mantenidas con Kafka y todos los kafkianos sabemos que son verdad. Aunque el gran libro sobre Kafka siempre será el de su amigo Max Brod. Nos suele pasar a los kafkianos que, una vez leída de cabo a rabo la obra del autor de El castillo, nos deleitamos con los testimonios de la gente que conoció a Kafka y con la bibliografía kafkiana. También todos los kafkianos amamos a Milena Jesenská. Sobre Kafka se han escrito miles de estudios y de tesis doctorales. Todos los críticos y filósofos más importantes del siglo XX han pensado a Kafka, desde Sartre hasta Steiner, pasando por Barthes, Adorno, Arendt, Camus, Bataille, Citati y por Blanchot, quien escribió uno de mis libros favoritos titulado De Kafka a Kafka. La bibliografía es salvaje. Kafka es el último gran triunfo de la literatura radical. He ido comprando todos los libros sobre Kafka que han caído en mis manos. He comprado tesis doctorales editadas por universidades de medio mundo. Me fascina el crecimiento descomunal de la bibliografía sobre Kafka. Bibliografía kafkiana sobre Kafka. Es un terreno hermenéutico inagotable que se basa en una pregunta esencial: “¿Qué quiso decirnos Kafka en sus tres novelas?”. Hay tres mujeres que lo amaron: Felice Bauer, Milena Jensenská y Dora Diamant. A veces me pregunto si con alguna de las tres alcanzó la felicidad sobre la tierra. Kafka se reía cuando les leía a sus amigos pasajes de El proceso.La gente olvida que Kafka, como Cervantes, antes que otra cosa, fue solo eso, fue una sonrisa, una sencilla y humilde sonrisa en medio de un orfanato. Nuestro amor a Kafka jamás fue un ídolo de barro. Lloramos por él todos los días. Estaba en juego la vida en todo su esplendor.
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