lunes, 25 de mayo de 2020

Jesús Pardo / Mujeres

Rebeca Martinez Art - Inicio | Facebook
Ilustración de Rebeca Martínez
Jesús Pardo
MUJERES

   
1

    La juventud bohemia de Londres, concentrada entonces en los barrios de Chelsea y Soho, me tentaba sobremanera, y fui entrando en ella poco a poco, al ritmo del deshielo de mi timidez y en la medida en que me lo permitían mis escasos medios. Comencé a frecuentar bares bohemios y literarios y a vislumbrar cosas sorprendentes, como la agudeza y la osadía mental que da al cerebro más romo la costumbre de la libertad: era una crítica constante, sin miedo a oscuras venganzas, contra cuanto pareciese turbio o falso.
    En las mujeres esta actitud deslindaba claramente el sexo del resto de la vida cotidiana, lo que a mí, habituado residualmente a una España en la que el sexo penetraba la vida femenina entera, todavía me turbaba: a diferencia de las españolas, las inglesas eran mujeres en la cama, personas en todo lo demás.


    Percibí, sobrevolando las barreras impuestas por un esnobismo tan general como instintivo, la cohesión de todos en torno a sus intereses nacionales, cohesión, por cierto, que sólo he visto luego en Cataluña.
    Todo esto me pareció entonces más inquietante de lo que realmente era: fue el impacto de una primera impresión radicalmente opuesta a lo que dejaba en España, paradigma entonces de todo lo vetusto; y el desdén con que los ingleses, desde su arrogancia ilustrada, hablaban de España me dejaba sin otra defensa que un patrioterismo ignorante del que me avergonzaba en el momento mismo de esgrimirlo.
    Entre aquellos ingleses, en cuyos grupos se mezclaban impunemente edades y extremos, tanto de gustos como de costumbres o ideas, la picaresca era muy distinta de la española, pues podía lindar con la necesidad, pero nunca con la miseria, y el vestir mejor o peor no era guía segura de pobreza u opulencia. La dificultad de vivir era allí más bien mental o sentimental que económica. Se discutía de política, pero no de opiniones políticas, que tendían a la izquierda, lindando el comunismo o una extraña versión inglesa de éste. La vida sexual se daba por supuesta, pero no sus incidencias, que transcurrían estrictamente entre bastidores y sin apuntador. Yo, por mi parte, no tenía casi éxito entre aquellas mujeres, que me encontraban demasiado bisoño. Anna Campbell, a quien tanteé esperanzadamente, me rechazó de plano, ridiculizándome: yo era, me dijo, un niño, y si quería acostarme con ella tenía que alcanzar primero la mayoría de edad erótica. Una me llevó una noche a su piso, pero por pura curiosidad «y para recordar mis tiempos de primeriza»: se rió mucho de mis apresuramientos, y no hubo repetición, aunque, a partir de entonces, me mostraba cierta ternura y me invitó repetidamente a cerveza.

2

    Las circunstancias me forzaron a convertirme durante una temporada en chivo de viejas, que ni me desdeñaban ni me tomaban a broma.
    Una vetusta solterona, fondona y flácida, quiso casarse conmigo y trabajar para mí:
    —Con estas manos —decía—, el resto de su vida.
    Había sido piloto de pruebas y seguía siendo muy hombriega. Excusaba su promiscuo pasado diciendo que el contacto físico no tenía importancia y que lo esencial era el amor. Nuestros objetivos eran contrarios: ella buscaba hombre fijo al que ser fiel y yo mujeres que cambiar rápido. Me invitó mucho a su casa, donde me metía mano entre grandes cantidades de coñac español, comprado ex profeso para mí. Era agotadora, y apenas me dejaba energías para volver a casa: su desesperación de vieja al borde del cero chocaba con mi gula de infinito, con resultados catastróficos para mi médula.

3

    Un día desaparecí en brazos de una joven y frágil estudiante alemana que buscaba hombres volanderos para una novela río que iba a escribir con ayuda de su fenomenal memoria y de las notas que tomaba metódica y exhaustivamente en hermética taquigrafía alemana. Sería un análisis panorámico de sus experiencias eróticas, que proyectaba completar, en su momento, con aventuras homosexuales y hasta bestialistas. Fue una suerte de matar muy efímera, porque enseguida agoté su capacidad de observación; como no podía perder el tiempo, me dejó y pasó al siguiente.

4
   
   Winsome Ward era una solterona bastante rica y bohemia, rondaba la cuarentena y tiraba a deforme de puro calípiga. En cuanto la conocí quiso encerrarme para siempre, o tal decía, en su inmenso, barroco estudio de Manresa Road, en la periferia de Chelsea. Allí, en el centro mismo, y entre mil y un bibelotes de exótica heterogeneidad, Winsome Ward había instalado sobre una especie de tarima una cama triple cubierta con multicolores tapices mexicanos y sobrevolada por un dosel de cristal moteado de estrellas doradas. A ambos lados había sendos mosquiteros faraónicos movidos por electricidad, para aliviar, decía ella, las intensas, sofocantes calenturas que la oprimían cuando no tenía un hombre encima. A mí, sin embargo, no me supo aprovechar: me emborrachaba deliberadamente, y yo me dejaba, más que otra cosa, por mor de sus parties, muy bohemias y bien apuntaladas con buena comida y mejor bebida; Winsome Ward vivía en constante, placentero temor de mis embestidas, defendiéndose de mí con uñas y dientes, de modo que mi retirada, no por prevista menos desmoralizante, solía coincidir con su orgasmo, expresado con gemidos y muecas y ademanes espasmódicos, como tratando de asirme por donde acababa de rechazarme.

5

    Fue en una party de Winsome Ward donde conocí a Norma Shebbeare.
    Norma Shebbeare fue la primera inglesa presentable que me tomó en serio desde el principio. Era algo más baja y mucho más guapa que yo. Delgada y fina de formas, delicadísima de facciones. Su juvenil aspecto: veinticuatro años le eché vo, escondía diez más muy bien camuflados por la naturaleza. Tuvo cierta gracia que quien me liberó para siempre de las amantes viejas estuviera bastante cerca de serlo también.
    Norma era tan afortunada de aspecto y cronorresistencia como desdichada de profesión: incansable actriz fracasada, su vida transcurría entre el estudio privado de papeles clásicos y la peregrinación de teatro en teatro tratando de representarlos en público.
    —Yo me acostaría con quien fuese por un buen papel —me decía—, pero no hay manera: en el teatro toda la gente importante es homosexual.
    Era viuda de guerra: el avión de su marido había sido derribado por los japoneses al comienzo de la guerra del Pacífico. Lo único que conservaba de él era una foto enmarcada, poquísimo dinero, un enorme, desangelado, desvencijado piso en el barrio de Holbom, y el vago, tenaz escrúpulo de no haber hecho lo suficiente por mantener vivo un matrimonio que naufragó a poco de comenzado: ambos vivían bajo el mismo techo, compartiendo únicamente el periódico y el té del desayuno.
    Norma tenía un ribete de histeria constantemente a flor de ojos y boca, expresada en súbitos rechazos físicos y violentas agresiones dialécticas que magnificaban la discusión más trivial en ruptura definitiva, remendada siempre, menos mal, por teléfono al día siguiente. En una ocasión había pasado ya una semana entera sin arreglo: era ella siempre la que llamaba; yo había perdido la esperanza de volverla a ver, cuando coincidimos en el patio de butacas de un teatro. Norma, que iba con un chico, se me quedó mirando como aterrada:
    —Esto es un signo del cielo —me dijo—, a pesar de que no era nada religiosa, y, sin más, despidió al chico, me cogió del brazo y vimos la obra juntos: ella en mi butaca y yo en pie en el pasillo. Luego volvimos a pasar la noche en su piso.
    Su neurótico socialismo era frecuente causa de riñas entre nosotros. Me presentó a viejos amigos suyos de izquierdas, comunistas en su mayor parte, que me hacían malintencionadas preguntas sobre Franco y la Falange; yo respondía sacudiéndome la residual indiferencia que aún me inspiraba la política y encendiéndome en innecesaria tesitura de defender lo indefendible. Ellos me miraban con sorna y bromeaban sobre los «amigos fascistas» de Norma. Norma se encrespaba, y esas noches no había cama.

    
6

    También a Norma se le habría pasado el antifascismo militante con un buen papel en algún teatro del centro de Londres. Así y todo, fue mi primera amante en el sentido de compartir conmigo algo más que la cama, y sin asomo de picaresca sexual o coquetería oportunista, aunque concretase en crueldades innecesarias su amargura contra un destino que le parecía injusto. En más de una ocasión se mudó de ropa interior delante de mí: mucha lentitud, mucha prueba y reprueba de prendas clave ante el espejo, rehusándome reposte erótico entre muda y muda, buscando retorcida complacencia en mi insatisfacción, pésimamente disimulada.
    Su mente era mi mar de los Sargazos, como dijo Ezra Pound de una amiga suya cuyos atisbos genialoides le retenían a su lado igual que ese mar a los barcos que se enredan en sus algas. Cuando a mí se me pasaba el despecho y a Norma la mala sangre, me complacía en explorar sus ideas de una manera que sólo el vínculo erótico entre los dos, incluso intermitente y accidentado, hacía posible.
    Norma fue también la primera inglesa a la que traté en su contexto, y no, como a otras, en España, donde entonces no se entendía que una mujer pudiese ser pura y libre. Vi en ella la democracia inglesa en acción en su sentido más lato: cualidad mental innata, cotidiana y por encima del contexto político; fue Norma quien dio la puntilla a mis resabios ibéricos, aún coleteantes.

7

    Yo quería ocultar a Norma mi atroz falta de dinero, y ella llegó a encontrarme enfermizamente tacaño, el pecado más mortal de su decálogo. En una ocasión me lo dijo en voz alta en un teatro, por no haber sacado butaca de patio, forzándome a escapar de allí con el mundo entero derrumbándoseme en torno.
    Besos heterodoxos me infectaron seriamente la boca, y Norma, insapiente causante de mis dolores, me visitó con un libro de T. S. Eliot y un paquete de uvas: había atado cabos y comprendido que mi caso no era de tacañería, sino de impecunia.

8

    Nuestra última noche juntos, en víspera de mis primeras vacaciones madrileñas, transcurrió, como casi siempre, en mi cuarto de casa de los Campbell; Norma se fue al amanecer, sin hacer ruido, mientras yo me volvía a dormir sin acompañarla siquiera a la puerta.
    Al decirle adiós pensé que no nos veríamos más, y así fue: a mi regreso, un mes más tarde, su teléfono sólo contestaba lo justo para colgar en cuanto sonaba mi voz al otro extremo del hilo.

9

    Norma me dejó justo a tiempo: ya no tenía más que enseñarme. Lo que yo buscaba en aquel momento era una religión más convincente que la cristiana, y la confirmación final de que hombres y mujeres sólo son desiguales en la cama fue mi visión paulina. Con Norma comprobé que el sexo es más taumatúrgico que el cristianismo, pues sigue en la plenitud de sus milagros y no necesita aplazar el paraíso hasta un lugar de tan confusa noticia como es el más allá.

10

    Follar era cosa correntísima, y tan asequible, entre mis nuevos amigos, como fumar un cigarrillo o tomar una copa: a pleasant pastime, me lo definió una chica del grupo, cortando así de raíz mis apetencias de repetir.
    —Lo esencial —añadió, con ejemplar frialdad— es no complicarse la vida con una cosa que debiera ser tan habitual como el comer.
    Tendían a hacerlo entre ellos, o bien con gente totalmente extraña a su ambiente, de quienes los demás no sabían a veces ni el nombre. Era pura química, y sus preferencias cosa del momento, sin más obstáculos que el elementalísimo de encontrar dónde. Y al día siguiente, si follamos no me acuerdo.
    Uno de los chicos, un cierto Oliver Tetley, que luego murió alcoholizado, tenía amores casi tan reales como los del conde de Villamediana: acabó casándose con una sobrina de la reina madre, lo que le rodeó de un halo de discreta envidia que algunos de ellos descalificaban displicentemente:
    —Buena nobleza escocesa —oí decir a más de uno—, pero no sangre real.

11

    De las chicas del grupo, o grupos, porque los había periféricos al nuestro y en constante contacto recíproco, recuerdo a una cierta Catherine Howard, descendiente directa de la mujer del mismo nombre y apellido que fue desposada y decapitada por Enrique VIII de Inglaterra.
    Encopetadísima, impecable siempre de ropa y maneras, desencuadernadamente alta y angulosamente bella, voz cortante e imperiosa, constantes alusiones frívolas a sonadísimos antepasados: media historia de Inglaterra, Catherine Howard contemplaba con inmutable ecuanimidad la interminable sucesión de amantes que desfilaba entre sus piernas, pues se había propuesto no tener novio formal hasta haberse cepillado a mil chicos de su clase. No sé qué número haría yo, pero lo cierto es que me despachó, literalmente, en un santiamén: Hacia el final de una party a la que cada invitado, como era costumbre entonces, había aportado su botella de lo que fuese, y muy bebidos todos, sentados o tirados los más por el suelo de una habitación oscura en la que el atronador retumbar de música honky tonk competía con múltiple jadeo de sudorosas lujurias improvisadas, me sentí súbitamente asido por la cintura, levantado en vilo y dejado caer de golpe sobre una afanosa superficie blandamente accidentada cuyas extremidades me sujetaron por cuadruplicado la cintura y las piernas; una voz ronca y afanosa me susurró:
    — I’m Catherine.
    Unos minutos después, sin tiempo yo para racionalizar tan insólita situación, la vi arrodillada a mi lado, respirando fuerte y hondo y ajustándose las bragas:
    — You’ll think I'm a terrible person.
    La volví a ver días después en la cafetería de Fortnum & Mason's, donde solíamos reunirnos por la mañana a tomar chocolate con nata: me saludó tan fina e impecable como siempre, sin que nada en sus maneras recordase ni de lejos nuestro incidente, que en verdad lo fue, pues incidí profundamente en ella. Supongo que acabaría cerrando su cuota de amantes, porque se casó, se divorció y se volvió a casar, y acabó de castellana en una vetusta casona escocesa de la que no faltaba la obligada cama donde había dormido la reina Isabel I.

Jesús Pardo



    

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