martes, 26 de mayo de 2020

Jesús Pardo / Panorama de viajes




Jesús Pardo
PANORAMA DE VIAJES


    Uno de mis grandes descubrimientos tuvo lugar en mi primer viaje profesional desde Londres, estando aún en el diario Pueblo. Fue en Berlín Occidental, en 1954, con motivo de la reunión de los cuatro grandes: Foster Dulles, Vladislao Molotov, Anthony Edén y Georges Bidault, sobre la cuestión alemana: Molotov, descubrí, tenía los pies planos.
    Presencié allí un espectáculo indeleble: una gran pantalla luminosa proyectaba durante la noche al sector oriental de Berlín la relación exacta de cuanto se había debatido durante el día en la conferencia cuatripartita, sin que los censores soviéticos pudiesen impedirlo, excepto, supongo, ordenando el cierre nocturno de todas las ventanas orientoberlinesas.



    A Gibraltar hice dos viajes, y mi contacto directo con sus dirigentes fue aleccionador: yo llevaba años metiéndome bastante violentamente con ellos, pero Sir Joshua Hassan, entonces ministro principal del Peñón, me abrió mucho los ojos: nos hicimos amigos, y me hizo ver que los gibraltareños tenían la misma razón que cualquier disidente político español para rechazar el régimen de Franco, que habría llenado el Peñón de guardias civiles y paniaguados políticos, destruyendo la elemental, pero recia personalidad de los gibraltareños, fruto de tres siglos de vida angloandaluza.
    En las crónicas de mi segunda visita a Gibraltar propuse un condominio hispano-británico, o, mejor, un régimen como el de Andorra. Ahora podría pensarse en una federación ibérica, con Andorra, Portugal y Gibraltar en situación de igualdad con el resto de la península.
    En esa visita caí en manos de un grupo de jóvenes maricones ingleses que se divertían y prosperaban en torno a un restaurante muy cordon bleu propiedad de uno de ellos que estaba exiliado allí porque su padre, miembro destacado de la Cámara de los Lores, no quería que los escándalos homosexuales de su hijo echasen a perder su carrera política.
    —No voy a decir yo ahora que no soy maricón, porque lo soy, y a mucha honra —me dijo el muchacho—, pero la mitad de la Cámara de los Lores es tan maricona como yo, y mi padre también hizo sus pinitos homosexuales en Eton y en Oxford, que me he enterado yo muy bien.
    Este muchacho me presentó a otro exiliado: un sujeto solitario y callado que respondía a las preguntas con monosílabos y se pasaba el día bebiendo.
    —Está en el mejor hotel de aquí, y sus cuentas las paga el gobierno británico —me explicó mi amigo—, y sabe que si se le ocurre salir de Gibraltar, aunque sea para pasar un fin de semana en España, le detendrán y le juzgarán por alta traición. Es comunista, y le descubrieron hace unos años en el acto de pasar a los soviéticos importante información nuclear; su conciencia de comunista le decía que así haría un servicio a la paz mundial, lo sé porque él mismo me lo ha dicho. Lo que le salvó fue que durante la guerra se comportó como un verdadero héroe, y tiene una de nuestras mejores condecoraciones.

    En Moscú pasé casi un mes en el Hotel Minsk, las mesas de cuyo restaurante tenían las banderas del país de la delegación extranjera que las ocupaba. Yo era una delegación unipersonal, pues estaba allí invitado por la filial de la policía política soviética llamada Asociación de Periodistas Soviéticos. Como en la URSS, si te invitaba un organismo oficial, y otros no había, tenías que ser forzosamente una delegación, nunca un delegado, yo era en aquel hotel «la delegación española».
    En vista de eso reclamé mi bandera, pero se me excusaron muy apenados: no tenían banderas españolas.
    —Bueno —dije—, cualquier bandera iberoamericana me vale.
    A partir del día siguiente pusieron en mi mesa una bandera cubana, y lo cierto es que el vodka me desdibujó bastante la diferencia.

    Los protestantes ricos de Belfast aceptaban como protestantes a católicos y judíos con tal de que fuesen tan ricos como ellos: su idea de la religión era marxista en extremo, pues se basaba en el más pegadizo cemento clasista: el dinero. El cónsul de España en Belfast, irlandés católico y muy nacionalista, invitaba a su casa a representantes de la oligarquía protestante como cortina de humo de sus actividades filoterroristas, que él llamaba filocatólicas. En una de sus cenas me sacó del comedor so pretexto de mostrarme su colección de sellos, y me llevó al desván de la casa, donde me brindó la oportunidad de entrevistar a uno de los dirigentes del IRA más buscados por los mismos que estaban abajo compartiendo manteles con nosotros.
    La ferocidad de la lucha se veía en todas partes: una bomba explotó en un bar del que yo acababa de salir, calles enteras aparecían a veces llenas de cristales rotos y ambulancias corrían de calle en calle recogiendo heridos. A mí mismo, en una encrucijada católico-protestante me pararon unos mocetones con porras en las manos:
    —¿Católico o protestante?
    Yo no tenía idea de lo que convenía contestar.
    —Ateo.
    —Bueno, sí, ¿pero ateo católico o ateo protestante?
    Eché a correr, y menos mal que no me siguieron. En otra ocasión hube de salir apresuradamente de un bar porque unos sujetos muy mal encarados se empeñaron en saber qué estaba yo escribiendo.

    Mi peregrinación por Belgrado en busca de la casa del escritor yugoslavo disidente, ex amigo íntimo de Tito, Milovan Djilas fue accidentada en extremo.
    En la central de información, donde se me habían mostrado atentísimos, no me supieron decir su dirección. Pregunté en el hotel: no sabían. Fui a la policía: ese señor no constaba en sus libros. Miré la guía de teléfonos: no estaba. Y así sucesivamente.
    Finalmente, un redactor de la agencia de noticias yugoslava me dio un papelito con una dirección escrita en mayúsculas.
    El taxista me llevó a ella por un sinnúmero de calles que parecían todas iguales. Localicé la casa, la puerta, el timbre: apreté, volví a apretar. No me contestó nadie. Y no encontré taxi para volver, de modo que me eternicé por un sinnúmero de calles, todas iguales.
    Luego me dijeron que Milovan Djilas sólo abría la puerta si oía tres timbrazos seguidos de longitud distinta: corto, corto, largo. Y si el que llamaba tenía permiso oficial, se le avisaba antes por teléfono.
    Yugoslavia pasaba entonces por ser el más liberal de los países eurorientales.

    En mi segunda visita fui a Israel en el avión italiano que había usado el papa Pablo VI en su viaje oficial a ese país. Así constaba en una plaquita roja fijada a la pared. El funcionario de inmigración se extrañó mucho cuando le dije que me llamaba Jesús, y más al oír que el nombre de mi padre era Adolfo. Mucho mayor fue mi extrañeza al comprobar que el paisaje jerosolimitano, oteado desde la colina en cuya cima está emperchado el Hotel King David, no me infundía emoción alguna, religiosa o profana:
    «¿Dónde se pensó el primer pensamiento lógico?», me pregunté, tratando de racionalizar tan insólita tesitura, «¿dónde encendió el hombre su primer fuego?, esos dos sitios, dondequiera que estén, son mucho más importantes para la humanidad que la cuna del judeo-cristiano-mahometismo».
    Yo llevaba la dirección israelí de Reba Myra Cohen; vieja amante mía judeo-inglesa con quien tenía cuenta pendiente: nos habíamos acostado juntos varias veces en mi primera época madrileña, pero no hicimos nada de fuste porque, llegado el instante de la verdad, Reba chillaba y yo tenía que dar marcha atrás. Nos despedimos finalmente: ella virgen y yo mártir, con promesa formal suya de dejarme entrada libre en cuanto alguien «hiciese la labor de zapa»; la cual, era de suponer, ya estaría hecha, pues el que me había dado su dirección me dijo que estaba casada con un judío de Manchester que había cambiado su nombre: Jacob Philipson, por el de Israel Shem-Tob, y su oficio de zapatero por el de oficial profesional del ejército israelí.
    Llamé por teléfono a mi vieja amiga con ánimo de pasarle la cuenta.
    Nos vimos en un café del centro de Tel Aviv: Reba había engordado, camino de ese aire arratonado y albondigueño de la clásica madre judía, pero sus ojos y su voz eran los mismos. Me inundó de alegría y de añoranzas, hizo ingenio a costa de mi calvicie, pero de follar nada; yo había oído que a las judías les apetecen los cristianos porque suelen estar incircuncisos y saben distinto, pero ni ese argumento me valió. Tanto insistió en invitarme a cenar que hube de contener mi frustración y aceptar. Reba vivía en un piso grande, moderno y céntrico, con artística mazuzah a la entrada y ni un solo cuadro figurativo que empañase la pureza ritual del lugar. A pesar de lo cual nos sirvió jamón de primer plato, y yo, único no judío en torno a la mesa, fui también único en rechazarlo, porque justo entonces estaba tratando de hacerme vegetariano. Esto creó un cierto ambiente de perplejidad entre mis comensales, que temieron una burla de mal gusto, pero mi explicación lo disipó. Estábamos en vísperas de la Guerra de los Seis Días, y el marido de Reba, que era comandante, hubo de volver a su puesto apenas terminada la cena. Yo me quedé el último, y Reba Shem-Tob, su apellido de casada, me permitió un amistoso magreo de despedida, por mor de los viejos tiempos.

    Siempre he envidiado a Berlioz y a Stendhal, que en la madurez repitieron la suerte de matar con sus amantes de juventud, y he intentado imitarles, pero es suerte que solo he tenido con Pat Soubrey y con Jenny Durnford Slater. Es una frustración que me acompañará a la tumba.

    Escapé de Tel Aviv en vísperas de la guerra, y el taxista que me llevaba al aeropuerto me advirtió antes de arrancar:
    —Mire, yo soy sargento, si me avisan por la radio del taxi le dejo empantanado a mitad del camino.
    Iba en el avión un grupo de periodistas ingleses. Apenas llevábamos dos horas de vuelo cuando el piloto nos comunicó por el micrófono que acababan de comenzar las hostilidades. Mi falsa situación de gran corresponsal internacional quedó en flagrante evidencia cuando uno de los ingleses se levantó y nos dijo:
    —Yo fleto un avión en Zurich —nuestra escala inmediata—, ¿quién se apunta?
    Todos se apuntaron, mientras yo seguía quietecito en mi asiento.
    Justo antes de aterrizar en Londres, el piloto israelí volvió a hablamos:
    —En vista de las circunstancias tuvimos que dejar los equipajes en Tel Aviv; si perdemos la guerra, ya saben: pídanselos a los árabes.
    El aeropuerto estaba tan lleno como a la ida de gente joven de ambos sexos ansiosa de ir a Israel a colaborar en lo que a todos nos parecía entonces desigual lucha por la supervivencia, aunque resultó no ser por eso, sino por la expansión. El primer periódico inglés que vi clamaba en grandes titulares:

    ISRAELIS ADVANCING

    Lo más parecido a un mendigo que vi en el eurosocialismo fue un viejo rumano vendiendo zapatos desparejados en el centro de Bucarest. No cuentan los que se apostaban a la puerta de las iglesias, porque ésos forman parte del tradicional folclore iglesiero rumano, mezcla popular de mendicidad y mendacidad. Tan imprescindibles son allí como los japoneses que rodean permanentemente a la sirenita en Copenhague.
    A este propósito, un ilustre economista húngaro, el profesor Jeno Rédei, me dijo en una de mis visitas a Budapest que su gobierno estaba estudiando la creación de un cuerpo de mendigos del Estado:
    —Los mendigos son pintorescos, y caen bien a los turistas. Éstos que yo digo cobrarían del Ministerio del Interior, pero en todo lo demás parecerían auténticos mendigos, ni siquiera tendrían que declarar sus limosnas en el Ministerio; bueno, siempre que no fuesen en dólares.

    En una de mis visitas a Atenas, el gobierno de los coroneles invitó a la prensa extranjera a un espectacular banquete griego. Terminados postres y café, apareció en la pista un grupo de mocetones vestidos con faldellines y botas puntiagudas y empezaron a bailar al son de una orquesta que también pareció materializarse de la nada. Nuestros comensales griegos se pusieron a tirar a la pista platos, vasos y tazas que los mocetones pisoteaban al ritmo, haciéndolos añicos; aquello se volvió enseguida un pandemónium de loza y cristal tirados y pulverizados, mientras la orquesta apresuraba el ritmo y los mocetones el pateo. No tardó en quedar la pista cubierta de un polvillo crujiente, extrañamente reluciente a la intensa luz del reflector único que la apuntaba.
    —Es un baile nuevo, nacido de la euforia del fin de la ocupación alemana —me explicaron—, simboliza la abundancia que siguió a las escaseces bélicas: tanto tienes de pronto que por mucho que tires siempre te queda más.
    En El Cairo, donde pasé una semana y cogí purgaciones que pegué inmediatamente a Pauline, yo vivía pared por medio con Rafael Calvo Serer, que toleraba bienhumoradamente mis borracheras, pero a mí me atenazaba permanente angustia de llevar putas a mi cuarto sin alarmar la castidad votiva de mi jefe. Menos mal que el puritanismo musulmán frustró repetidas veces mis intentos.
    Todas las mañanas me despertaba al albor el estrépito de convoy tras convoy de camiones militares cargados de reclutas en dirección al frente del Sinaí. El embajador español, Ángel Sagaz, que no tardaría en morir de cáncer, justificó su apellido con esta observación:
    —Son muchachotes campesinos que nunca se habían puesto zapatos, y ahora lo que desean es que los israelíes les derroten de una vez para poder quitarse las botas de reglamento.



Jesús Pardo
Retrato sin retoques
Cuarta parte, capítulo 44



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