martes, 19 de mayo de 2020

Lily King / Euforia IV


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Lily King
EUFORIA




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    Me criaron en el respeto a la ciencia como otros crecen en el respeto a Dios, a los dioses o a los cocodrilos.


    
    Si nos situáramos en Nueva Guinea y apuntáramos con un arco hacia arriba para atravesar el globo, quizá la flecha apareciera por el otro lado en el pueblo de Grantchester, a las afueras de Cambridge, en Inglaterra. Hemsley House, la casa en la que me crie, había sido propiedad de los científicos Bankson durante tres generaciones, y cada mesa, cada cajón y cada armario estaban llenos de material científico: catalejos, tubos de ensayo, balanzas a dedo, lupas de bolsillo, brújulas y un telescopio de latón, cajas de diapositivas y alfileres para coleccionar insectos, geodas, fósiles, huesos, dientes, madera petrificada, escarabajos y mariposas enmarcados, y miles de carcasas de insectos sueltas que se convertían en polvo al contacto de los dedos.

    Mi padre era profesor de zoología en el St. John’s College de Cambridge y obtuvo los títulos de fellow y steward, como era de esperar. Mi madre y él se conocieron en 1897, se casaron en junio del mismo año y tuvieron tres hijos a intervalos de tres años: primero John, después Martin y luego yo.
    Mi padre tenía un gran bigote que a menudo ocultaba una pequeña sonrisa. Yo no entendí su humor hasta que me hice mayor y él ya lo había perdido, y me tomaba muy en serio lo que decía, lo cual también le divertía. Durante toda mi infancia se mostró muy interesado en los huevos. Al principio los incubó en la habitación de la niñera y luego, cuando ésta se quejó, en un cobertizo. Cuando estaban a punto, cogía cada huevo, escribía el número del corral, de la gallina y la fecha de la puesta, rompía la cáscara y estudiaba cada detalle del embrión. Crio ratones, palomas, conejillos de Indias, cabras y conejos; cultivó y estudió dragoncillos y guisantes. Nunca perdió la pasión por Mendel. Pensaba que a la teoría de Darwin le faltaba una pieza (como pensaba el propio Darwin) porque tenía que haber algo que explicara cómo se transferían los fenotipos de una generación a la siguiente. Su concepto de la genética partía de la imagen de una onda o una vibración. La carrera de mi padre (con sus altibajos, unas veces paria y otras héroe) fue resultado de su curiosidad, de su naturaleza inquisitiva. Era un apóstol de la ciencia, de la búsqueda de preguntas y respuestas, y esperaba que sus hijos también lo fueran.
    Cuando llegué a Nueva Guinea en 1931, a los veintisiete años, mi madre y yo éramos los únicos miembros de mi familia que seguíamos vivos, y ella se había convertido en una gran carga psicológica para mí, dependiente y déspota, una tirana que no parecía saber qué quería o qué le deseaba a su último vástago. Pero aquello no siempre había sido así. Recuerdo que en mis años de juventud era dulce y tierna y, aunque yo era el último de los hermanos, la recuerdo joven. Recuerdo que delegaba en mi padre todas las decisiones, a la espera siempre de su parecer sobre cualquier cosa, incapaz de darnos respuestas ni a las preguntas más inocentes: ¿podíamos llevar arañas a casa si las teníamos en un frasco? ¿Podíamos untar mermelada en la roca para ver cómo las hormigas intentaban llevársela? Teníamos un vínculo especial porque ella no quería que yo creciera y yo tampoco quería crecer. Viendo a mis hermanos, no me parecía tarea fácil. John estaba de acuerdo con todo lo que decía mi padre, y Martin con casi nada. Ninguno de los dos caminos me parecía fácil, así que no me importó vivir bajo las faldas de mi madre mucho tiempo.
    La visita a casa de la tía Dottie, hermana de mi padre, en el verano de 1910, es el primer recuerdo consistente que tengo. Era una de nuestras muchas tías solteras, y a mi modo de ver la más interesante. Tenía una exquisita colección de escarabajos, todos ensartados, enmarcados y etiquetados con su perfecta caligrafía, formando una cuadrícula sobre un fondo de terciopelo. Otras mujeres tenían joyas; la tía Dottie tenía escarabajos de todas las formas y todos los colores, todos ellos procedentes del New Forest, que estaba a diez millas de su casa. Allí íbamos cada día con ella, con nuestras botas de goma y entrechocando nuestros cubos. Había un estanque que le gustaba a una hora de camino y ella era siempre la primera en meterse en el barro, aunque a veces le llegara por encima de las botas. Más de una vez habíamos tenido que sacarla, tirando entre los tres en fila (yo el último, en terreno firme), riéndonos tanto que seguramente se nos iba la fuerza por la boca, pero la tía Dottie nos seguía el juego, fingía estar atascada, hundiéndose, y luego nos dejaba que la sacáramos poco a poco del agua. Siempre atrapaba las criaturas más asombrosas con su red (un sapo corredor, un tritón crestado, una mariposa con colas) y el único que podía hacerle competencia era John, que tenía más paciencia que Martin y que yo con la pesca de renacuajos. Eso es lo que me viene a la mente cuando pienso en John, a sus doce años, metiéndose en un estanque lleno de bichos en el New Forest en un cálido día de julio, con el cubo en una mano y la red en la otra, escrutando la superficie del agua, tensa como una película. Tras su muerte recibimos una carta de un oficial colega suyo donde éste nos decía que John afrontó la guerra como una larga excursión al campo.
    No quiero decir que no estuviera concentrado cuando hacía falta; era, como ya habrán sabido por sus superiores, un soldado excepcionalmente atrevido y responsable. Pero mientras sus compañeros tendían a quejarse de la vida en una trinchera de tres metros, John de pronto soltaba un gritito de júbilo al encontrar el fósil de un molusco plioceno o al ver una especie rara de halcón en el cielo. Tenía una gran pasión por esta Tierra, y aunque la abandonó y nos dejó demasiado pronto, estoy seguro de que allá donde esté se siente en casa.
    A mi madre no le gustó aquella carta, ni la sugerencia de que John estaba «en casa» después de que su cuerpo hubiera volado en pedazos desperdigándose por una granja belga, pero a mí me consoló. Había poco con lo que consolarse tras la muerte de John, y yo decidí buscar el consuelo donde podía encontrarlo.
    John era el que más potencial tenía para cumplir lo que mi padre esperaba de nosotros. Era un naturalista apasionado. Su identificación de una oruga extremadamente rara, a los quince años de edad, llegó a publicarse en The Entomologist’s Record. Ganó el premio de biología en su último curso en la Charterhouse School. Si la guerra no hubiera interrumpido su trayectoria, lo más probable habría sido que se convirtiera en el cuarto Bankson que alcanzaba el título de don en Cambridge; al menos nosotros estábamos convencidos. John habría satisfecho las ansias de mi padre, y Martin habría podido hacer lo que quisiera. Pero John no quería matar a los seres que estudiaba. No le interesaban los huevos, los guisantes ni las células, ni lo que se había dado en llamar plasma germinal. Le interesaban las patas con triple articulación de los escarabajos y el plumaje de eclipse de los azulones. Lo que le gustaba era estar al aire libre, retozando por el campo. Pero ahora no sirve de nada analizar a John. Ha desaparecido, al igual que todo su potencial y sus grititos de júbilo en las trincheras de Rosières al encontrar un fósil excavando en la dura pared de tierra.
    Martin intentó apaciguar a mi padre y ayudarlo a superar el tremendo pesar tras la muerte de John estudiando biología, zoología y química orgánica. Sólo de vez en cuando, furtivamente, escribía algún poema o alguna obra de teatro. Pero no sacaba buenas notas, era infeliz y al final tuvo que contarle a mi padre la verdad: le interesaba más la creación literaria. Mi padre era un gran lector y un amante de las artes: cuando éramos niños nos llevaba al Museo Británico y a la Tate y nos leía a Blake y a Tennyson por las tardes. Pero no creía que el arte fuera cosa de ciudadanos normales y corrientes. El verdadero arte era algo anómalo, una extraña mutación; no ocurría simplemente porque alguien lo quisiera así. Para el hombre normal, consideraba que era una absoluta y exasperante pérdida de tiempo. La ciencia, por otra parte, necesitaba un ejército de hombres cultos. La ciencia era un lugar donde los hombres de inteligencia y cultura por encima de la media podían encontrar un punto de apoyo para empujar y ensanchar los muros del conocimiento. La ciencia necesitaba a sus genios ocasionales, pero también necesitaba a sus soldados de a pie. Mi padre había producido tres de aquellos soldados de a pie. Era difícil convencerlo de lo contrario. No sé todo lo que pasó entre mi padre y Martin tras la muerte de John. Yo estaba fuera, estudiando, primero en la Warden House y luego en la Charterhouse, pero creo que intercambiaron muchísimas cartas. «Tu padre ha recibido otra carta de Martin», decían habitualmente las cartas que me escribía mi madre. No contaba nada más, pero quería decir que mi padre estaba muy agitado y que ella me escribía para dar la impresión de estar ocupada y de que no se la podía interrumpir. Se había cansado de aquella polémica, aunque nunca se puso del lado de nadie que no fuera mi padre. Nunca. Incluso tras su muerte.
    Mis largos años de internado quedarían marcados por la muerte. Cuando tenía doce, me enteré en plena clase de latín de que John había muerto. Era tan frecuente que muriera el hermano de alguien que ya ni te sacaban de clase: recibías una nota, escrita en el papel amarillo del subdirector, y se te decía que podías abandonar el aula si lo necesitabas. Ni los más débiles emocionalmente de entre nosotros habríamos soñado siquiera con la posibilidad de admitir tal debilidad, así que me quedé en clase mientras el profesor seguía con su explicación y mis compañeros evitaban mirarme. No eran las lágrimas lo que sentías, al menos al principio. Era más bien como estar sumergido en el alcohol etílico que usábamos en casa para anestesiar a nuestros insectos. De noche llorabas porque todo el mundo lloraba, dormitorios y más dormitorios llenos de niños llorando a oscuras por sus hermanos. «Las lágrimas no son infinitas, de pronto no quedan más.» Ése es el verso que más me gusta de todos esos poetas de guerra.
    Aun así, tardé mucho tiempo en recuperar cualquier sensación.
    Estábamos en el trimestre de primavera de mi último año en la Charterhouse cuando me fueron a buscar a la sala de estudio y me dijeron que fuera al despacho del director. Me dijo que Martin se había pegado un tiro y estaba muerto. Mis padres habían dado instrucciones de que acabara el curso antes de volver a casa. Martin se había suicidado el día del cumpleaños de John, bajo la estatua de Anteros, en Piccadilly Circus. Hubo una investigación y una vista oral, y su fotografía apareció en la portada del Daily Mirror. Fue el suicidio más público de la historia de Inglaterra. Debió de ser un gran tema de conversación a mis espaldas. A mí nadie me dijo una palabra.
    Inicié mis estudios en Cambridge, donde me apunté a zoología, química orgánica, botánica y psicología. Había organizado un viaje con unos amigos para ir en Navidad a España, pero el plan se fue al garete y acabé viajando las tres millas que había hasta la casa de mis padres, donde mi padre me obligó a colaborar con él en un estudio del Museo Británico sobre las franjas anómalas en el plumaje de la perdiz roja. El trimestre siguiente empecé a sospechar, al igual que le había sucedido a Martin, que no estaba hecho para la ciencia. Y sin embargo tenía que estar hecho para la ciencia: Martin había dejado claro que no había ningún otro camino que valiera la pena tomar. El sentido de la vida es buscar la comprensión de la estructura y el orden del mundo natural: ése es el mantra con el que me educaron. Desviarse de aquello era el suicidio. Cuando me surgió una ocasión para ir a las Galápagos, el Santo Grial, la cogí al vuelo. Allí era donde podría renacer la llama, donde podría encontrar la iluminación. Pero el trabajo en aquel barco me resultaba tan tedioso como lo era el de la Sala de las Aves del Museo Británico con mi padre. Vi claro que todo el planteamiento darwiniano de los pinzones de pico gordo que comían frutos secos y los pinzones de pico fino que comían larvas era una memez porque todos estaban juntos, comiendo orugas tan a gusto. El único descubrimiento que hice fue el de que me encantaba el clima templado y húmedo. Nunca me había sentido tan bien. Pero volví a casa desalentado en cuanto a mi futuro como científico. Sabía que no podía pasarme la vida en un laboratorio.
    Me apunté a un curso de psicología. Entré en la Cambridge Antiquarian Society y un buen día me encontré subido en un tren a Cheltenham, de camino a una excavación arqueológica. Me había encaprichado de una chica de la Sociedad llamada Emma, y esperaba encontrar el modo de sentarme con ella, pero otro compañero había tenido la misma idea y algo más de iniciativa, así que me encontré solo, sentado tras ellos. Un hombre mayor, claramente un don de Cambridge, se sentó a mi lado y, una vez superada la contrariedad por lo de la chica, empezamos a hablar. Tenía curiosidad por mi viaje a las Galápagos, no por las aves o las orugas, sino por los mestizos ecuatorianos. Me hizo una serie de preguntas que no supe responder, pero que me parecieron fascinantes y que deseé haberme hecho cuando estaba allí. Era A. C. Haddon, y aquélla fue mi primera conversación sobre una disciplina que, como me descubrió él mismo, se llamaba antropología. Para cuando llegamos al final del trayecto, ya me había invitado a hacer la especialización en etnología. Un mes más tarde había abandonado la biología. Resultaba algo aterrador, como una caída libre, pasar de una ciencia física extremadamente ordenada y estructurada a una ciencia social naciente, de apenas veinte años de historia. La antropología, en aquella época, estaba en transición, pasando del estudio de los muertos del pasado al estudio de las personas vivas, y poco a poco iba dejando atrás la rígida convicción de que el objetivo natural e inevitable de cualquier sociedad es el modelo occidental.
    Emprendí mi primer viaje de estudio el verano después de graduarme. No veía la hora de irme. Mi padre había muerto aquel invierno (yo había estado junto a su lecho de muerte; había tenido ocasión de despedirme, lo que había hecho las cosas más fáciles) y mi madre se aferraba a mí más de lo habitual. Desarrolló al mismo tiempo una increíble dependencia y una insólita sangre fría. No sé si intentaba compensar la ausencia de mi padre o si su ausencia había liberado una parte de su personalidad latente durante su largo matrimonio. En cualquier caso, mi madre parecía al mismo tiempo ansiosa de contar con mi compañía y asqueada por el hombre en que se imaginaba que me estaba convirtiendo. Consideraba que la antropología era una ciencia débil, una falsa ciencia, una fantasmagoría de palabras sin fundamento ni objetivo. Se mostraba tan convencida e intransigente que incluso las visitas cortas ponían en peligro mis ya tambaleantes convicciones.
    En un principio se suponía que debía encontrar una tribu en el río Sepik, en el Mandato Australiano de Nueva Guinea, un territorio en el que aún no habían penetrado ni los misioneros ni la industria. Pero cuando llegué a Port Moresby me dijeron que la región no era segura: se había producido una oleada de ataques de los cazadores de cabezas. Así que me dirigí a la isla de Nueva Bretaña, donde estudié a los baining, una tribu intratable que se negó a decirme nada hasta que aprendí su idioma y, cuando lo aprendí, siguió negándose. Me indicaban que fuera a hablar con alguien a media jornada de camino y luego, cuando volvía, descubría que habían celebrado una ceremonia en mi ausencia. No pude sacarles nada y un año más tarde ni siquiera había llegado a comprender su genealogía a causa de la cantidad de tabúes que tenían con los nombres, que les impedían nombrar a determinados parientes en voz alta. Pero también hay que decir que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. El primer mes me lo pasé midiéndoles las cabezas con un calibrador, hasta que alguien me preguntó por qué y yo no encontré respuesta, salvo la de que me habían dicho que tenía que hacerlo. Tiré los calibradores a la basura, pero lo cierto es que nunca entendí qué se suponía que debía documentar. De vuelta a casa, paré en Sídney unos meses. Haddon daba clases en la universidad y me contrató como ayudante para sus clases de etnografía. En mi tiempo libre trabajé en una monografía sobre los baining. Cuando la leyó, Haddon me aseguró que era la primera persona que admitía tener limitaciones como antropólogo, no haber comprendido a los nativos cuando conversaban entre ellos, no haber presenciado una ceremonia en todo su esplendor, haber sido objeto de engaños, trucos y mofas. Le conmovió mi candor, pero fingir otra cosa habría sido un truco barato, como el del pobre Kammerer, que inyectaba tinta china a las patas de sus sapos parteros para demostrar la teoría de la evolución biológica de Lamarck, según la cual las características adquiridas tras el nacimiento podían transmitirse de una generación a otra. Al final del semestre, hice un breve viaje por el Sepik con mis estudiantes para ver un par de tribus, sólo para hacerme una idea de lo que me había perdido al no ir allí la primera vez. Me impresionaron bastante los kiona, aunque sólo fuera porque, cuando les hice una pregunta a través de un traductor, me la respondieron. Nos quedamos cuatro noches, y una semana más tarde regresé a Inglaterra.
    Había estado fuera tres años. Pensaba que aquello sería suficiente viaje por un tiempo, pero entre el tiempo plomizo del invierno, la presión incansable de mi madre y aquel humor elaborado, tímido y rancio que rezumaba por cada esquina de Cambridge, sentí la necesidad de volver con los kiona lo antes posible.









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