LADRONES
El
practicante Ergunov, hombre de muy poco seso, que en todo el distrito gozaba
fama de presumido y borracho, regresaba un atardecer de fiesta de la aldea de
Repino, a donde había ido al objeto de hacer algunas compras para el hospital.
Para que no se le hiciese tarde y pudiese volver a buena hora, el doctor le
había dado su mejor caballo.
En
un principio el tiempo era pasadero, el día estaba tranquilo, pero hacia las
ocho se levantó una fuerte nevasca y, cuando para llegar a casa le quedaban
unas ocho verstas, el practicante acabó por perderse definitivamente...
Era
muy mal jinete, no conocía el camino y marchaba a la buena de Dios, confiando
en que el propio caballo le sacase del apuro.
Pasaron
tres horas, el animal daba ya muestras de fatiga, él se había quedado helado y
le pareció que no iba hacia casa, sino que seguía la dirección contraria, hacia
Repino. Pero entre los silbidos de la ventisca se oyó un sordo ladrido y por
delante apareció una confusa mancha rojiza; poco a poco se fueron precisando
los perfiles de un portón y una larga valla, sobre la que asomaban las puntas
de los clavos; luego, tras la valla, divisó el curvo cigoñal de un pozo. El
viento acabó por dispersar los finos copos de nieve y lo que antes era una
mancha roja se convirtió en una pequeña casa achaparrada con alta techum-bre de
juncos. Una de sus tres ventanas, cubierta por dentro con algo rojo, estaba
iluminada.
¿Qué
casa era aquélla? El practicante recordó que a la derecha del camino, a seis o
siete verstas del hospital, debía encontrarse la posada de Andrei Chiríkov.
Recordó también que a la muerte de este último, asesinado poco antes por unos
cocheros, habían quedado la vieja y su hija Liubka, quien dos años antes había
estado en el hospital. La posada gozaba de mala fama y detenerse en ella ya
tarde, y además con un caballo que no era suyo, ofrecía cierto peligro. Pero no
había opción. El practicante acercó la mano a la bolsa, donde guardaba el
revólver, y, carraspeando severamente, llamó a la ventana con la fusta.
-¡Eh!
¿Quién hay aquí? -gritó-. ¡Vieja de Dios, déjame pasar a ver si entro en calor!
Un
perro negro se lanzó con ronco ladrido hacia el caballo, luego fue otro blanco,
y otro negro, y así hasta llegar a cerca de una docena. El practicante escogió
el más grande de todos ellos y, con todas sus fuerzas, descargó sobre él un
latigazo. Un pequeño chucho de largas patas levantó el fino morro y aulló con
estridente vocecita.
Durante
largo rato el practicante estuvo llamando a la ventana. Por fin, dentro de la
valla, junto a la casa, la escarcha de los árboles se tiñó de rojo, la puerta
crujió y se dejó ver una silueta femenina arrebozada, con un farol en la mano.
-Déjame
entrar, abuela, estoy helado - dijo el practicante-. Iba al hospital y me he
perdido. Hace un tiempo infernal. No temas abuela, somos gente de confianza.
-Los
de confianza están todos en casa, y no hemos llamado a ningún extraño -replicó
con enfado la mujer-. ¿A qué vienen tantos golpes? La puerta no estaba cerrada.
El
practicante entró en el patio y se detuvo ante el portal.
-Di
a un criado que se ocupe de mi caballo, abuela -dijo.
-Yo
no soy la abuela.
En
efecto, no era la abuela. Al apagar el farol su cara se iluminó y el
practicante vio unas cejas negras.
Reconoció
a Liubka.
-Ahora
no podemos contar con los criados -dijo ésta, dirigiéndose a la casa-. Unos
están durmiendo la borrachera y otros se fueron por la mañana a Repino. Como es
fiesta...
Cuando
Ergunov estaba atando su montura en el cobertizo oyó un relincho y entre la oscuridad
distinguió otro caballo; se dio cuenta de que estaba ensillado a la cosaca. En
la casa, además de las dueñas, había alguien. Por si acaso, el practicante
desensilló su caballo y, al ir hacia la casa, tomó consigo las compras y la
silla.
Se
vio en una habitación espaciosa, caliente y que olía a suelo recién fregado.
Sentada a la mesa, bajo las imágenes, había un hombre más bien bajo, flaco, de
unos cuarenta años, de pequeña barba rubia y vestido con una camisa azul. Era
Kaláshnikov, un pillo redomado y cuatrero; su padre y su tío tenían una posada
en Bogaliovka, y cuando se le presentaba la ocasión, se dedicaban a la
compraventa de caballos robados. En el hospital había estado varias veces, pero
no en calidad de enfermo, sino para hablar con el médico sobre caballos: si su
señoría el doctor tenía alguno en venta o deseaba cambiar la yegua torda por un
potro pío. Ahora ofrecía un aspecto festivo, con la cabeza brillante de pomada
y con un aro de plata que le colgaba del lóbulo de la oreja. Ceñudo y con el
labio inferior colgando, se dedicada a mirar con gran atención las
ilustra-ciones de un libro muy manoseado. Tumbado en el suelo, junto al horno,
había otro hombre; su cara, sus hombros y su pecho estaban cubiertos por una
pelliza, debía de estar durmiendo. La nieve derretida de sus botas nuevas con
las suelas protegidas por brillantes piezas de hierro había formado dos oscuros
charcos.
Al
ver al practicante, Kaláshnikov lo saludó.
-Vaya
tiempo... -dijo Ergunov frotándose las entumecidas rodillas-. Se me ha metido
la nieve por el cuello, estoy empapado. Parece que el revólver también...
Sacó
el arma, le pasó revista y la volvió a meter en la bolsa. Pero el revólver no
produjo la menor impresión: el otro siguió mirando el libro.
-Sí,
vaya tiempo... Me había perdido y, a no ser por los perros, creo que me habría
helado. Habría sido una verdadera historia. ¿Dónde están las dueñas?
-La
vieja ha ido a Repino y la moza está haciendo la cena... -contestó Kaláshnikov.
Se
hizo una pausa. El practicante, tiritando, se sopló las manos y se encogió todo
él, haciendo ver que había pasado mucho frío. Los perros, sin acabar de
calmarse, seguían aullando en el patio. Aquello resultaba aburrido.
-¿Eres
de Bogaliovka, verdad? -preguntó el practicante con cara seria.
-Sí,
de Bogaliovka.
Sin
otra cosa que hacer, el practicante se puso a pensar en esta aldea. Era grande,
estaba en un profundo barranco, de modo que cuando uno iba en noche de luna por
el camino real y miraba abajo, a la oscura hondonada, y luego arriba, al cielo,
le parecía que la luna se asomaba a un abismo que no acababa nunca y que
aquello era el fin del mundo. El camino bajaba hasta el pueblo con cerradas
curvas y era tan estrecho, que cuando tenía que ir a Bogaliovka por haberse
declarado una epidemia o para vacunar de la viruela, a cada momento tenía que
advertir su presencia a voz en grito o silbar, porque de lo contrario, si se
encontraba con un carro, quedaba cerrado el paso. Los mujiks de Bogaliovka
tenían fama de horticultores y de ladrones de caballos. Sus huertos les
proporcionaban buenos recursos: al llegar la primavera toda la aldea se cubría
con las blancas flores de los cerezos, y durante el verano vendían las cerezas
a tres kopeks el cubo. Uno pagaba y las recogía él mismo. Mujeres y hombres eran
de buen ver, estaban bien alimentados y les agradaba engalanarse; ni siquiera
en los días laborables hacían nada: se quedaban sentados al sol buscándose unos
a otros los piojos.
Por
fin se oyeron unos pasos. En la habitación entró Liubka, moza de unos veinte
años, con un vestido tojo y descalza... Miró de soslayo al practicante y se
paseó un par de veces de un rincón a otro de la pieza.
No
caminaba como la generalidad de la gente, sino con pasos menudos y sacando el
pecho. Le agradaba pisar el suelo recién fregado y se había descalzado a
propósito.
Kaláshnikov
sonrió y la llamó con el dedo. Ella se acercó a la mesa y el hombre le mostró
en el libro al profeta Elías, que subía al cielo montado en un coche del que
tiraban tres caballos. Liubka se apoyó con el codo en la mesa. Su trenza -
larga, rojiza, con un lazo al extremo -casi llegaba al suelo. También ella
sonrió.
-¡Es
una estampa magnífica, excelente! -exclamó Kaláshnikov-. ¡Excelente! -repitió,
e hizo como si quisiera tomar en sus manos las riendas que manejaba Elías.
Dentro
del horno zumbaba el viento; algo chilló, y era como si un perro hubiese
atrapado una rata.
-¡Las
fuerzas del mal andan sueltas! - articuló Liubka.
-Es
el viento -explicó Kaláshnikov; luego hizo una pausa, levantó los ojos hacia el
practicante y preguntó-: Usted, que es hombre de estudios, Osip Vasílich, qué
cree, ¿hay diablos en este mundo?
-¿Qué
quieres que te diga? -contestó el practicante, encogiéndose de hombros-. Si nos
atenemos a la ciencia, claro, no hay diablos, porque se trata de un prejuicio;
pero si pensamos simplemente, como tú y yo ahora, los hay... En mi vida he
visto muchas cosas... Cuando terminé los estudios, pasé de practicante a un
regimiento de dragones y estuve en la guerra, naturalmente; poseo una medalla y
el distintivo de la Cruz
Roja.
Después del tratado de San Stéfano, volví a Rusia e ingresé en el zemstvo. He
estado en tantos sitios en mi vida, que puedo decir que he visto muchas cosas
que otro no podría ni imaginarse siquiera. También llamaban Shamil, mientras
que ahora no pasa de ser Filia el tuerto. ¡Qué hombre era! Una noche se metió
con el difunto Andrei Grigórich, A padre de Liubka, en Rozhnovo, donde entonces
había varios regimientos de Caballería, y se llevaron nueve caballos, los
mejores que encontraron. No se asustaron de los centinelas y aquella misma
mañana los vendieron todos por veinte rublos al gitano Afonka. ¡Sí! Los de
ahora, lo que hacen es robar el caballo a un borracho o a alguien que está
dormido; se atreven hasta a sacarle las botas al borracho, van con ese mismo
caballo a doscientas verstas de distancia y se ponen a regatear en la feria
como si fuesen judíos, hasta que viene el comisario y se los lleva. ¡Una
vergüenza! Gentecilla de poca monta, no hay que decirlo.
-¿Y
Mérik? -objetó Liubka.
-Mérik
no es nuestro -replicó Kaláshnikov-. Es de la región de Jarkov, de Mizhírich.
El sí que es un buen tipo, cierto, sería pecado quejarse, es una buena persona.
Liubka
miró a Mérik con un gesto malicioso y alegre, y dijo:
-Sí,
por algo unas buenas gentes le dieron un baño en el río.
-¿Cómo
es eso?-preguntó el practicante.
-Verás...
-empezó Mérik con una sonrisa irónica-. Filia había robado a los arrendatarios
de
Samóilovka
tres caballos, y ellos pensaron que había sido yo. En total, son alrededor de
una docena, y con sus criados llegarán a treinta. Y todos son molokanos... Pues
bien, uno de ellos me dijo en el mercado: «Ven, Mérik, a ver unos caballos que
hemos traído de la feria.» Sentí curiosidad, ya se sabe, fui y ellos, que
serían una treintena, me ataron los brazos a la espalda y me condujeron al río.
«Ahora - dijeron – te mostra-remos los caballos.» En el hielo del río había ya
un agujero abierto y, como a cosa de una braza, abrieron otro. Tomaron una
cuerda, me la pasaron con un lazo bajo los brazos y el otro extremo lo ataron a
un palo en forma de bastón, de tal modo que el palo pudiese pasar por debajo
del hielo de un agujero a otro.
Bueno,
metieron el palo y empezaron a tirar. Yo, tal como estaba, con la pelliza y las
botas, caí al agua, mientras que ellos no cesaban de empujarme, unos con el
pie, otros con el mango del hacha. Luego me arrastraron por debajo del hielo y
me sacaron por el otro agujero.
Liubka
se estremeció.
-En
un principio pareció que el frío me abrasaba -prosiguió Mérik-, y cuando me
sacaron me era imposible hacer nada. Me tumbé en la nieve y los molokanos
empezaron a golpearme con palos en las rodillas y los codos. ¡Era un dolor
terrible! Después se marcharon... La ropa se me había quedado tiesa.
Traté
de levantarme, pero no podía. Gracias a que pasó una mujer y me llevó en su
trineo.
Mientras
tanto, el practicante se había echado al coleto cinco o seis copas. Se sentía
animado y quiso contar también algo extraordinario, mara-villoso, demostrar que
también era un valiente y no tenía miedo a nada.
-En
una ocasión, en la provincia de Penza... -empezó.
Sea
porque había bebido mucho y se le enturbiaba la vista, sea porque un par de
veces lo sorprendieron en flagrante mentira, los otros no le prestaban la menor
atención y hasta dejaron de contestar a sus preguntas. Más todavía, en su
presencia llegaron a mostrarse tan francos, que sintió miedo y frío, pues esto
significaba que ni siquiera se daban cuenta de él.
Kaláshnikov
era un hombre grave y razonador, hablaba pausadamente y, al bostezar, siempre
se hacía la señal de la cruz en la boca. Nadie hubiera dicho que era un ladrón,
un ladrón sin entrañas que despojaba a los pobres y había estado dos veces ya
en presidio; lo iban a mandar a Siberia, pero su padre y su tío, otros
malhechores, dieron una fuerte suma para evitarlo. Mérik, en cambio, no cesaba
de presumir. Veía que Liubka y Kaláshnikov le contemplaban admirados. Se consideraba
a sí mismo un valiente y no cesaba de ponerse en jarras, sacar el pecho y
estirarse de tal modo, que hacía crujir el banco.
Después
de la cena Kaláshnikov, sin levantarse siquiera, se volvió hacia la imagen para
rezar y apretó la mano a Mérik. Este musitó también una oración y apretó la
mano a Kaláshnikov. Liubka recogió los restos de la comida, echó sobre la mesa
unos puñados de rosquillas, avellanas tostadas y pepitas de calabaza, y trajo
dos botellas de vino dulce.
-Que
Dios haya acogido en su seno a Andrei Grigórich -dijo Kaláshnikov, brindando
con Mérik-.
En
vida de él solíamos reunimos aquí o en casa de mi hermano Martín y... ¡Dios
mío, Dios mío!, ¡qué gente, qué conversaciones! ¡Notables conversaciones! Nos
juntábamos Martín, Filia, Fiódor Stukotei... Gente como no había otra... ¡Y
cómo nos divertíamos! ¡Nos diver-tíamos de veras!
Liubka
salió y volvió al poco rato engalanada con un pañuelo verde y un collar.
-Mira,
Mérik, lo que Kaláshnikov me ha traído hoy -dijo.
Se
contempló al espejo y sacudió varias veces la cabeza para que las cuentas del
collar resonasen. Luego abrió un baúl y empezó a sacar ya un vestido de lunares
rojos y azules, ya otro rojo, con volantes, que crujía como el papel, ya un
nuevo pañuelo azul oscuro que despedía vivas irisaciones; mostraba todo esto y,
riendo, juntaba las manos como asombrada de verse propietaria de tales tesoros.
Kaláshnikov
templó la balalaica y se puso a tocar. El practicante era incapaz de comprender
qué canción tocaba, alegre o triste, porque tan pronto era muy triste, hasta el
punto de que entraban ganas de llorar, como se hacía muy alegre. Mérik se puso
en pie de pronto y empezó a taconear. Luego, con los brazos abiertos, recorrió
sobre los tacones todo el cuarto, de la mesa al horno y del horno al baúl, a
continuación dio un salto, como si le hubiera picado una avispa, haciendo
brillar en el aire los hierros de las suelas, y empezó la danza.
Liubka
agitó ambos brazos, lanzó un penetrante chillido y salió a hacerle compañía. En
un principio se deslizó de costado, solapada-mente, como si quisiera acercarse
a alguien y darle un golpe por detrás, taconeó como antes Mérik lo había hecho;
luego empezó a girar como una peonza y su rojo vestido se ahuecó como una
campana. Mérik, mirándola rabiosamente y enseñando los dientes, se acercó a
ella, cual si desease aplastarla con sus terribles pies, pero Liubka,
irguiéndose, echó la cabeza atrás y, agitando los brazos como las alas de una
gran ave, casi sin tocar el suelo, se deslizó por el cuarto...
«¡Esta
moza tiene fuego en las venas! -pensó el practicante, que, sentado en el baúl,
seguía la danza-.
¡Qué
fuego! Se merece todo lo que uno tiene; aún sería poco...»
Lamentó
ser practicante y no un simple mujik. ¿Por qué usaba chaqueta y no camisa azul
ceñida con una cuerda? Entonces podría atreverse sin miedo a cantar, a bailar,
a beber, a abrazar a Liubka como Mérik lo hacía...
El
taconeo y los gritos hacían retemblar la vajilla del armario. La llama de la
vela no cesaba de oscilar.
Se
rompió el hilo del collar y las cuentas se desparramaron por el suelo; el
pañuelo verde se deslizó de la cabeza de Liubka y en vez de ésta quedó una
mancha roja y unos ojos oscuros y brillantes. A Mérik parecía como si se le
fueran a desprender los brazos y las piernas.
Pero
Mérik, después de un último taconazo, quedó inmóvil... Fatigada, respirando
trabajosamente, Liubka se inclinó sobre su pecho y se apretó a él como si fuese
un tronco. Mérik la abrazó y, mirándola a los ojos, dijo con voz suave y
cariñosa, como brome-ando:
-Si
llego a descubrir dónde guarda tu vieja el dinero, la mataré y a ti te cortaré
el cuello con una navaja. Luego prenderé fuego a la posada... La gente pensará
que fuisteis víctimas del incendio y yo, con vuestro dinero, me iré al Kubán,
tendré caballadas y rebaños de ovejas... Liubka no replicó nada, se limitó a
mirarle tímida-mente y a preguntar:
-¿Se
está bien en el Kubán, Mérik?
El
no le contestó, se dirigió al baúl, se sentó en él y quedó absorto.
Probablemente pensaba en el Kubán.
-Se
me va haciendo tarde -dijo Kaláshnikov, poniéndose en pie-. Filia estará
esperando. Adiós, Liubka.
El
practicante salió al patio a echar un vistazo: Kaláshnikov podía llevarse su
caballo. La nevasca no se había calmado. Unas nubes blancas, aferrándose con
sus largas colas a hierbas y arbustos, cruzaban el patio, y al otro lado de la
valla, en el campo, gigantes ensabanados giraban y caían para levantarse de
nuevo y proseguir su pelea sin cesar de agitar los brazos. ¡Y el viento, el
viento! Los desnudos abedules y cerezos, que no podían soportar sus groseras
caricias, se inclinaban casi hasta el suelo y lloraban: «¿Qué pecado hemos
cometido, Señor, para que nos mantengas sujetos al suelo, sin permitirnos
disfrutar de la libertad?»
-¡Quieto!
-gritó Kaláshnikov, enfadado, y montó en su caballo. Una hoja del portón estaba
abierta y junto a ella se había formado un gran montón de nieve-. En marcha.
El
caballo de Kaláshnikov, de escasa alzada y corto de patas, se hundió en la
nieve hasta el vientre. El jinete, todo blanco, no tardó en desaparecer con su
montura al otro lado del portón.
Cuando
el practicante volvió al cuarto, Liubka estaba arrastrán-dose por el suelo,
recogiendo las cuentas del collar. Mérik no se encontraba con ella.
«¡Buena
moza! -pensó el practicante, tumbán-dose en el banco después de poner su
pelliza como almohada-. ¡Si Mérik no estuviera aquí! »
Liubka
le excitaba con su presencia. Seguía arrastrándose por el suelo junto al banco,
y él pensó que, si Mérik no estuviera, él se levantaría, la abrazaría y ya se
vería después lo que pasaba. Cierto que era soltera, pero se le hacía cuesta
arriba pensar que fuese honrada. Y, aunque lo fuera, ¿iba a andarse con
ceremonias en aquella guarida de bandidos? Liubka acabó de recoger las cuentas
y salió del cuarto. La vela se estaba consumiendo y el fuego tocaba ya el papel
que la sujetaba a la palmatoria. El practicante puso el revólver y las cerillas
junto a él y la apagó. La lamparilla de la imagen temblaba tanto, que le obligó
a cerrar los ojos.
Las
sombras saltaban por el techo, por el suelo, por el armario, y entre ellas
creía ver a Liubka, su robusta figura y sus elevados senos: ya giraba como una
peonza, ya se detenía, fatigada por la danza, y respiraba jadeante... «¡Si el diablo
se llevase a Mérik!», pensó.
La
lamparilla hizo un último guiño, chispeó y acabó por apagarse. Alguien, Mérik
sin duda, entró en el cuarto y se sentó en el banco. Dio una chupada a la pipa
y por un instante se iluminó su morena mejilla con la mancha negra. El humo del
tabaco apestaba y le produjo al practicante un vivo picor en la garganta.
-¡Es
un tabaco inmundo, maldita sea! -dijo-. Da náuseas.
-Lo
mezclo con flor de avena -explicó Mérik, tras una pausa-. Es mejor para el
pecho.
Acabó
de fumar, lanzó un escupitajo y salió de nuevo. Pasó como cosa de media hora y
en el zaguán brilló una luz. Apareció Mérik con la pelliza y el gorro puestos,
y luego Liubka con una vela en la mano.
-No
te vayas, Mérik -dijo ella con voz suplicante.
-No,
Liubka, no me retengas.
-Escúchame,
Mérik -añadió ella, y su voz se hizo cariñosa y suave-. Sé que andas buscando
el dinero de mi madre: la matarás y me matarás a mí, y te irás al Kubán a amar
a otras mozas, pero Dios sea contigo. Lo único que te pido, corazón mío, es que
te quedes.
-No,
quiero divertirme... -dijo Mérik, apretándose el cinturón.
-Tampoco
puedes divertirte... Viniste a pie, ¿cómo vas a ir?
Mérik
se inclinó hacia Liubka y le dijo algo al oído. Ella miró a la puerta y rompió
a reír a través de las lágrimas.
-Está
durmiendo... -dijo.
Mérik
la abrazó, le dio un fuerte beso y salió al patio. El practicante se metió el
revólver en el bolsillo, se puso en pie y corrió tras él.
-Déjame
pasar -dijo a Liubka, quien se había apresurado a echar el cerrojo y se había
quedado ante la puerta-. ¡Déjame salir! ¿Qué haces aquí?
-¿Para
qué quieres salir?
-Para
echarle un vistazo al caballo.
Liubka
lo miró de arriba abajo con picardía, cariñosamente.
-¿Para
qué? Tú mírame a mí... -dijo.
Luego
se inclinó y tocó con la punta del dedo la leontina que pendía de la cadena de
su reloj.
-Déjame
salir, se va a llevar mi caballo -insistió el practicante-. ¡Déjame pasar,
diablo! -gritó, descargándole un rabioso puñetazo en el hombro y empujando para
apartarla de la puerta; pero ella se había agarrado al cerrojo y no lo soltaba;
parecía que fuese de hierro-. ¡Déjame salir! -insistió jadeante-. ¡Te digo que
se va a llevar mi caballo!
-¿Adonde
va a ir? No se irá.
Respirando
fatigosamente y pasándose la mano por el hombro, que le dolía después del
golpe, lo miró de nuevo de arriba abajo, enrojeció y se echó a reír.
-No
te vayas, corazón... -dijo- Yo sola me aburro.
El
practicante la miró a los ojos, se quedó pensando y la abrazó sin encontrar
resistencia.
-Bueno,
basta de bromas, déjame pasar -le pidió.
Ella
no desplegó los labios.
-Antes
he oído lo que decías a Mérik, que le quieres.
-Eso
no importa... Sólo mi alma sabe a quién quiero.
Volvió
a tocar la leontina con la punta del dedo y dijo a media voz:
-Dame
esto...
El
practicante desprendió la leontina de la cadena y se la entregó. Liubka alargó
de pronto el cuello, se quedó escuchando y su cara se puso seria; su mirada le
pareció al practicante fría y maliciosa. Se acordó del caballo, la apartó
fácilmente y salió al patio. En el cobertizo se oían los acompasados gruñidos
del cerdo y el ruido que hacían los cuernos de la vaca contra el pesebre... El
practicante encendió una cerilla y vio el cerdo, la vaca y los perros, que se
arrojaron sobre él en cuanto vieron la luz, pero del caballo no quedaba ni
rastro.
Gritando
y agitando los brazos para sacudirse los perros, tropezando y hundiéndose en
los montones de nieve, corrió hacia el portón y trató de divisar algo en
aquella oscuridad. Lo único que veía eran los copos de nieve, que parecían
formar diversas figuras: ya se asomaba de la oscuridad la cara blanca y
sonriente de un muerto, ya pasaba galopando un caballo blanco que montaba una
amazona con un vestido de muselina, ya cruzaba sobre su cabeza una bandada de
blancos cisnes... Temblando de cólera y frío, sin saber qué hacer, el
practicante descargó su revólver contra los perros, sin acertar, y luego corrió
hacia la casa.
Al
entrar en el zaguán oyó claramente cómo alguien salía de la habitación y
cerraba. Estaba todo oscuro.
El
practicante dio un empujón a la puerta, pero no pudo abrirla. Entonces,
encendiendo una cerilla tras otra, retrocedió al zaguán, de éste pasó a la
cocina y de la cocina a una pequeña pieza. Aquí todas las paredes desaparecían
tras las faldas y los vestidos colgados, olía a aciano y a hinojo, y en un
rincón, junto a la estufa, había una cama con una montaña de almohadas; debía
de ser el dormitorio de la vieja, de la madre de Liubka. El practicante pasó a
otra habitación, también pequeña, y allí vio a la moza. Esta se encontraba
sobre un arca, tapada con una manta de vivos colores, hecha de retazos, y
fingía dormir. A su cabecera ardía una lamparilla.
-¿Dónde
está mi caballo? -preguntó severamente el practicante.
Liubka
no se movió.
-Te
pregunto dónde está mi caballo -repitió el practicante con voz más severa
todavía, y dio un tirón de la manta-. ¡A ti te lo pregunto, demonio!-gritó.
Ella
se echó al suelo, se puso de rodillas y, sujetándose la camisa con una mano y
tratando de coger la manta con la otra, se arrimó a la pared... Miraba al
practicante con repugnancia y miedo, y sus ojos, como los de una bestezuela
atrapada, seguían malignos el menor de sus movimientos.
-¡Di
dónde está el caballo o te saco el alma del cuerpo! -gritó el practicante.
-Vete
de aquí, maldito -dijo ella con voz ronca.
El
practicante la agarró de la camisa junto al cuello y dio un tirón hacia sí; sin
poderse contener, la abrazó con todas sus fuerzas. Ella, jadeante de rabia, se
revolvió entre sus brazos, consiguió sacar una mano -la otra se le había
enredado en la camisa rota- y le descargó un puñetazo en la nuca.
La
vista se le nubló, los oídos le zumbaron y se hizo atrás, pero en este momento
recibió otro golpe, ya en la sien. Tambaleándose y apoyán-dose en las paredes
para no caer, pudo llegar al cuarto donde estaban sus cosas y se tumbó en el
banco. Luego, al cabo de un rato, sacó del bolsillo la caja de las cerillas y
empezó a encender una tras otra sin necesidad alguna: las encendía, las apagaba
y las tiraba al suelo, y así hasta que se hubieron acabado.
Mientras
tanto, el aire había empezado a adquirir un tinte azulino, y se oyó el canto de
los gallos. La cabeza le seguía doliendo y los oídos le zumbaban como si
estuviese bajo un puente de ferrocarril y pasase un tren sobre él. Mal que
bien, se puso la pelliza y el gorro. La silla y el paquete de las compras no
los encontró, y la bolsa estaba vacía: alguien había andado por la habitación
mientras él estaba fuera.
Tomó
en la cocina un atizador para defenderse de los perros y salió al patio,
dejando las puertas abiertas de par en par. La nevasca se había calmado y el
aire estaba tranquilo... Al salir del portón, el blanco campo le pareció
muerto; no había ni un solo pájaro en el cielo. En la lejanía, a ambos lados
del camino, se veía la línea azul del bosque.
El
practicante pensó en cómo lo recibirían en el hospital y qué diría el doctor.
Tenía que preparar las respuestas, pero sus ideas se dispersaban y perdían. En
lo único que podía pensar era en Liubka y en los hombres con quienes había
pasado la noche. Recordó la manera como Liubka, después de golpearle por
segunda vez, se había inclinado para recoger la manta y cómo su trenza deshecha
había caído sobre el suelo.
En
su cabeza reinaba una confusión terrible, y se le ocurrió una idea: ¿Qué falta
hacían en el mundo los doctores, los practicantes, los mercaderes, los
escribientes, los mujiks, gentes que no eran libres? Porque las aves son
libres, las fieras son libres, lo mismo que Mérik; no temen a nadie y a nadie
necesitan. ¿Y quién había dicho que había que levantarse por la mañana, comer
al mediodía y acostarse al hacerse de noche, que el doctor era superior al
practicante, que había que vivir en una casa y sólo se podía amar a la mujer
propia?
¿Por
qué no, al contrario, comer de noche y dormir de día? Saltar sobre un caballo
sin preguntar quién es el dueño, galopar como un diablo por los campos, bosques
y barrancos, en persecución del viento, amar a las mozas, reírse de todo el
mundo...
El
practicante tiró el atizador, acercó la frente al tronco blanco y frío de un
abedul y se quedó pensativo.
Su
vida gris y monótona, el sueldo, la sumisión, la farmacia, los eternos tarros y
cantáridas, le parecieron algo despreciable que le producía náuseas.
-¿Quién
dice que divertirse es pecado? -se preguntó con despecho-. Los que lo dicen no
vivieron nunca libres como Mérik o Kaláshnikov, y no amaron a Liubka. Toda su
vida trataron de abrirse camino, no conocieron el menor placer y amaron sólo a
sus mujeres, parecidas a ranas.
Pensó
para sus adentros que, si hasta ahora no se había convertido en un ladrón, un
pillo o un bandido, sólo era porque no había sabido o no se le había presentado
la ocasión.
Había
transcurrido un año y medio. En la primavera, después de la Pascua, el
practicante, que había sido despedido del hospital y no lograba encontrar
empleo, ya de noche, salió de una taberna de Repino y se puso a caminar sin
propósito alguno.
Llegó
al campo. Allí olía a primavera y soplaba una brisa templada y agradable. La
noche, serena y estrellada, miraba a la tierra desde el cielo. ¡Dios mío, qué
profundo es el cielo y cómo se extiende infinitamente sobre el mundo! «El mundo
está bien creado, aunque, ¿a santo de qué -pensaba el practicante- los hombres
se dividen en no bebedores y borrachos, en gente que trabaja y gente que ha
sido despedida? ¿Por qué quien no bebe y tiene el estómago lleno duerme
tranquilamente en su casa, mientras que el borracho y el hambriento deben vagar
por el campo, sin hogar en que acogerse? ¿Por qué quien no ejerce un cargo y no
recibe un sueldo debe estar obligatoriamente hambriento, desnudo y descalzo?
¿Quién lo imaginó? ¿Por qué los pájaros y los animales del bosque viven a plena
satisfacción sin necesidad de prestar un servicio y percibir un sueldo?»
A
lo lejos, sobre la línea del horizonte, se estremecía un cárdeno resplandor. El
practicante se detuvo largo rato mirando, sin cesar de pensar: «¿Por qué, si
ayer robé un samovar y ahora me he bebido en la taberna el importe de la venta,
esto es pecado? ¿Por qué?»
Por
el camino pasaron dos carros; en uno dormía una mujer y en el otro iba un viejo
descubierto...
-Abuelo,
¿dónde es el incendio? -preguntó el practicante.
-Está
ardiendo la casa de Andrei Chiríkov... -contestó el viejo.
El
practicante recordó lo que le había sucedido dieciocho meses antes en aquella
casa y las palabras de Mérik. Se imaginó que la vieja y Liubka habían sido
degolladas y se consumían entre las llamas, y sintió envidia del autor de la
fechoría. Al volver a la taberna, mirando las casas de los acomodados
posaderos, comerciantes y herreros, se dijo: «¡Cómo me agradaría entrar una
noche en la casa de uno de ésos, de los más ricos!»
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