El ‘maldito’ Polanski
El cineasta ha renunciado a la presidencia de los premios César por presiones debidas al delito de violación que cometió hace 40 años
Rubén Amón
1 de febrero de 2017
Los tribunales ordinarios han sido indulgentes con Roman Polanski —sólo expió 42 días de reclusión por la violación de una menor—, pero las leyes del karma van a acosarlo hasta la tumba, más o menos como si la peripecia emulara alegóricamente la obstinación con que el inspector Javert persigue a Jean Villejean durante años y años en la trama de Los miserables.
El descanso le está prohibido al cineasta francopolaco a sus 83 años. No ya porque la justicia estadounidense sigue considerándolo un fugitivo —la violación no prescribe en Estados Unidos—, sino porque cualquier reconocimiento de su trayectoria engendra un contrapeso de irritación. La prueba está en que las presiones del movimiento feminista le han forzado a renunciar a la presidencia de los Premios César. Iba a hacerlo en la gala del cine francés programada el 24 de febrero, pero Polanski ha somatizado las declaraciones de la ministra de los Derechos de las Mujeres, Laurence Rossignol, según la cual al cineasta le protege una omertá corporativa que frivoliza con el delito de violación.
Cometerlo lo cometió Polanski en 1977. Y lo sufrió una chica de 13 años, Samantha Geimer, que además había sido drogada, pero un extravagante acuerdo con la Fiscalía y la víctima restringió el castigo a una pena testimonial. O lo hizo hasta que la revisión del caso convirtió a Roman Polanski en prófugo de la justicia. Por eso no pudo recoger el Oscar de El pianista en 2002 y por la misma razón fue arrestado en Zúrich en 2009, aunque el Estado suizo se resistió a extraditarlo a EE UU.
La persecución permanece activa, aunque sufrió un contratiempo el pasado año, cuando el Supremo polaco renunció a la iniciativa de reabrir el dosier. Lo había reclamado un tribunal local esgrimiendo que Polanski “no debía estar por encima de la ley”. Es el argumento al que se aferran los movimientos feministas franceses, impermeables a los años que han transcurrido desde el delito (40) y a la diferencia que pueda existir entre la carrera de un director de cine (la obra) y el historial penal (la vida).
Roman Polanski es un ciudadano de expediente judicial inmaculado en Francia, como es un cineasta superdotado cuya idoneidad para presidir los César se justifica en el palmarés de ocho estatuillas —Tess, El pianista, La Venus de las pieles—, ejemplos de una carrera triunfal a expensas de un vida atormentada: su madre murió en el campo de exterminio nazi de Auschwitz y su segunda esposa, Sharon Tate, fue asesinada por la secta de Charles Mason en 1969.
Siete años después sobrevino la violación de Samantha Geimer. La víctima perdonó a Polanski. Y llegó a escribir un artículo en la revista Time en 2003 donde pedía que se dejara en paz al cineasta. “Ni tengo rencor ni tengo simpatía hacia él. Es un extraño”. Y un extraño quisiera ser Roman Polanski, pero sigue siendo un proscrito.
EL PAÍS
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