UN VIAJE DE NOVIOS
Sale el tren de la estación de
Balagore. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan
cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados
en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es
absoluta. Se abre la portezuela y penetra un
individuo alto, derecho como un palo, con
sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese
corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en
las operetas. El individuo se detiene en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en
los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me
parece incomprensible...; no, no es éste el coche».
Uno de los viajeros le observa con atención y
exclama alegremente:
-¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae
por acá?
-¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que
no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo
tren!
-¿Y cómo va su salud?
-No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar
con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.
Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies,
y ríe constantemente. Luego añade:
-La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con
objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación
siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la
apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al
primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?
-Noto que está usted un poco alegre -dice Petro
Petrovitch-. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.
-No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!
-No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de
un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su
coche.
Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira
y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Se halla
agitado y se encuentra como sobre alfileres.
-¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?
-Yo, al fin del mundo... Mi cabeza es una olla de
grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo... Querido
amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de
usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario
en mi cara?
-Noto solamente que está un poquito...
-Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada
en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme.
Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese
usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?
-¿Cómo? ¿Usted se ha casado?
-Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la
ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.
Todos los viajeros lo felicitan y
le dirigen mil preguntas.
-¡Enhorabuena! -añade Petro Petrovitch-. Por eso
está usted tan elegante.
-Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa,
hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones.
Sólo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me
sentí feliz.
Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza.
Luego prorrumpe:
-Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en
mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a
mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi
alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan
como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es
un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al
casarse, ya se acordarán de
mí. Entonces se preguntarán:
¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi
coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una
sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro...
Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a
carcajadas.
-Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos
en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En
momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch,
permítame que lo abrace.
-Como usted guste.
Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de
los presentes. El feliz recién casado prosigue:
-Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más.
Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar.
Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto
en un ser sin límites; abarco el universo entero.
Los viajeros, al oír la charla del recién casado,
cesan de dormitar. Iván Alexievitch se vuelve de un lado
para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es
francamente comunicativa.
-Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto.
¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al
diablo con las psicologías!
En esto, el conductor pasa.
-Amigo mío -le dice el recién casado-, cuando
atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero
gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.
-Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay
es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que
lleva el número doscientos diecinueve.
-Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el
doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y
salvo.
Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos
y dice:
-Marido..., señora. ¿Desde cuándo?... Marido, ¡ja!,
¡ja!, ¡ja! Mereces azotes... ¡Qué idiota!... Ella, ayer, todavía era una
niña...
-En nuestro tiempo es extraordinario ver a un
hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.
-¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván
Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos-. Si
alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el
creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no quieren serlo;
ello está en sus manos, sin
embargo. Testarudamente huyen de su felicidad.
-¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.
-Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido
que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante,
debe amar con todas sus fuerzas. Pero ustedes no
quieren obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre
esperan alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser
normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la
oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se
casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura
dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al
buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una
gran virtud.
-Usted asegura que el hombre es el creador de su
propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o
una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es
cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de
otro modo.
-¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al
año. Yo no temo al azar. No vale la pena hablar de ello. Me parece que nos
aproximamos a la estación...
-¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch-. ¿A
Moscú, o más al Sur?
-¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a
Moscú, o más al Sur?
-El caso es que Moscú no se halla en el Norte.
-Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo -dice
Iván Alexievitch.
-No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.
-¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!
-¿Para dónde tomó usted el billete?
-Para Petersburgo.
-En tal caso lo felicito.
Usted se equivocó de tren.
Transcurre medio minuto en silencio. El recién
casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.
-Sí, sí -explica Petro Petrovitch-. En Balagore
usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al
tren que cruzaba con el suyo.
Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de
gran agitación.
-¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios
me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer,
que me espera. ¡Qué animal soy!
El recién casado, que se había puesto en pie, se desploma sobre el
asiento y se revuelve cual si le
hubieran pisado un callo.
-¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!...
-Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarlo-. Procure usted
telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.
-El tren rápido -dice el recién casado-. ¿Pero
dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?
Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y
facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.
Cuentos
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