Heriría quizá mucho a la gente del cine decir que Orson Welles enriqueció como lo hizo el arte cinematográfico porque era un hombre de teatro. Pero fue uno de los pocos que supo que el cine no nacía del aire ni de los hermanos Lumière, sino del teatro -al que querría matar, al estilo freudiano, edípico-; pero que no tenía que ser teatro fotografiado ni tampoco retorcimientos inhumanos de la cámara o deformaciones de la óptica. Su Macbeth de 1948, como después su Otelo de 1955, fueron una demostración de esta especie de ley genética y de cómo se puede innovar sin dejar de respetar. Su Falstaff (Campanas a medianoche) fue más personal, pero no dejó de ser teatro-cine.Shakespeare le llenaba, le inundaba, desde sus días de comediante en Irlanda (esa inmensa cuna del teatro contemporáneo) en el Abbey, en el Gate. Lo había representado, dirigido, editado con notas y con ilustraciones, investigado, adorado. En 1936 hizo con él un experimento ya de vuelta a Estados Unidos: la dirección de un Macbeth interpretado exclusivamente por negros.
El origen del proyecto era político, un proyecto federal dentro de cual estaba el Negro People's Theatre, y recibió -aparte del éxito teatral- las clásicas críticas radicales: los negros tenían sus propios problemas, su angustia natural, y debería serles ajeno un tema escocés de la Edad Media. Con la respuesta consiguiente:Macbeth no es un problema escocés de la Edad Media, sino una universalización del tema de la ambición, de la lucha hasta el fin por el poder, de una forma de relaciones morbosas entre marido y mujer, de la sangre derramada por el triunfo del absolutismo.
Una nueva forma de narrar
Lo que quiere decirse aquí es que cuando Welles llegó al cine está vigorizado, formado y apasionado por el teatro en todas sus vertientes; que estaba profundamente nutrido por el estudio de Shakespeare, y que cuando produjo este Macbeth tenía, además de ese gran vigor inicial del teatro, toda la fuerza del cine inventado por él en Ciudadano Kane y en The magnificient Ambersons. Loque aportó al cine fue una forma nueva de narrar, una utilización del sonido -como música y como palabra- y unas determinadas formas de utilizar la cámara, en el gran ángulo o en el corte de escenas, tras de la cual, sí raspamos un poco el celuloide, nos encontramos con la suntuosidad del teatro.Todo ello es especialmente visible, especialmente admirable, en este Macbeth por el que no pasan los 34 años de su vida, aunque pasen más difícilmente todos sus matices por el ojo de aguja de una pantalla de televisión, demasiado pequeña para su magnitud, que se ilustra hoy con esta riqueza.
Desde las brujas brumosas hasta el bosque en marcha que precipita el desenlace todo es teatro y, al mismo tiempo, todo es cine; todo es Shakespeare y, al mismo tiempo, todo es Orson Welles. Ahora que se plantean tantos enigmas entre teatro-cine-televisión, tantos desgarrones, tantas mezquindades sobre la propiedad, los valores, los elementos diferenciales, y tanta lucha de pequeñuelos, este Macbeth de Orson Welles puede ayudar a comprender -a condición de que se quiera- cómo pueden funcionar las cosas, cómo todo es lo mismo siendo distinto. Una lección.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de septiembre de 1983
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