domingo, 15 de diciembre de 2013

Antón Chejov / Una perra cara


Antón Chéjov
BIOGRAFÍA
Una perra cara

      El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.
      —¡Magnífico perro! —decía Dubov mostrando a Knaps a su perro Milka—. ¡Un perro extraordinario! ¡Fíjese, fíjese bien en el morro que tiene! ¡Lo que valdrá sólo el morro! Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos. ¿No lo cree usted? Si es así, es que no entiende nada de esto.
      —Sí que entiendo, pero...
      —Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato. ¡Dios mío! ¡Qué olfato el suyo! ¿ Sabe cuánto pagué por mi Milka cuando no era más que un cachorro? ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá, Milka bribón, Milka bonito! ¡Ven acá, perrito, chuchito mío!
      Dubov atrajo a Milka hacia sí y le besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.
      —¡No te entregaré a nadie, hermoso mío, tunante! ¿Verdad que me quieres, Milka? Me quieres, ¿no? Bueno, ¡márchate ya! —exclamó de pronto el teniente—. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps! ¡Ciento cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere! ¡Le falta sobre qué utilizar la inteligencia! ¡Cómpremelo, Knaps! ¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio. ¡Lléveselo por cincuenta rublos! ¡Róbeme!
      —No, querido —suspiró Knaps—. Si su Milka hubiera sido macho—, quizá lo comprara, pero...
      —¿Que Milka no es macho? —se asombró el teniente—. Pero ¿qué está usted diciendo, Knaps? ¿Que Milka no es macho? ¡Ja, ja! Entonces, ¿qué es según usted? ¿Perra? ¡Ja, ja! ¡Qué chiquillo! Todavía no sabe distinguir un perro de una perra!
      —Me está usted hablando como si yo fuera ciego o una criatura —se ofendió Knaps—. ¡Claro que es perra!
      —¡A lo mejor también le parece a usted que yo soy una señora! ¡Vaya,vaya, Knaps! —¡Y decir que ha cursado usted estudios técnicos! No, alma mía. Este es un auténtico perro de pura casta. ¡Es capaz de dar ciento y raya a cualquier otro perro, y usted me sale con que no es perro! ¡Ja, ja!
      —Perdóneme, Mijail Ivanovich, pero me toma usted sencillamente por tonto. ¡Hasta me ofende!
      —Bueno, bueno. Pues nada, entonces. No lo compre si no quiere. ¡A usted es imposible hacerle comprender nada! ¡Pronto empezará usted a decir que en vez de rabo tiene una pata! Pero nada. ¡A usted es a quien quería yo hacer el favor! ¡Vajrameev! ¡Trae coñac!
      El ordenanza trajo más coñac. Los dos amigos llenaron sus vasos y quedaron pensativos. Transcurrió media hora en silencio.
      —¡Y después de todo, vamos a suponer que fuera perra! —interrumpió el silencio el teniente mirando sombrío la botella—. ¿Qué importancia tendría eso? ¡Mejor para usted! Le daría cachorros, cada cachorro no valdría menos de veinticinco rublos. ¡Se los compraría cualquiera, encantado! ¡No sé por qué le gustan tanto los perros! ¡Son mil veces mejor las perras! El género femenino es más adicto y más agradecido. Pero bueno, en fin, si tanto miedo tiene usted al género femenino, ¡quédese con ella en veinticinco rublos!
      —No, querido. No le pienso dar ni una kopeka. En primer lugar, no necesito perro, y, en segundo, no tengo dinero.
      —Eso podía usted haberlo dicho antes. ¡Milka! ¡Largo de aquí!
      El ordenanza sirvió una tortilla. Los amigos se pusieron a comerla y la terminaron en silencio.
      —¡Es usted un buen muchacho, Knaps! ¡Un muchacho cabal! —dijo el teniente, limpiándose los labios—. ¡Qué diablos! ¡Me da lástima dejarle así! ¿Sabe usted una cosa? ¡Llévese la perra gratis!
      —Pero ¿para qué la quiero yo, querido? —dijo Knaps con un suspiro—. Y además, ¿quién me la iba a cuidar?
      —¡Bueno, pues nada, entonces! ¡Nada! ¡Qué diablos! ¿Que no la quiere usted? ¡Pues no se la lleva! Pero ¿adónde va usted? ¡Quédese un ratito más!
      Knaps se levantó desperezándose y cogió su gorro.
      —Ya es hora de marchar. Adiós —dijo, bostezando.
      —Espere, entonces. Le acompañaré.
      Dubov y Knaps se pusieron los abrigos y salieron a la calle. Anduvieron en silencio los cien primeros pasos.
      —¿No se le ocurre a quién podría yo dar la perra? ¿No tiene usted a nadie entre sus conocidos? La perra, como ha visto usted, es bonísima, y de raza, pero yo no la necesito para nada.
      —No se me ocurre, querido. En realidad, ¿qué conocimientos tengo yo aquí?
     Hasta llegar a la misma casa de Knaps, caminaron los amigos sin pronunciar palabra. Sólo cuando al abrir la puerta de la verja Knaps estrechó la mano a Dubov, éste tosió y con alguna vacilación dijo:
      —¿Sabe usted si los perreros de la localidad aceptan perros?
      —Es posible que los acepten, pero con seguridad no se lo puedo decir.
      —Mañana la mandaré allá con Vajrameev. ¡Al diablo con la perra! Por mí, que la desuellen, ¡maldita, asquerosa perra! ¡Por si fuera poco que ensucie las habitaciones, ayer en la cocina se zampó toda la carne! ¡Canalla! ¡Y si siquiera fuera de buena raza! ¡Pero no es más que una mezcla de perro callejero y de cerdo! ¡Buenas noches!
      —Adiós —dijo Knaps.
      La puerta de la verja se cerró y el teniente quedó solo.





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