El Jalisco agonizante
de Juan Rulfo
La hacienda donde nació, el asesinato del padre y el árido llano convertido hoy en un vergel artificial: EL PAÍS recorre la geografía literaria del gran escritor mexicano
Jalisco 17 MAY 2017 - 18:21 COT
En la habitación donde nació Juan Rulfo hay colgado en la pared un cristo de madera, sin ombligo ni pezones, clavado en una cruz de tres metros. “Es un cristo agonizante –dice el hermano Bruno– Nos enseña a afrontar el sufrimiento con serenidad, fe y silencio. A esta sala venimos a rezar. Somos una oración viviente”.
La casa del escritor que le puso voz al silencio –si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio– y que después de su segundo libro permaneció callado más de 30 años, es ahora un monasterio de clausura, un templo encomendado al silencio.
El hermano Bruno y sus ocho compañeros guardan el Gran Silencio desde las nueve de la noche a las siete de la mañana. “Nada de palabras, ni ruidos de escoba, ni de zapatos”, explica el sacerdote con las manos fruncidas a la altura del vientre. Durante el día es el tiempo del Silencio Moderado: limpian, rezan, cocinan, rezan. Y, al menos Bruno, ha leído a Rulfo: “creó toda una mitología para estos pueblos”.
Hace ya más de 20 años que la familia materna del escritor le cedió a los Monjes Adoradores Perpetuos del Santísimo Sacramento una imponente finca de más de una hectárea en el diminuto y caluroso pueblo de Apulco, al sur de Jalisco. Tan pequeño que en 1917 el bebé Rulfo tuvo que ser registrado en otro pueblo, Sayula. Tan pequeño que prácticamente todo el pueblo era la hacienda, la iglesia y las casitas de los trabajadores de los terrenos de la familia Vizcaíno, descendientes de migrantes vascos durante las primeras colonizaciones y acomodados terratenientes hasta la Revolución.
Tan pequeño sigue siendo Apulco ahora –300 habitantes– que los monjes han tenido que ir abandonado el monasterio porque no podían mantenerse económicamente más de 10 hermanos. Para financiarse hacen galletas y también pizzas, que venden en un austero local acondicionado en una esquina del monasterio. En la hacienda colonial donde nació Rulfo uno puede comerse una pizza peperoni sentado debajo de un poster de la Virgen María.
La iglesia la pagó el abuelo Carlos Vizcaíno Vargas después de un viaje a Roma. “Dicen que tardó cuatro meses, la gente se reía: que si fue en burro, nadando o qué”, comenta una vecina. El papa Benedictino XIV le recibió y bendijo su templo privado. Como en las franquicias, la iglesia de los Vizcaíno está agregada a la basílica del Papa en Roma y tiene privilegios como la concesión de indulgencias plenarias. “Al que se le otorga, le borra todo rastro del pecado”, explica el sacerdote. Con un pórtico de mármol, en un lateral de la nave están las tumbas de los abuelos y los padres del escritor.
Por la espalda, el padre de Juan Rulfo fue asesinado a balazos en una pelea de tierras en 1923. Un ganadero de la zona, Guadalupe Nava Palacios, quería que sus vacas atravesaran unos terrenos de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo. Cada mañana rompía las cercas para que pasaran sus animales. Cada tarde, Cheno, como se conocía al padre del escritor, las volvía a arreglar. Una de esas tardes le esperó agazapado detrás de unos arbustos y le tiroteó a traición. En una vereda polvorienta, una cruz de metal oxidado sobre un montículo de piedras aún recuerda el lugar exacto del asesinato.
El padre y la muerte, siempre presentes en el universo de Rulfo. El cuento ¡Diles que no me maten! reencarna la historia con una disociación del nombre del asesino. Guadalupe Terreros es el hacendado muerto. Juvencio Nava, el pistolero homicida. Otro relato, Mi padre, dice:
Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas.
A Jesús Canales también le mataron al padre cuando era un niño. Canales tiene ahora 91 años, un sombrero blanco de ranchero y prótesis de plata en los dientes. Está sentado a la sombra en la plaza de Tuxcacuesco, otro pueblo vecino, y recuerda que la historia de Cheno fue parecida y diferente a la de su padre. “Fue por una vieja. Le estaba ganando la mujer a un policía. A mi jefe le avisaron. Ten cuidado, fulano te anda buscando. Le dijeron pero no creyó. Y ahí lo acabaron”. Canales señala con el dedo una de las calles que desembocan en la plaza:
—Le salieron por la espalda en ese corredor y le metieron unos balazos.
Así antes era
Severiano, el hermano mayor del escritor, se hizo cargo de las propiedades familiares. Canales recuerda que “Don Severiano era muy pesado en dinero” y que “hubo personas que se ofrecían a quitarle la vida al que mató a su padre, pero él no quiso”. El hermano mayor fue a recoger el cadáver del padre. La leyenda del pueblo dice que de regreso a San Gabriel, la otra casa familiar, la comitiva fúnebre se fue haciendo cada vez más grande, cayó la noche y encendieron antorchas para iluminar el camino. Al llegar a la casa, le dijeron al hermano pequeño: “hubieras visto como se veía, es como si hubieran incendiado el llano”. El Llano en llamas titularía ese niño muchos años más tarde uno de sus cuentos.
El Gran Llano de Jalisco, las decenas de kilómetros áridos que separan las haciendas, son parte del territorio mítico de Rulfo. El suelo de muchos de sus cuentos, ese duro pellejo de vaca, esa tierra deslavada, una llanura rajada de grietas y de arroyos secos, donde ni maíz, ni nada nacerá.
Esa metáfora que Rulfo utilizó para retratar una vida dura y estéril es hoy un vergel artificial. Centenares de invernaderos de plástico blanco se levantan en el llano. Entre el polvo ahora nacen tomates, pepino y aguacates. El nuevo dueño del llano, el nuevo Pedro Páramo es sinaloense y a un lado de los tomates tiene una pista de aterrizaje para su avioneta privada.
Los trabajadores de esta tierra, los protagonistas de la historia vigente y sin ficción del llano, ya no son campesinos locales. Ahora son indígenas de Oaxaca y Chiapas, que vienen a los estados del norte a limpiar los invernaderos. Trabajan en jornadas de siete a cuatro de la tarde y a la semana les pagan 800 pesos (unos 40 dólares).
“No me gusta, hace mucho calor. Pero la vida está muy dura” dice Daniel Hernández. Tiene 24 años y hace dos que vino desde Oaxaca. El nombre de su pueblo es Santiago Atitlán, que significa “entre aguas”. Es un pueblo de la sierra Mixe atravesado por un río. Al terminar cada tarde su trabajo en la huerta de plástico, Daniel cruza la carretera que atraviesa el llano para descansar en un alberge prefabricado de chapa metálica. Hierro, sobre asfalto sobre tierra rajada de grietas.
Cada tres palabras cierra los párpados y tuerce la cabeza. Se tapa la cara con un pañuelo hasta la nariz para protegerse del polvo. Hace meses que tiene algo en los ojos:
—Veo como nubes, tengo que ir al médico. Pero me han dicho que está bien lejos.
Daniel no ha leído Pedro Paramo. En uno de los pasajes más catárticos de la novela, el protagonista, vagando por un pueblo hundido en el puro calor sin aire, recuerda:
haber visto así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
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