VECINOS
Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal
humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era
un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había
apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda
al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había
sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y
cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida
niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había
raptado. Y esto era horroroso.
La madre no salía de su habitación, la niñera
hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes
deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de
nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un
silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y
hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión
enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana,
¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su
inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.
Así pasaron seis días. El séptimo -un
domingo, después de la comida- un hombre a caballo trajo una carta. La
dirección -«A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina»- estaba escrita con unos
familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los
caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo,
liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...
«Preferirá la muerte antes de hacer una
concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr
Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.
Aquélla estaba en la cama, pero vestida. Al
ver al hijo, se incorporó impulsivamente y, arreglándose los cabellos grises
que se le habían salido de la cofia, preguntó con frase rápida:
-¿Qué hay? ¿Qué hay?
-Ha mandado... -dijo el hijo, entregándole la
carta.
El nombre de Zina y hasta el pronombre «ella»
no se pronunciaban en la casa. De Zina se hablaba de manera impersonal: «ha
mandado», «se ha ido»... La madre reconoció la escritura de la hija, y su cara,
desencajada, se hizo desagradable. Los cabellos grises se escaparon de nuevo de
la cofia.
-¡No! -dijo, apartando las manos como si la
carta le hubiese quemado los dedos-. ¡No, no, jamás! ¡Por nada del mundo!
La madre rompió en sollozos histéricos
producidos por el dolor y el bochorno; parecía sentir deseos de leer la carta,
pero el orgullo se lo impedía. Piotr Mijáilich se daba cuenta de que debía él
mismo abrirla y leerla en voz alta, pero de pronto se sintió dominado por una
cólera como nunca había conocido. Corrió al patio y gritó al hombre que había
traído la misiva:
-¡Di que no habrá contestación! ¡No habrá
contestación! ¡Dilo así, animal!
Y a renglón seguido hizo pedazos la carta.
Luego las lágrimas afluyeron a sus ojos y, sintiéndose cruel, culpable y
desdichado, se fue al campo.
Sólo tenía veintisiete años, pero ya estaba
gordo, vestía como los viejos, con trajes muy holgados, y padecía disnea.
Poseía ya todas las inclinaciones del terrateniente solterón. No se enamoraba,
no pensaba en casarse y únicamente quería a su madre, a su hermana, a la niñera
y al jardinero Vasílich. Le gustaba comer bien, dormir la siesta y hablar de
política y de materias elevadas... Había terminado en tiempos los estudios en
la Universidad, pero ahora miraba esto como si hubiese sido una carga inevitable
para los jóvenes de los dieciocho a los veinticinco años. Al menos, las ideas
que ahora rondaban cada día por su cabeza no tenían nada de común con la
Universidad ni con lo que en ésta había estudiado.
En el campo hacía calor y todo estaba en
calma, como anunciando lluvia. El bosque exhalaba un ligero vapor y un olor
penetrante a pino y a hojas descompuestas. Piotr Mijáilich se detenía a menudo
para limpiarse el sudor de la frente. Revisó sus trigales de otoño y primavera,
recorrió el campo de alfalfa y un par de veces, en un claro del bosque, espantó
a una perdiz con sus perdigones. Y a todo esto no cesaba de pensar que tan
insoportable situación no podía prolongarse eternamente y que deberían ponerle
fin de un modo u otro. Como fuera, de un modo estúpido, absurdo, pero había que
ponerle fin.
«¿Pero cómo? ¿Qué hacer?», se preguntaba,
mirando al cielo y a los árboles como si implorase su ayuda.
Mas el cielo y los árboles guardaban
silencio. Las convicciones honestas no le servían para nada y el sentido común
le decía que el lacerante problema sólo podía tener una solución estúpida y que
la escena con el hombre que había traído la carta no sería la última de este
género. Le daba miedo pensar lo que aún podía ocurrir.
Dio la vuelta hacia casa cuando ya se ponía
el sol. Ahora le parecía que el problema no podía tener solución alguna. Era
imposible aceptar el hecho consumado, pero tampoco se podía no aceptarlo, y no
existía una solución media. Cuando, con el sombrero en la mano y haciéndose
aire con el pañuelo, marchaba por el camino y hasta casa le quedaban un par de
verstas, a sus espaldas oyó un campanilleo. Se trataba de un conjunto muy
agradable de campanillas y cascabeles que producían un tintineo como de
cristales. Sólo podía ser Medovski, el jefe de la policía del distrito, antiguo
oficial de húsares que había derrochado sus bienes y su salud, un hombre
enfermizo, pariente lejano de Piotr Mijáilich. Tenía gran confianza con los
Ivashin y sentía por Zina gran admiración y cariño paternal.
-Voy a su casa -dijo al llegar a la altura de
Piotr Mijáilich-. Suba, lo llevaré.
Sonreía jovialmente; estaba claro que no
sabía lo de Zina. Acaso se lo hubiesen dicho y él no lo había creído. Piotr
Mijáilich se sintió en una situación violenta.
-Lo celebro -balbuceó, enrojeciendo, hasta el
punto que se le saltaron las lágrimas, y no sabiendo qué mentira decir-. Me
alegro mucho -prosiguió, tratando de sonreír-, pero... Zina se ha ido y mamá
está enferma.
-¡Qué lástima! -dijo el jefe de policía,
mirando pensativamente a Piotr Mijáilich-. Y yo que pensaba pasar con ustedes
la velada... ¿Adónde ha ido Zinaída Mijáilovna?
-A casa de los Sinitski; de allí parece que
quería ir al monasterio. No lo sé a ciencia cierta.
El jefe de policía dijo algo más y dio la
vuelta. Piotr Mijáilich siguió hacia su casa pensando horrorizado en lo que el
jefe de policía sentiría cuando supiese la verdad. Se lo imaginaba, y bajo esta
impresión entró en la casa.
«Ayúdame, Señor, ayúdame...», pensaba.
En el comedor, tomando el té, estaba sólo la
tía. Como de ordinario, su cara tenía la expresión de quien, aunque débil e
indefensa, no permite que nadie la ofenda. Piotr Mijáilich se sentó al otro
lado de la mesa (no sentía gran afecto por la tía) y, en silencio, se puso a
tomar el té.
-Tu madre tampoco ha comido hoy -dijo la tía-
Tú, Petrusha, deberías prestar atención. Dejarse morir de hambre no aliviará
nuestra desgracia.
A Piotr Mijáilich le pareció absurdo que la
tía se mezclase en asuntos que no eran de su incumbencia e hiciese depender su
marcha del hecho de que Zina se había ido. Sintió deseos de decirle una
insolencia, pero se contuvo. Y al contenerse advirtió que había llegado el
momento oportuno para obrar, que era incapaz de sufrir por más tiempo. O hacer
algo ahora mismo, o caer al suelo gritando y dándose de cabezadas. Se imaginó
que Vlásich y Zina, ambos liberales y satisfechos de sí mismos, se besaban bajo
un arce, y todo el peso y el rencor que durante los siete días se habían
acumulado en él se volcaron sobre Vlásich.
«Uno ha seducido y raptado a mi hermana
-pensó-, otro vendrá y degollará a mi madre, un tercero nos robará o incendiará
la casa... Y todo esto bajo la máscara de la amistad, de las ideas elevadas y
los sufrimientos.»
-¡No, no será así! -gritó de pronto, y
descargó un puñetazo sobre la mesa.
Se puso en pie de un salto y salió con paso
rápido del comedor. En la cuadra estaba ensillado el caballo del administrador.
Montó en él y salió al galope en busca de Vlásich.
En su alma se había desencadenado una
verdadera tormenta. Sentía la necesidad de hacer algo que se saliese de lo
común, tremendo, aunque luego tuviera que arrepentirse durante la vida entera.
¿Llamar a Vlásich miserable, darle un bofetón y luego desafiarlo? Pero Vlásich
no era de los que se baten en duelo; y, al sentirse tachado de miserable y
recibir el bofetón, lo único que haría sería sentirse más desgraciado y
recluirse más en sí mismo. Estas personas desgraciadas y sumisas son los seres
más insoportables, los más difíciles de tratar. Todo en ellos queda impune.
Cuando el hombre desgraciado, en respuesta a un merecido reproche, mira con
ojos en que se refleja la conciencia de su culpa, sonríe dolorosamente y acerca
dócilmente la cabeza, parece que la justicia misma es incapaz de levantar la
mano contra él.
«Es lo mismo. Le sacudiré un fustazo ante
ella y le diré unas cuantas groserías», decidió Piotr Mijáilich.
Cabalgaba por su bosque y sus tierras baldías
y se imaginaba el modo como Zina, justificando su acción, hablaría de los
derechos de la mujer, de la libertad personal y de que era absolutamente igual
casarse por la Iglesia o por lo civil. Discutiría, como mujer que era, de cosas
que no comprendía. Y probablemente acabaría por preguntarle: «¿Qué tienes tú
que ver en todo esto? ¿Qué derecho tienes a inmiscuirte?»
-Sí, no tengo ningún derecho -gruñía Piotr
Mijáilich- Pero tanto mejor... Cuanto más grosero resulte, cuanto menos derecho
tenga, tanto mejor.
Hacía un calor sofocante. Nubes de mosquitos
volaban muy bajo, a ras del suelo, y en los baldíos lloraban lastimeramente las
averías. Piotr Mijáilich cruzó sus lindes y siguió al galope por un campo
completamente liso. Había recorrido muchas veces este camino y conocía cada
matorral, hasta la última zanja. Aquello que a lo lejos, entre dos luces,
parecía una roca oscura, era una iglesia roja; se la podía imaginar hasta el
último detalle, incluso el enlucido del portal y los terneros que siempre
pacían en su recinto. A la derecha, a una versta de la iglesia, negreaba la
arboleda del conde Koltóvich. Y tras la arboleda empezaban las tierras de
Vlásich.
Por detrás de la iglesia y de la arboleda del
conde avanzaba un enorme nubarrón, que de vez en cuando quedaba iluminado por
unos pálidos relámpagos.
«¡Ahí está! -pensó Piotr Mijáilich-.
¡Ayúdame, Señor!»
El caballo no tardó en dar muestras de
cansancio, y el propio Piotr Mijáilich se sentía fatigado. El nubarrón lo
miraba con enfado, como aconsejándole que volviese a casa. Sintió cierto miedo.
«¡Les demostraré que no tienen razón! -trató
de infundirse ánimos- Dirán que eso es el amor libre, la libertad personal;
pero la libertad está en la abstención, y no en la subordinación a las
pasiones. ¡Lo suyo es depravación, y no libertad!»
Llegó al gran estanque del conde. El reflejo
de la nube daba a aquél un aspecto plomizo y sombrío, y de él salía una intensa
humedad. Junto al dique, dos sauces, uno viejo y otro joven, se inclinaban para
buscarse cariñosamente. Por este mismo lugar, dos semanas antes, Piotr
Mijáilich y Vlásich habían pasado a pie, cantando a media voz una canción
estudiantil: «No amar es destruir la vida joven...» ¡Miserable canción!
Cuando Piotr Mijáilich cruzó la arboleda,
retumbó el trueno y los árboles zumbaron, inclinándose por la fuerza del
viento. Debía darse prisa. Desde la arboleda hasta la hacienda de Vlásich tenía
que cruzar aún la pradera, algo así como una versta. A ambos lados del camino
se alineaban los vicios abedules, de aspecto tan triste y desgraciado como
Vlásich, su dueño; lo mismo que él, eran delgados y habían crecido
desmesuradamente. En las hojas de los abedules y en la hierba repiquetearon
grandes gotas; el viento se calmó al instante y se extendió un olor a tierra
mojada y a álamo. Apareció la cerca de Vlásich, con su acacia amarilla, que
también era delgada y había crecido más de la cuenta. En un lugar donde la
cerca se había venido abajo, se veía un abandonado huerto de árboles frutales.
Piotr Mijáilich no pensaba ya ni en el
bofetón ni en el fustazo. No sabía lo que haría en casa de Vlásich. Se
acobardó. Le daba miedo pensar en su hermana y en él mismo, se horrorizaba ante
la perspectiva de que ahora iba a verla. ¿Cómo se comportaría ella con el
hermano? ¿De qué hablarían? ¿No era preferible dar la vuelta antes de que fuese
tarde? Pensando así, galopó hacia la casa por la avenida de tilos, dejó atrás
los grandes macizos de lilas y, de pronto, vio a Vlásich.
Este, descubierto, con una camisa de percal y
botas altas, inclinado bajo la lluvia, iba de la esquina de la casa al portal.
Le seguía un obrero con un martillo y cajón de clavos. Seguramente había
reparado las maderas de las ventanas, batidas por el viento. Al ver a Piotr
Mijáilich, Vlásich se detuvo.
-¿Eres tú? -preguntó sonriendo-. Excelente.
-Sí; como ves, he venido... -dijo Piotr
Mijáilich con voz suave, sacudiéndose la lluvia con ambas manos.
-Perfectamente, me alegro mucho -añadió
Vlásich, pero sin darle la mano; evidentemente, no se decidía a hacerlo y
esperaba que se la tendieran-. ¡Esta lluvia vendrá muy bien para la avena!
-añadió, mirando al cielo.
-Sí.
Entraron en la casa en silencio. A la derecha
del recibidor había una puerta que conducía a la antesala y luego a la sala; a
la izquierda había una pequeña pieza que en invierno ocupaba el administrador.
Piotr Mijáilich y Vlásich entraron en esta última.
-¿Dónde te ha sorprendido la lluvia?
-preguntó Vlásich.
-Cerca. Cuando llegaba a la casa.
Piotr Mijáilich se sentó en la cama. Le
agradaba que la lluvia hiciese ruido y que la habitación estuviese oscura. Era
preferible: así sentía menos miedo y no hacía falta mirar a su interlocutor a
la cara. Su cólera había desaparecido; lo que ahora sentía era miedo e
irritación consigo mismo. Se daba cuenta de que había empezado mal y de que de
esta iniciativa suya no resultaría nada práctico.
Durante cierto tiempo ambos permanecieron
silenciosos, haciendo ver que prestaban atención a la lluvia.
-Gracias, Petrusha -empezó Vlásich,
carraspeando-. Te agradezco mucho que hayas venido. Es una acción generosa y
noble. La comprendo y, créeme, la estimo mucho. Puedes creerme.
Miró a la ventana y prosiguió, de pie en el
centro de la habitación:
-Todo esto se ha producido en secreto, como
si nos ocultásemos de ti. La conciencia de que tú podías sentirte ofendido y
estuvieses enfadado con nosotros ha sido durante estos días una mancha en
nuestra felicidad. Pero permítenos que nos justifiquemos. Si guardamos el
secreto, no fue porque no tuviéramos confianza en ti. En primer lugar, todo se
produjo inesperadamente, como por una inspiración, y no había tiempo para
entrar en razonamientos. En segundo, se trataba de un asunto íntimo,
delicado... Resultaba violento hacer intervenir a una tercera persona, aunque
fuese tan allegada como tú. Lo principal de todo es que confiábamos mucho en tu
generosidad. Eres un hombre muy generoso y noble. Te estoy infinitamente
agradecido. Si en alguna ocasión necesitas mi vida, ven y tómala.
Vlásich hablaba con voz suave y sorda,
monótona, como un zumbido; estaba visiblemente agitado. Piotr Mijáilich sintió
que le había llegado la vez de hablar y que escuchar y callar habría
significado, en efecto, hacerse pasar por un tipo generoso y noble en su
inocencia. Y no había acudido con estas intenciones. Se puso rápidamente en pie
y dijo a media voz, jadeante:
-Escucha, Grigori: sabes que te quería y que
no hubiese podido desear mejor marido para mi hermana. Pero lo que ha ocurrido
es horroroso. ¡Da miedo pensarlo!
-¿Por qué? -preguntó Vlásich, con voz
temblorosa-. Daría miedo si nosotros hubiésemos procedido mal, pero no es así.
-Escucha, Grigori: sabes que yo no tengo
prejuicios. Pero, perdóname la franqueza, a mi modo de ver los dos han
procedido con egoísmo. Claro que no se lo diré a Zina, esto la afligiría, pero
tú debes saberlo; nuestra madre sufre hasta tal punto que es difícil
explicarlo.
-Sí, eso es muy lamentable -suspiró Vlásich-.
Nosotros lo habíamos previsto, Petrusha, pero ¿qué podíamos hacer? Si lo que
uno hace desagrada a otro, eso no significa que la acción sea mala. Así son las
cosas. Cualquier paso serio de uno debe desagradar forzosamente a algún otro.
Si tú fueses a combatir por la libertad, esto también haría sufrir a tu madre.
¡Qué le vamos a hacer! Quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus
allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por las ideas.
Un relámpago resplandeció vivamente y su
brillo pareció cambiar el curso de los pensamientos de Vlásich. Se sentó junto
a Piotr Mijáilich y empezó a decir cosas que no venían para nada a cuento.
-Yo, Petrusha, adoro a tu hermana -dijo-.
Siempre que iba a tu casa me parecía ir en peregrinación, a elevar mis
oraciones a Dios, cuando lo cierto es que mis oraciones se dirigían a Zina.
Ahora mi adoración crece por días. ¡Para mí está más alta que si fuese mi
esposa! ¡Mucho más! -Vlásich agitó ambos brazos-. Es mi santuario. Desde que
vive aquí, entro en mi casa como si fuera un templo. ¡Es una mujer excepcional,
extraordinaria, nobilísima!
«¡Vaya, ya ha empezado su canción!», pensó
Piotr Mijáilich. Pero la palabra «mujer» no le había agradado.
-¿Por qué no se casan como es debido?
-preguntó-. ¿Cuánto pide tu mujer por concederte el divorcio?
-Setenta y cinco mil.
-Parece mucho. ¿Y si tratas de sacarlo por
algo menos?
-No rebajará ni un kópek. ¡Es una mujer
terrible, hermano! -dijo Vlásich, con un suspiro-. Antes no te había hablado
nunca de ella, pues me desagradaba recordarlo, pero las cosas se han
desarrollado así, y te hablaré ahora. Me casé movido por un noble sentimiento
pasajero, honradamente. En nuestro regimiento, si quieres saber los detalles,
había un jefe de batallón que se enredó con una señorita de dieciocho años; es
decir, hablando simplemente, la sedujo, vivió con ella dos meses y la abandonó.
Ella quedó en la situación más espantosa. Le daba vergüenza volver a casa de
los padres, además de que no la aceptarían, y el amante la había dejado: como
para ir a los cuarteles y venderse. Los oficiales estaban indignados. Tampoco
ellos eran unos santos pero la infamia era demasiado evidente. Para colmo, en
el regimiento nadie podía aguantar a aquel jefe de batallón. Para hacerle ver
que era un cerdo, ¿comprendes?, los tenientes y capitanes empezaron a reunir
dinero para la desgraciada muchacha. Y entonces, cuando los oficiales de
graduación inferior nos habíamos juntado y uno daba cinco rublos y otro diez, a
mí se me subió la sangre a la cabeza. La situación me pareció muy apropiada
para realizar una auténtica proeza. Acudí a ella y le manifesté con fogosas
expresiones mi simpatía. Y cuando iba a verla y, luego, cuando le hablaba, la
amaba calurosamente, viendo en ella a una mujer humillada y ofendida. Sí...
resultó que al cabo de una semana pedía su mano. Los jefes y compañeros
encontraron que este matrimonio era incompatible con la dignidad de un oficial.
Esto fue como si echaran aceite al fuego. Yo, ¿comprendes?, escribí una larga
carta en la que afirmaba que mi acción debía ser escrita en la historia del
regimiento con letras de oro, etc. La mandé al jefe y envié copias de ella a
los compañeros. Estaba exaltado, se entiende, y hubo palabras fuertes. Me
pidieron que dejara el regimiento. Por ahí tengo guardado el borrador (te lo
daré para que lo leas). La carta estaba escrita con mucha emoción. Podrás ver
los honestos y sinceros sentimientos que entonces me movían. Solicité la baja y
vine aquí con mi mujer. Mi padre había dejado algunas deudas, y carecía de
dinero, y ella, desde el primer día, hizo muchas amistades, empezó a presumir y
a jugar a las cartas, y tuve que hipotecar la hacienda. Se conducía muy mal, y
eres tú, entre todos mis vecinos, el único que no ha sido su amante. Al cabo de
dos años, para que me dejase, le di todo cuanto entonces tenía, y se fue a la
ciudad. Sí... Y ahora le paso dos mil rublos al año. ¡Es una mujer horrible! Es
una mosca que pone su larva en la espalda de la araña de tal modo, que ésta no
se la puede sacudir; la larva se agarra a la araña y le chupa la sangre del
corazón. Lo mismo hace esta mujer: se ha agarrado a mí y me chupa la sangre. Me
odia y me desprecia porque cometí la estupidez de casarme con ella. Mi
generosidad le parece algo miserable. «Un hombre inteligente», dice, «me
abandonó, y me recogió un estúpido.» Piensa que sólo un desgraciado idiota pudo
proceder como yo. Y a mí, hermano, esto me produce una amargura intolerable.
Entre paréntesis, te diré que el destino me oprime. Me oprime ferozmente.
Piotr Mijáilich escuchaba a Vlásich y se
preguntaba, perplejo: «¿Cómo ha podido agradar tanto a Zina? No es joven, tiene
ya cuarenta y un años, es flaco, estrecho de pecho, de nariz larga y con alguna
cana en la barba. Cuando habla, parece que zumba; su sonrisa es enfermiza y
mueve las manos de una manera desagradable. No puede presumir de salud ni de
hermosas maneras varoniles, carece de espíritu mundano y alegría, y así, a
juzgar por las apariencias, es algo turbio e indefinido. Se viste sin gusto, su
casa es triste y no admite la poesía ni la pintura, porque «no responden a las
demandas del día»; es decir, porque no las comprende; y no le conmueve la
música. Es mal administrador. Su hacienda está en el abandono más completo y la
tiene hipotecada; por la segunda hipoteca paga el doce por ciento y, además, ha
firmado pagarés por valor de diez mil rublos. Cuando llega el momento de
entregar los intereses o de mandar dinero a su mujer, pide a todos prestado con
una expresión que parece que se le estuviera quemando la casa, y al mismo
tiempo, sin pararse a pensarlo, vende todas sus reservas de leña para el
invierno por cinco rublos, y la paja por tres, y luego hace que para encender
sus estufas utilicen la cerca del huerto o los viejos marcos del invernadero.
Los cerdos estropean su pradera y el ganado de los mujiks se come en el bosque
los árboles jóvenes, mientras que los vicios van desapareciendo cada invierno.
En el huerto y el jardín están tiradas las colmenas, y allí abandonan los cubos
viejos. Carece de facultades para nada, y ni siquiera posee la virtud común y
corriente de vivir como la gente vive. En los asuntos prácticos, es ingenuo y
débil, se le puede engañar sin dificultad alguna, y por algo los mujiks lo
tachan de «simple».
»Es liberal y en el distrito lo tienen por
rojo, pero esto resulta en él algo aburrido. En su libre pensamiento no hay
originalidad y énfasis; se indigna, se irrita y se alegra siempre en el mismo
tono, como con desgana, sin producir efecto. Ni siquiera en los momentos de
gran exaltación levanta la cabeza, y siempre permanece encorvado. Pero lo más
aburrido de todo es que hasta sus ideas buenas y honestas se las ingenia para
expresarlas de tal modo, que parecen triviales y atrasadas. Uno piensa que está
tratando de algo viejo, que leyó hace mucho, cuando, con palabra lenta, como si
dijera algo muy profundo, empieza a hablar de sus minutos lúcidos y honestos,
de años mejores, o cuando se entusiasma con la juventud que siempre marchó a la
cabeza de la sociedad, o cuando censura a los rusos porque durante treinta años
se ponen una misma bata y olvidan adquirir su alma mater. Cuando me quedo a
dormir en su casa, pone en la mesilla de noche a Písarev o a Darwin. Y, si le
digo que ya los he leído, sale y trae a Dobroliúbov.»
En el distrito calificaban esto de
librepensamiento, que muchos miraban como una extravagancia ingenua e inocente;
sin embargo, a él le hacía profundamente desgraciado. Era para él la larva de
que antes hablaba: se le había agarrado con toda fuerza y le chupaba la sangre
del corazón. En el pasado, el extraño matrimonio al gusto de Dostoievski, las
largas cartas y las copias escritas con una letra ilegible, pero con un
profundo sentimiento; los eternos equívocos, explicaciones y desilusiones; y
luego las deudas, la segunda hipoteca, el dinero que pasaba a su mujer, las
nuevas deudas que contraía todos los meses... y todo esto sin provecho para
nadie, ni para él ni para los demás. Y ahora, lo mismo que antes, no cesa de
sentir prisas, quiere realizar una proeza y se mete en asuntos que no le
incumben; lo mismo que antes, en cuanto se presenta la ocasión, escribe largas
cartas con sus copias, mantiene fatigosas y triviales conversaciones sobre la
comunidad campesina o la necesidad de poner en pie las industrias artesanas, o
sobre la construcción de una fábrica de quesos: conversaciones muy semejantes
unas a otras, hasta el punto que parecen salir no de un cerebro vivo, sino de
una máquina. Y, por fin, este escándalo de Zina, que no se sabe cómo terminará.
Y entre tanto Zina es joven -sólo tiene
veintidós años.-, es bonita, elegante y jovial; le gusta reír y charlar, es muy
aficionada a las discusiones y siente pasión por la música; muestra buen gusto
en la elección de vestidos, libros y muebles, y en su casa no habría sufrido
una habitación como ésta, en la que se huele a botas y a vodka barato. Es
también liberal, pero en su librepensamiento se dejan sentir una
superabundancia de energías, la vanidad de una muchacha joven, fuerte y
atrevida, la apasionada sed de ser mejor y más original que el resto... ¿Cómo
pudo enamorarse de Vlásich?
«El es un Quijote, un fanático terco, un
maníaco -pensaba Piotr Mijáilich-; y ella es tan blanda, tan débil de carácter
y acomodaticia, como yo... Los dos nos rendimos pronto y sin resistencia. Se
enamoró de él; aunque yo mismo le profeso cariño, a pesar de todo...»
Piotr Mijáilich tenía a Vlásich por un hombre
bueno y honesto, aunque de miras estrechas. En sus emociones y sufrimientos, y
en toda su vida, no veía altos fines, próximos o remotos; veía únicamente el
tedio y la incapacidad de vivir. Su sacrificio y todo lo que Vlásich denominaba
proeza o impulso honrado, le parecía un derroche inútil de energía,
innecesarios disparos sin bala en los que se quemaba mucha pólvora. La
circunstancia de que Vlásich estuviera fanáticamente seguro de la
extraordinaria honradez e infalibilidad de su manera de pensar, le parecía
ingenua y hasta morbosa. En cuanto al hecho de que se las hubiera ingeniado
toda su vida para confundir lo mezquino con lo sublime, que se hubiera casado
estúpidamente y lo considerase una proeza, y que luego hubiera buscado a otras
mujeres, viendo en ello el triunfo de una idea, todo esto resultaba
sencillamente incomprensible.
A pesar de todo, Piotr Mijáilich sentía
afecto por Vlásich, advertía en él la presencia de cierta fuerza, y por eso
nunca era capaz de llevarle la contraria.
Vlásich se había sentado junto a él para
charlar bajo el rumor de la lluvia, en la oscuridad, y ya carraspeaba dispuesto
a contar algo largo, por el estilo de la historia de su boda. Pero Piotr
Mijáilich no hubiera podido escucharlo. Lo abrumaba la idea de que dentro de
unos minutos iba a ver a su hermana.
-Sí, no has tenido suerte en la vida -dijo
suavemente-. Pero, perdóname, nos hemos apartado de lo principal. No era de eso
de lo que teníamos que hablar.
-Sí, sí, tienes razón. Volvamos a lo
principal -asintió Vlásich, y se puso en pie-. Escucha lo que te digo,
Petrusha: nuestra conciencia está limpia. No nos ha casado un sacerdote, pero
nuestro matrimonio es perfectamente legítimo. No voy a demostrarlo ni tú tienes
por qué oírlo. Tu pensamiento es tan libre como el mío y, a Dios gracias, entre
nosotros no puede haber discrepancia en este punto. En cuanto a nuestro futuro,
no te debe asustar. Trabajaré hasta sudar sangre, sin dormir por las noches; en
una palabra, haré cuanto pueda para que Zina sea feliz. Su vida será hermosa.
¿Que si seré capaz de hacerlo? ¡Sí lo seré, hermano! Cuando uno piensa sin
cesar en una misma cosa, no le es difícil conseguir lo que quiere. Pero vayamos
a ver a Zina. Hay que darle esta alegría.
A Piotr Mijáilich le dio un vuelco el
corazón. Se levantó y siguió a Vlásich a la antesala y de allí a la sala. En
esta pieza, enorme y sombría, no había más que un piano y una larga fila de
viejas sillas, con incrustaciones de bronce, en las que nadie se sentaba nunca.
Sobre el piano ardía una vela. De la sala pasaron en silencio al comedor, otra
habitación amplia y poco confortable en el centro de la cual había una mesa
redonda plegable, de seis gruesas patas, sobre la cual lucía también una única
vela. El reloj, de caja roja parecida a la urna de un icono, marcaba las dos y
media.
Vlásich abrió la puerta del cuarto vecino y
dijo:
-¡Zínochka, ha venido Petrusha!
Se oyeron pasos precipitados y en el comedor
entró Zina, alta, un tanto gruesa y muy pálida, tal como Piotr Mijáilich la
había visto la última vez en casa: vestida con falda negra, blusa roja y un
cinturón de gran hebilla. Atrajo hacia sí a su hermano con un abrazo y le dio
un beso en la sien.
-¡Qué tormenta! -dijo-. Grigori había salido
y me he quedado sola en toda la casa.
No daba muestras de turbación y miraba a su
hermano con ojos sinceros y diáfanos, como en casa. Al verla, Piotr Mijáilich
dejó de sentirse turbado.
-Pero tú no tienes miedo a las tormentas
-dijo, sentándose junto a la mesa.
-Sí, pero aquí las habitaciones son enormes,
el edificio es viejo y, en cuanto suena un trueno, todo él se estremece como un
armario con vajilla. Por lo demás, es muy agradable -siguió, sentándose frente
a su hermano-. Aquí todas las habitaciones guardan un recuerdo agradable. En la
mía, lo que son las cosas, se pegó un tiro el abuelo de Grigori.
-En agosto tendré dinero y arreglaré el
pabellón del jardín -dijo Vlásich.
-No sé por qué, cuando hay tormenta recuerdo
al abuelo -prosiguió Zina-. Y en este comedor mataron a un hombre.
-Es cierto -confirmó Vlásich, y miró con los
ojos muy abiertos a Piotr Mijáilich-. En los años cuarenta tenía arrendada esta
hacienda un francés llamado Olivier. El retrato de su hija está aún en la
buhardilla. Este Olivier, según contaba mi padre, despreciaba a los rusos por
su ignorancia y se burlaba de ellos terriblemente. Así, exigía que el
sacerdote, al pasar junto a la finca, se descubriera media versta antes de la
casa, y cuando cruzaba con su familia por la aldea quería que hiciesen repicar
las campanas. Con los siervos y la gente menuda, se entiende, gastaba aún menos
ceremonias. En cierta ocasión pasó por aquí uno de los hijos más nobles de la
Rusia vagabunda, algo parecido al estudiante Jorná Brut de Gógol. Pidió que le
dejasen pasar la noche, agradó a los empleados y le permitieron quedarse en la
oficina. Existen varias versiones. Unos dicen que el estudiante sublevó a los
campesinos; otros, que la hija de Olivier se enamoró de él. No lo sé a ciencia
cierta, pero lo que es seguro es que un buen día Olivier le hizo comparecer
aquí, lo sometió a interrogatorio y luego ordenó que le diesen una paliza. ¿Te
das cuenta? Mientras él permanecía sentado tras esta mesa, bebiendo como si tal
cosa, los criados pegaban al estudiante. Hay que suponer que lo martirizaron. A
la mañana siguiente el estudiante murió e hicieron desaparecer el cadáver. Se
dice que lo tiraron al estanque de Koltóvich. Empezaron las investigaciones,
pero el francés pagó varios miles de rublos a quien correspondía y se fue a
Alsacia. Como a propósito, el plazo del arriendo se extinguía, y ahí terminó
todo.
-¡Qué canallas! -exclamó Zina,
estremeciéndose.
-Mi padre recordaba muy bien a Olivier y a su
hija. Decía que era muy hermosa y excéntrica. Yo creo que el estudiante hizo lo
uno y lo otro: sublevó a los campesinos y sedujo a la hija. Puede que ni
siquiera se tratase de un estudiante, sino de una persona que se había
presentado de incógnito.
Zínochka quedó pensativa: la historia del
estudiante y la bella francesa parecía haber transportado su imaginación muy
lejos. Piotr Mijáilich concluyó que, exteriormente, no había cambiado en
absoluto en la última semana; la notaba, eso sí, un poco más pálida. Su mirada
era tranquila, como si hubiese acudido con el hermano a visitar a Vlásich. Pero
Piotr Mijáilich advertía cierto cambio en él mismo. En efecto, antes, cuando
Zina vivía en casa, podía hablar con ella de todo, mientras que ahora era
incapaz de preguntarle siquiera: «¿Cómo vives aquí?» Le parecía una pregunta
torpe e innecesaria. En ella debía de haberse producido el mismo cambio. No
mostraba prisa en hablar de la madre, de su casa, de su historia amorosa con
Vlásich; no se justificaba, no decía que el matrimonio civil era mejor que el
eclesiástico, no mostraba inquietud y se había quedado tranquilamente meditando
en el caso de Olivier... ¿Y por qué habían sacado de pronto la conversación del
francés?
-Los dos tienen la espalda mojada por la lluvia
-dijo Zina, sonriendo alegremente, afectada por esta pequeña semejanza entre su
hermano y Vlásich.
Y Piotr Mijáilich sintió toda la amargura y
todo el horror de su situación. Recordó su casa vacía, el piano cerrado y la
clara habitación de Zina, en la que nadie entraba ahora. Recordó que en las
avenidas del jardín no había ya huellas de sus pies pequeños y que poco antes
del té de la tarde ya no iba nadie a bañarse entre grandes risas. Aquello que
más le atraía desde su más tierna infancia, en lo que le agradaba pensar
sentado entre el pesado aire del aula -claridad, pureza, alegría-, todo cuanto
llenaba la casa de vida y luz, se había ido para no volver, había desaparecido
y se mezclaba con la grosera y torpe historia de un jefe de batallón, de un
generoso teniente, de una mujer corrompida, del abuelo que se había pegado un
tiro... Y empezar la conversación de la madre o imaginar que el pasado podía
volver, significaría no comprender lo que estaba tan dado.
Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de
lágrimas y su mano, puesta sobre la mesa, tembló. Zina adivinó lo que él
pensaba y sus ojos resplandecieron también con el brillo de las lágrimas.
-Ven aquí, Grigori -dijo a Vlásich.
Se retiraron a la ventana y empezaron a
hablar en voz baja. Por la manera como Vlásich se inclinaba hacia ella y cómo
ella miraba a Vlásich, Piotr Mijáilich comprendió una vez más que todo había
acabado para siempre y no hacía falta hablar de nada. Zina se retiró.
-Verás, hermano -empezó Vlásich después de un
breve silencio, frotándose las manos y sonriendo-: antes te decía que nuestra
vida era feliz, pero lo hacía para someterme, por así decirlo, a las exigencias
literarias. En realidad, todavía no hemos experimentado la sensación de la
felicidad. Zina no cesaba de pensar en ti y en su madre, y se atormentaba; eso
significaba un tormento para mí. Es un espíritu libre, decidido, pero con la
falta de costumbre se le hace pesado, además de que es joven. Los criados la
llaman señorita. Parece que es algo sin importancia, pero esto la preocupa. Así
es, hermano.
Zina trajo un plato de fresas. Tras ella
entró una pequeña doncella de aspecto sumiso. Puso en la mesa un jarro de leche
y, antes de retirarse, hizo una inclinación muy profunda... Tenía algo de común
con los viejos muebles, daba la sensación de algo estupefacto y aburrido.
La lluvia había cesado. Piotr Mijáilich comía
fresas y Vlásich y Zina lo miraban en silencio. Se acercaba el momento de la
conversación innecesaria pero inevitable, y los tres sentían ya su peso. Los
ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de nuevo de lágrimas; apartó el plato y
dijo que ya era hora de volver, pues se le iba a hacer tarde y acaso empezase
de nuevo la lluvia. Llegó el momento en que Zina, por razones de decoro, debía
sacar la conversación sobre los suyos y su nueva vida.
-¿Qué hay en casa? -preguntó con frase
rápida, y su pálido rostro tembló ligeramente-. ¿Y mamá?
-Ya la conoces... -contestó Piotr Mijáilich,
apartando la vista.
-Petrusha, tú has pensado mucho en lo
sucedido -siguió ella, agarrando a su hermano de la manga, y él comprendió lo
difícil que le era hablar-. Has pensado mucho. Dime: ¿podemos esperar que mamá
se reconcilie alguna vez con Grigori... y acepte toda esta situación?
Estaba junto a él, mirándolo a la cara, y él
se asombró al verla tan hermosa y al pensar que nunca lo había advertido. Y el
hecho de que su hermana, tan parecida físicamente a la madre, delicada y
elegante, viviera en casa de Vlásich y con Vlásich, junto a aquella doncella,
junto a la mesa de seis patas, en una casa donde habían matado a palos a un
hombre, el hecho de que ahora no volviese con él a casa, sino que se quedase
allí a dormir, le pareció un absurdo increíble.
-Ya conoces a mamá... -dijo, sin contestar a
la pregunta-. A mi modo de ver, convendría observar... hacer algo, pedirle
perdón...
-Pero pedir perdón significa admitir que
hemos procedido mal. Para la tranquilidad de mamá, estoy dispuesta a mentir,
pero esto no conducirá a nada. La conozco. En fin, ¡sea lo que sea! -añadió
Zina, contenta de que lo más desagradable hubiese quedado dicho-. Esperaremos
cinco años, diez, aguantaremos, y sea lo que Dios quiera.
Tomó a su hermano del brazo y, al pasar por
la oscura antesala, se apretó a su hombro.
Salieron al portal. Piotr Mijáilich se
despidió, montó a caballo y emprendió la marcha al paso. Zina y Vlásich
siguieron con él para acompañarle un rato. Era una tarde apacible y tibia, y en
el aire había un maravilloso olor a heno; en el cielo, entre las nubes,
brillaban las estrellas. El viejo jardín de Vlásich, testigo de tantas
historias penosas, dormía envuelto en la oscuridad, y al pasar por él se
despertaba en el alma un sentimiento de melancolía.
-Zina y yo hemos pasado hoy, después de la
comida, un rato verdaderamente magnífico -dijo Vlásich-. La he leído un
excelente artículo sobre los emigrados. ¡Debes leerlo, hermano! ¡Te gustará! Es
un artículo notable por su honradez. No he podido resistirlo y he escrito a la
redacción una carta para que se la entreguen al autor. Una sola línea: «¡Le doy
las gracias y estrecho su honrada mano!»
Piotr Mijáilich estuvo tentado de decir: «No
te metas en lo que no te importa», pero guardó silencio.
Vlásich caminaba junto al estribo derecho y
Zina junto al izquierdo. Los dos parecían haber olvidado que tenían que volver
a casa, aunque había mucha humedad y quedaba ya poco hasta la arboleda de
Koltóvich. Piotr Mijáilich se dio cuenta de que esperaban algo de él, aunque
ellos mismos no sabían qué, y sintió por los dos una profunda piedad. Ahora,
cuando marchaban junto al caballo pensativos y sumisos, tuvo la profunda
convicción de que eran desgraciados y de que no podían ser felices, y su amor
le pareció un error triste e irreparable. La piedad y la conciencia de que no podía
hacer nada en su favor le produjo esa enervación en que, para evitar el
fatigoso sentimiento de la compasión, uno está dispuesto a cualquier
sacrificio.
-Vendré alguna vez a pasar la noche con
ustedes.
Pero esto parecía como si hubiese hecho una
concesión y no lo satisfizo. Al detenerse junto a la arboleda de Koitóvich para
despedirse definitivamente, se inclinó hacia su hermana, puso la mano en su
hombro y dijo:
-Tienes razón, Zina: ¡has hecho bien!
Y, para no añadir nada más y no romper a
llorar, dio un fustazo al caballo y se perdió al galope entre los árboles. Al
entrar en la oscuridad, volvió la cabeza y vio que Vlásich y Zina regresaban a
casa por el camino -él a grandes zancadas y ella como a saltitos- y conversaban
animadamente.
«Soy una vieja -pensó Piotr Mijáilich-. Venía
para resolver la cuestión y aún la he enredado más. Bueno, ¡que se queden con
Dios!»
Se notaba apesadumbrado. Cuando terminó la
arboleda puso el caballo al paso y luego, junto al estanque, lo detuvo. Sentía
deseos de permanecer inmóvil y pensar. La luna había salido y se reflejaba como
una columna rojiza al otro lado del estanque. A lo lejos retumbó el sordo
estruendo del trueno. Piotr Mijáilich miraba sin pestañear el agua y se
imaginaba la desesperación de su hermana, su dolorosa palidez y los secos ojos
con que trataría de ocultar a la gente su humillación. Imaginó su embarazo, la
muerte y el entierro de la madre, el horror de Zina... Porque la supersticiosa
y orgullosa vieja no podía por menos de morirse. Los horribles cuadros del
futuro se dibujaron ante él en la oscura superficie del agua, y entre las
pálidas figuras de mujer se vio él mismo, pusilánime, débil, con la cara de
quien se siente culpable...
A cien pasos de él, en la orilla derecha del
estanque, había algo inmóvil y oscuro: ¿era una persona o un tronco de árbol?
Piotr Mijáilich recordó lo del estudiante a quien habían arrojado a este
estanque después de matarlo.
«Olivier fue inhumano, pero, después de todo,
resolvió el problema, mientras que yo no he resuelto nada, no he hecho más que
enredarlo», pensó, mirando la oscura silueta, que semejaba un aparecido. «Él
decía y hacía lo que pensaba, y yo no digo ni hago lo que pienso. Ni siquiera
sé de seguro lo que en realidad pienso...»
Se acercó a la negra silueta: era un viejo
tronco podrido, lo único que quedaba de una antigua construcción.
De la arboleda y la hacienda de Koltóvich
venía hasta él un fuerte perfume de muguete y de aromáticas hierbas. Piotr
Mijáilich siguió a lo largo de la orilla del estanque, contemplando tristemente
el agua, y al rememorar su vida se convenció de que hasta entonces no había
dicho y hecho lo que pensaba, y que los demás le habían pagado con la misma
moneda. Esto le hizo ver su vida entera tan sombría como aquel agua en que se
reflejaba el cielo de la noche y se confundían las algas. Y le pareció que
aquello no tenía remedio.
1892.
Cuentos
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