Ilustración de Tesa González |
EL ÁLBUM
El
consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del
Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:
-Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos
hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...
-Durante más de diez años... ¡Jum!... En este día
memorable, nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba
de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo
votos porque su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún,
hasta la hora de la muerte, nos honre con...
-Sus paternales enseñanzas en el camino de la
verdad y del progreso -añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de
pronto le habían invadido la frente. Se veía que ardía en deseos de tomar la
palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.
-Y que -concluyó- su estandarte siga flotando mucho
tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.
Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de
arrugas, se deslizó una lágrima.
-Señores -dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo
esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto jubileo. Estoy emocionado,
profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la
muerte. Créanme, amigos míos, les aseguro que nadie les desea como yo tantas
felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre
en bien de todos ustedes...
Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo
a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor
y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como
si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un
gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después,
calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy afectuosas, estrechó a
todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló
en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho
invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las
lágrimas.
En su casa lo esperaban nuevas satisfacciones. Su
familia, sus amigos y conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en
que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que
hubiera sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante
la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las
lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan
calurosamente.
-Señores -dijo en el momento de los postres-, hace
dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre
que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me
permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre
fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros,
sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta
recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de
emoción.
Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para
verlo.
-¡Qué bonito es! -dijo Olga, la hija de Serlavis-.
Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me
lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!
Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación
y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los
funcionarios, los tiró al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de
colegio. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el
hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó
sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en
los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada más para colorear, recortó siluetas
y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al
consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado
así al despacho de su padre.
-Papá, mira, un monumento.
Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y,
enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.
-Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea
ella también.
Cuentos
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