¡Qué arte tuvo De Niro!
El crítico de cine Carlos Boyero recuerda con nostalgia los primeros filmes y con disgusto las últimas películas del actor en su 70 cumpleaños
Durante muchos años, ver el nombre de Robert de Niro en el reparto de una película suponía un imán irresistible y amortizable para comprar la entrada. No solo por el magnetismo, el poder expresivo, la complejidad y el talento que desprendía este actor insólito, sino también por su intuición, su inteligencia o su suerte para elegir personajes memorables en el gran cine estadounidense de la década de los setenta, una época cinematográfica en estado de gracia, poblada por directores que ofrecieron lo mejor de sí mismos durante esos años.
No puede ser casual que Robert de Niro —que mañana cumple setenta años— protagonizara sucesivamente tantas obras maestras, películas que mantienen su fascinación y su profundidad, que te siguen removiendo aunque las hayas disfrutado infinitas veces en el curso del tiempo, ese atributo que nunca poseerán las odiosas modas, don exclusivo del clasicismo.
Hagan la prueba si la memoria alberga dudas de que esto sea cierto. De Niro empalma en diez años una galería de personajes destinados a perdurar en la retina y en el oído del espectador. En El padrino 2 se mete en la estilizada piel y el temible cerebro del joven Vito Corleone, ese hombre razonable e implacable, osado y pragmático, vengativo y negociador, esposo y padre modélico. Dos años más tarde se convertirá en Travis Bickle, ese urbanita enloquecido por la soledad y el rechazo sentimental que pretenderá purificarse e inmolarse montando un infierno de sangre alrededor de una puta adolescente en Taxi driver. Más tarde viajará a Italia para interpretar a un dubitativo señor feudal durante la época mussoliniana en la poética y grandiosa Novecento. Será el productor genial y el hombre íntimamente devastado que creó Fitzgerald en su novela El último magnate. Intentará salvar a su autodestructivo amigo y sobrevivir mentalmente después de haber vivido el espanto de la guerra en la preciosa El cazador. Se convertirá por dentro y por fuera en el compulsivo, celoso, paranoico y trágico boxeador Jake LaMotta enToro salvaje. También otorgará autenticidad y sentimiento con admirable sobriedad gestual a esa persona común que cree tener estabilizada su existencia familiar hasta que se enamora de una compañera de tren que también parece felizmente casada en la tan creíble como emotivaEnamorarse. Y será ese gánster anciano y conmovedor que descubre que aquellos que más amaba le traicionaron y le engañaron en la violenta, lírica y más que triste Érase una vez en América. O sea, palabras mayores, un actor extraordinario al servicio de las mejores historias y de una imborrrable galería de personajes.
Pero a este actor legendario también le llegó el invierno y a mi juicio envejeció fatal. Los pasotes histriónicos siempre le tentaron (su amigo Scorsese se lo consintió en viejas épocas de esplendor, como sus insoportables interpretaciones en New York, New York y El cabo del miedo) pero desde hace demasiado tiempo ese histrionismo repetitivo y su vana convicción de que posee una irresistible vena cómica se ha multiplicado en una filmografía mediocre o directamente olvidable. En mi caso, que antes pagaba por ver a De Niro, ahora lo haría por evitarlo. Casi siempre me resulta cargante. Las leyendas deberían sentir respeto hacia su esplendoroso pasado. Sobre todo, cuando estás forrado de pasta.
Las últimas interpretaciones grandiosas que le recuerdo a Robert de Niro son las de Casino y en el antológico duelo de Heat, en la que se colocaba por primera vez enfrente de Pacino (su carrera en las últimas décadas también roza el patetismo), el otro glorioso peso pesado de su generación. Ojalá que antes de despedirse, este actor vuelva a demostrar su arte. Como director, también lo posee. La turbia y profunda El buen pastor era una obra maestra. Todavía nos debe alguna obra excepcional. Delante o detrás de la cámara.
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