martes, 12 de abril de 2016

Alejandro Zambra / Julio Ramón Ribyeiro en su tela de araña


Julio Ramón Ribeyro según Javier Prado


Julio Ramón Ribeyro en su tela de araña


Por Alejandro Zambra


1. Cada escritor tiene la cara de su obra, pensaba Julio Ramón Ribeyro, pero no es fácil dibujar la cara de Ribeyro: el pelo largo o corto o a medio crecer, la boca semiabierta, con o sin cigarro, con o sin bigotes, y un gesto serio o una leve sonrisa o una imprevista carcajada. Es como si hubiera elegido despistar a los curiosos con disfraces rudimentarios. La cara de Ribeyro es la cara de un estudiante de leyes que despreciaba la abogacía, la de un limeño que quería vivir en Madrid, y que en Madrid soñaba con ir a París, y que en París extrañaba Madrid, y así, según las becas y las faldas, y sobre todo en busca de tiempo que perder escribiendo, en la soledad de Munich, o de Berlín, o de París, de nuevo, por una larga temporada. La cara de Ribeyro es la cara de un solitario que amontonaba copas sucias y arrojaba las cenizas por el balcón. La cara de Ribeyro es la cara de un eterno convaleciente que nació en 1929 y murió en 1994, dos años después de comenzar la publicación de La tentación del fracaso, el asombroso diario que escribió durante más de cuatro décadas.
2. Era, quizás, la persona más tímida que he conocido, ha dicho Mario Vargas Llosa, el escritor menos tímido del Perú. Enrique Vila-Matas, en cambio, al conocer a Ribeyro enmudeció, y no de admiración, sino simplemente a causa del pánico que mi timidez y la suya habían provocado en mí. Ribeyro era un tímido que creía que todos “casi todos” los peruanos eran tímidos: Tememos al ridículo de una manera enfermiza, nuestro gusto por la perfección nos conduce a la inactividad, nos fuerza a refugiarnos en la soledad y en la sátira, escribe en su diario.
3. Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser una de las tantas vidas de un escritor de clase media nacido en un país latinoamericano del siglo xx, dice Ribeyro, en su Autobiografía. La extravagancia de su obra proviene, justamente, de esta renuencia al heroísmo. Incluso en las páginas más confesionales de su diario persiste un matiz impersonal, que lo mantiene a salvo de la exhibición y del anecdotismo. Ribeyro escribe para vivir, no para demostrar que ha vivido. Un fragmento de 1977 es, en este sentido, revelador: La verdadera obra debe partir del olvido o la destrucción (transformación) de la propia persona del escritor. El gran escritor no es el que reseña verídica, detallada y penetrantemente su existir, sino el que se convierte en el filtro, en la trama, a través de la cual pasa la realidad y se transfigura.
4. ¿Fue, Ribeyro, un gran escritor? A pesar de que buena parte de su diario permanece inédito (la última edición de Seix Barral llega hasta 1978), la lectura de La tentación del fracaso revela que Ribeyro es uno de los mayores diaristas de la literatura latinoamericana. Sus cuentos, en tanto, le valieron tempranamente el titular de mejor cuentista del Perú (aunque no faltó el ladilla que lo definió como el mejor escritor peruano del siglo xix). En una anotación de 1976, evalúa, con desencanto, su destino literario: Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: he allí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor. Le gustaba presentarse como un narrador de la tercera división que alguna vez metió un gol magnífico. Se quedaba corto, sin duda, pues durante los últimos años de su vida jugó a estadio lleno, recibiendo gentilmente el acoso de sus admiradores.
5. Cada vez son más los lectores que llegan a Ribeyro por el atajo autobiográfico. En mi caso, inmediatamente después de leer y releer La tentación del fracaso, corrí a conseguir sus relatos, reunidos en las ya clásicas ediciones-ladrillo de Alfaguara. Los cuentos de Ribeyro se prestan al menudeo, al hojeo, al compás de los viajes en metro y de los inconfesables paréntesis laborales. Es difícil volver a las carpetas tras recibir los pincelazos que Ribeyro preparaba con paciencia, a la siga de esa emotividad sobria de que habla Bryce Echenique. Su diario, en cambio, constituye una peligrosa lectura de domingo, o de madrugada: la pieza está repleta de humo y el libro avanza a una velocidad imprevisible y traicionera.
Mientras sus colegas escribían las grandes novelas sobre Latinoamérica, Ribeyro, o el orillero del boom, daba forma de decenas de cuentos simplemente magistrales, que, sin embargo, no llenaban las expectativas de los lectores europeos. Y él lo sabía muy bien: “El Perú que yo presento no es el Perú que ellos se imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal”, dice, con calculada ironía.
6. Durante los años 70 y 80, los cuentos de Ribeyro circularon bajo el título Las palabras del mudo, que aludía a la representación de los marginados, es decir, a esos personajes ribeyranos por excelencia: débiles, arrinconados por el presente, infalibles víctimas de la modernidad  Es sorprendente la perfecta simetría que consigue Ribeyro: no actúa como el Neruda vociferante de Canto general, sino más bien como ha observado, de nuevo, Bryce Echenique escribe como un Vallejo compasivo, clavado a la altura del suelo. El afán de retratar esa Lima triste y desigual coexiste desde un comienzo con una velada proyección autobiográfica, que va cobrando nitidez, no sólo en sus cuentos, sino en el conjunto de su obra. Escribió novelas, teatro y proverbiales, como él llamaba a sus digresiones históricas, además de valiosos ensayos de crítica literaria, y hasta se permitió publicar dos libros punzantes y extraños, como Prosas apátridas (1975) y Dichos de Líder (1989), que prepararon el terreno para el desembarco de La tentación del fracaso.
7. Mientras sus colegas escribían las grandes novelas sobre Latinoamérica, Ribeyro, el orillero del boom, daba forma a decenas de cuentos simplemente magistrales, que, sin embargo, no llenaban las expectativas de los lectores europeos. Y él lo sabía muy bien: El Perú que yo presento no es el Perú que ellos imaginan o se representan: no hay indios o hay pocos, no ocurren cosas maravillosas o insólitas, el color local está ausente, falta lo barroco o el delirio verbal, dice, con calculada ironía. ¿Qué le costaba embadurnar a sus personajes con las cremas del barroco? Mucho: Ribeyro quería escribir lo que quería leer. Fue así como los pocos indios de su obra se salvaron del paternalismo que por entonces engordaba las billeteras.
8. En Dichos de Luder, Ribeyro desliza una elegante salida a la pregunta de por qué ya no escribe novelas: Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido.
9. Alonso Cueto ha dicho en un artículo reciente que las novelas de Ribeyro suelen perder tensión e interés. De seguro pensaba en la liviandad forzada deLos geniecillos dominicales (1965), o en el escepticismo un poco aguado deCambio de guardia (1976). Crónica de San Gabriel (1960), en cambio, su primera novela, es, con seguridad, una obra mayor.
10. Un escritor no sabe lo que escribe. Sabe, apenas, que escribe. Y tal vez también sabe lo que no escribe. Ribeyro sabe que Crónica de San Gabriel no es una historia de amor, o de costumbres, o de aventuras. Ha escogido la máscara de Lucho, un adolescente limeño que, en el curso de un año de vida lenta, es objeto de las veleidades de su prima Leticia y testigo de las injusticias de un mundo en trabajosa descomposición. Es sobre todo una crónica, dice Ribeyro, la crónica de una adolescencia imaginaria, de una familia extraña, de una tierra generosa y al mismo tiempo hostil, la crónica de un reino perdido. Ribeyro procede a tientas, buscando un lenguaje preciso y cerrado: Al mirarla de cerca comprobé asombrado que sus pupilas eran de una opacidad tan singular que la luz de los ventanales las iluminaban sin penetrarlas. Escribe para descubrir qué ha escrito, qué está escribiendo. El reino perdido de San Gabriel, dice, al terminar la novela, es el tiempo del escritor, los innumerables días de belleza que sacrifiqué por imaginar esas historias.
11. En el diario de 1964 figura esta admirable definición de novela, que lo mismo serviría, sin embargo, para describir el proceso creativo de un cuento o de un poema: Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y sustracción. El escritor que poda corre el riesgo de quedarse sin jardín, un riesgo necesario, en todo caso: Silvio en El Rosedal o Al pie del acantilado, tal vez sus mejores relatos, son cuentos que provocan, por así decirlo, un efecto novelesco, del mismo modo que las frases de Ribeyro suelen rozar la intensidad de la buena poesía.
12. Un fragmento de La tentación del fracaso: Cuando tenía doce años me decía: algún día seré grande, fumaré y me pasaré las noches en un escritorio, escribiendo. Ahora soy ya un hombre, estoy fumando, sentado en mi escritorio, escribiendo, y me digo: cuando tenía doce años era un perfecto imbécil.
13. Otro: Tengo una gran desconfianza por los hombres que no fuman ni prueban un vaso de alcohol. Deben ser terriblemente viciosos.
14. A partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos, dice Ribeyro, en Sólo para fumadores, su imprescindible autorretrato fumando. Después de repasar sus primeros Derby, sus Chesterfield de estudiante universitario (cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria), los negros y nacionales Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike (Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que amanecía con amigos la víspera de un examen) y los Gauloises y Gitanes que decoraron sus aventuras parisinas, Ribeyro rememora el momento más triste de su vida como fumador, que se da cuando comprende que para poder fumar debe desprenderse de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuantas decenas de Gauloises, y hasta resigna diez ejemplares de Los gallinazos sin plumas, su primer libro de cuentos, que acaba vendiendo al peso para convertirlos en un miserable paquete de Gitanes. El relato abunda en pasajes que un no fumador juzgará inverosímiles pero que los fumadores sabemos totalmente fidedignos: aquella noche, por ejemplo, en que Ribeyro se arroja desde una altura de ocho metros para recuperar una cajetilla de Camel, o, años más tarde, cuando solucionó la estricta prescripción de no fumar con el ingenio de esconder en la arena de la playa unas cajetillas de Dunhill que, tras sortear la vigilancia de su mujer, corría a desenterrar cada mañana.
 15. En vez de la semivigilia que aconsejaban Breton y compañía, Ribeyro prefería escribir en estado de semiembriaguez. Transcribo, de Prosas apátridas(1975), este fragmento que bien podría comprenderse como una versión alcoholizada de Borges y yo: La única manera de comunicarme con el escritor que hay en mí es a través de la libación solitaria. Al cabo de unas copas, él emerge. Y escucho su voz, una voz un poco monocorde, pero continua, por momentos imperiosa. Yo la registro y trato de retenerla, hasta que se va volviendo cada vez más borrosa, desordenada, y termina por desaparecer cuando yo mismo me ahogo en un mar de náuseas, de tabaco y de bruma. ¡Pobre doble mío, a qué pozo terrible lo he relegado, que sólo puedo tan esporádicamente y a costa de tanto mal entreverlo! Hundido en mí como una semilla muerta, quizás recuerde las épocas felices en que cohabitábamos, más aún, en que éramos el mismo y no había distancia que salvar ni vino que beber para tenerlo constantemente presente.
16. Kafka es mi hermano, siempre lo he sentido, pero el hermano esquimal, con el cual me comunico a través de señas y ademanes, pero entendiéndonos, escribe Ribeyro. Más allá del aire de familia perceptible en algunos de sus cuentos fantásticos, la similitud la hermandad de Ribeyro con Kafka aparece, en plenitud, en momentos de velado humorismo como el que sigue: Soy algo relativamente precioso y frágil, quiero decir un objeto que ha sido duro y costoso fabricar estudios, viajes, lecturas, trabajos, enfermedades y por ello lamentaría que este objeto no tenga la posibilidad de dar todo su rendimiento. Hacer una adquisición y tirarla por la borda es insensato.
17. O este fragmento que no desmerecería enfrentado al Kafka de Once hijos: Me temo que mi hijo haya heredado casi todos mis defectos, unidos a los de mi mujer, lo que ya sería demasiado. Con los míos hubiera sido suficiente para hacer de él un inteligente desgraciado. Esa impaciencia, esa vehemencia, esa incapacidad de concentración, esa desconfianza en las apariencias y el feroz deseo de descubrir lo oculto y enmascarado de las cosas, unido a la ligereza para asociar y concluir, son típicamente míos y en parte de Alida, pero de ella tiene además el gusto no disimulado por ganar el afecto y si es posible la admiración de las personas, el apetito por acumular cosas que no podrá disfrutar, sólo por saber que están al alcance de su mano, la falta de noción del tiempo y tantas cosas más.
18. Uno más, sobre sus tormentosos paseos por las librerías: Por lo general salgo sin comprar porque de inmediato, ante la vista de los libros, mi deseo de posesión se dispersa no sobre varios libros posibles sino sobre todos los libros existentes. Y si por azar compro un libro, salgo sin ningún contento pues su adquisición significa no un libro más sino muchos libros menos.
El momento más triste de su vida como fumador se da cuando Ribeyro comprende que para poder fumar debe desprender de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuentas decenas de Gauloises, y hasta resigna diez ejemplares de Los gallinazos sin plumas, su primer libro de cuentos, que acaba vendiendo al peso para convertirlos en un miserable paquete de Gitanes.
19. O este elogio de la lentitud: Para qué andar tan de prisa si en la esquina menos pensada nos encontramos con la luz roja, gracias a la cual todos aquellos que sobrepasamos nos alcanzarán.
20. En órbita con el escepticismo del autor, los personajes de Ribeyro se relacionan de forma problemática con la historia. Es difícil decidir si su aquiescencia política correspondía a un imperativo moral o fue más bien construyendo, sobre la marcha, un traje a la medida. El germen del descompromiso político que no social de Ribeyro está en esta anotación de 1961, escrita después de redactar un manifiesto sobre el rol que debían jugar los escritores en el Perú: Más importante que mil intelectuales firmando un manifiesto virulento es un obrero con un fusil. Triste papel el nuestro. Además, ¿qué sentido tiene, qué decencia puede haber en pergeñar esta declaración en París, escuchando a Armstrong y bebiendo un vaso de Saint-Emilion? En 1970, tras dejar su trabajo de una década en la agencia France Presse, Ribeyro pasa a ocupar un puesto en la embajada y luego en la Unesco, sobreviviendo, hasta 1990, a las democracias y dictaduras de turno. Guillermo Niño de Guzmán, su editor y amigo, recuerda, a propósito: El afán por mantener su condición diplomática puede entenderse por cuanto se trataba de su modus vivendi (sus ingresos literarios eran insuficientes), pero ello le acarreó un coste excesivo: la pérdida de su independencia política.
 21. En sus diarios Ribeyro deja espacio a algunas culposas reflexiones sobre la lealtad. Pero prevalece el descreimiento o tal vez la convicción de que las grandes gestas históricas constituyen un lapsus tras el cual recrudecen la medianía y la miseria. Las noticias que llegan de Latinoamérica lo afectan, pero más lo afectan y es el primero en reconocerlo sus largas temporadas hospitalizado y sus combates cuerpo a cuerpo con la página en blanco. Ante la noticia del golpe de Estado chileno, Ribeyro firma, naturalmente, los manifiestos de rigor, pero insiste en tomar distancia, en separar las aguas: En estos momentos tirios y troyanos se unen, olvidan sus rencillas y obran en el mismo sentido, aunque, debo reconocerlo, no con los mismos objetivos. El imperativo de la acción está reñido con su visión pesimista de la historia: Los dos barrenderos franceses de la estación de metro, con sus overoles azules, hablando en argot, gruñendo más bien, acerca de su trabajo. ¿En qué los ha beneficiado la Revolución Francesa?
 22. ¿Quién era, entonces, Ribeyro? Ribeyro era un baúl lleno de gente: Es como si existiera en mí no uno sino varios escritores que pugnaran por expresarse, que quieren hacerlo todos al mismo tiempo, pero que no logran a la postre más que asomar un brazo, una pierna, la nariz o la oreja, alternativamente, en desorden, abigarrados y un poco grotescos.
23. Un recado extraviado entre los papeles del diario: De ahora en adelante ya no tienes ningún derecho de propiedad sobre tu cuerpo. Yo lo he adquirido. Tus senos son míos. Tus muslos son míos. Tu sexo es mío. Tu piel es mía. Soy el dueño no sólo de tu cuerpo, sino de lo que él supone: dueño de tu placer y de tu sufrimiento.
24. La crisis de la novela es, para Ribeyro, el resultado de una impostura: De un tiempo a esta parte las novelas francesas son escritas por profesores y para profesores. El novelista francés actual es un señor que no tiene nada que decir sobre el mundo, pero sí mucho sobre la novela, escribe, e insiste, apuntando a la literatura moderna (un adjetivo que en Ribeyro suele ser desdeñoso): Cada nuevo escritor coteja su obra con la de los escritores anteriores, no con el mundo. De este modo se llega a una rarificación de la materia novelesca, que puede confundirse con el esoterismo. Los nuevos escritores, concluye, tratan de hacer de su obra no el reflejo personal de la realidad sino el reflejo personal de otros reflejos.
 25. Sobre Fanny and Zooey, la novela de Salinger, dice: Sus personajes se mueven como egresados del Actor Studio.
26. Es decisivo este juicio sobre Carpentier, escrito después de leer las primeras 60 páginas de El recurso del método: La novela es un bazar de nombres propios y referencias eruditas. Este defecto se acentúa a causa de otro rasgo de carácter que creo advertir en Carpentier: el temor de que por latinoamericano y por comunista se le vaya a reprochar ignorancia en materia de cultural occidental. Entonces hace ostentación de ella, pero con una exuberancia tropical. Es como el nuevo rico que acude a la fiesta con su traje más elegante y con todas sus joyas. Su estilo más que precioso es un estilo enjoyado. Su tirano ilustrado, además, no llega a hacerse carne, sigue siendo verbo y nada más que verbo. Hasta ahora no creo en él: es una figura literaria laboriosa e inverosímil.
27. Necesidad de construir nuevamente mi vida, mi tela de araña, escribe Ribeyro, a mediados de los años 50, con plena y prematura conciencia de que vivir es hacer continuamente tabula rasa. No es ese héroe de Borges que sólo en el último segundo justo antes de sentir el íntimo cuchillo en la garganta comprende su destino. Ribeyro no es un héroe sino un hombre que cada mañana, ya muy lejos de su barrio limeño, se mira en la trizadura del espejo familiar. Más que una vida ordenada en etapas y derrotas parciales, Ribeyro invoca cada día un destino dudoso e inminente. De ahí la predilección de lectores como Bryce o Julio Ortega por Silvio en El Rosedal, un bello relato sobre el esquivo arte de leer el mundo.
28. De su Autorretrato al estilo del siglo XVII: Era incapaz de grandes proyectos, de planes minuciosos, y si a veces los concebía, nunca fue con la intención de realizarlos. Su falta de confianza en el futuro lo obligaba a limitar sus aspiraciones casi a la esfera cotidiana, y nunca se preocupó realmente de saber qué haría o comería al día siguiente. Sin ser goloso, gustaba de las comidas complicadas más que de las simples, del buen vino y de los licores espirituosos, pero era capaz al mismo tiempo de privaciones principales y le ocurrió soportar sin mucha pena semanas de pan con mantequilla y agua corriente. Sufría, en cambio, por la falta de tabaco y era aficionado al amor, más a la variedad que a la repetición, sin que su ausencia, sin embargo, lo llevara al desequilibrio. Podía permanecer solo y de hecho tenía cierta inclinación por la soledad y sólo aceptaba la compañía de personas que no amenazaran su tranquilidad o que no lo avasallaran con su charlatanería.
 29. Queda, en el tintero, ese escritor seriamente enfermo, ese convaleciente, que, como decía Baudelaire, invariablemente recuperaba el asombro de vivir o de no morir.
30. Pero es mejor que termine Ribeyro, el escritor de fragmentos: La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas. Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración. Yo he identificado a quienes se encargarán de completar en mi vida las pruebas que faltaban para que todo no pase de un borrón. Han tenido casi las mismas desventuras, incurrido casi en los mismos errores. Pero serán ellos quienes escribirán los libros que yo no pude escribir.


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