sábado, 5 de diciembre de 2015

Irvine Welsh / La vida sexual de las gemelas siamesas / Fragmento

Irvine Welsh

Presentamos la primera parte del capítulo “Trasplantes” de La vida sexual de las gemelas siamesas, la más reciente novela de Irvine Welsh, invitado especial de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2015.
2-4-6-8, who do we appreciate?[i]
Las cifras son la gran obsesión norteamericana. ¿Cómo dar la talla? Nuestra economía ruinosa: los porcentajes de crecimiento, el gasto de los consumidores, la producción industrial, el PIB, el PNB, el Dow Jones. Como sociedad: los homicidios, las violaciones, los embarazos adolescentes, la pobreza infantil, la inmigración ilegal, los drogadictos (oficialmente reconocidos y no). Como individuos: la altura, el peso, las caderas, la cintura, el pecho, el IMC. 
Pero la que causa la mayor parte de los problemas es la cifra que tengo ahora mismo en la cabeza: 2.
La discusión con Miles (1,86, 95 kilos) fue banal, vale, pero tuvo suficiente mala leche para evitar que pasara la noche en su piso de Midtown (decir Midtown es como decir ciudad fantasma). El muy gilipollas se pasó toda la noche quejándose de sus problemas de espalda y convenciéndose a sí mismo para no follar con ese pretexto de mierda. A medida que a él se le iban humedeciendo los ojos, a mí se me iba poniendo más árido el coño. No es muy difícil de entender, joder. Hasta llegó a mandarme callar durante los últimos minutos de un episodio de The Big Bang Theory; ¡venga ya, colega! Además su chihuahua, Chico, estaba aullando agresivamente y se negó a encerrarlo en la otra habitación insistiendo en que el cretino de ojos saltones no tardaría en tranquilizarse.
Pues que le den.


No se lo tomó muy bien cuando decidí largarme: se puso en plan niño taciturno, todo rígido y haciendo pucheros. ¡Échale un poco más de pelotas, coño! Algunos tíos simplemente no son lo bastante enrollados como para mostrar su ira. Tiene más huevos Chico, que cambió de rutina y se subió a mi rodilla pese a que yo no dejaba de ponerlo otra vez en el suelo.
Así que me dirijo de vuelta a South Beach, y faltan un par de minutos para las 3.30. Un poco antes hacía una noche más serena; la luna y una sucesión de estrellas proporcionaban esquirlas de luz que cortaban el cielo de color malva oscuro. Entonces, casi en cuanto arranco el motor de mi destartalado Caddy DeVille del 98, herencia de mi madre, me doy cuenta de que el tiempo ha cambiado. Me da igual, ya que el “I Hate Myself for Loving You” de Joan Jett suena en los altavoces, pero para cuando llego al puente elevado Julia Tuttle, las ráfagas de viento empujan frontalmente el coche. Reduzco la velocidad cuando la lluvia azota el parabrisas y me obliga a entornar los ojos para poder ver entre los rápidos movimientos de los limpiaparabrisas.
Justo en el momento en que pasa a lloviznar y el velocímetro regresa a los ochenta por hora, emergen dos hombres de la oscuridad —ahora nada estrellada y negra como el azabache— que corren hacia mí y agitan los brazos por la mitad de la calzada prácticamente desierta. El que está más próximo resopla con fuerza, con mejillas a lo hámster, bajo el chorro blanco de las luces de la autopista, y veo su mirada desquiciada. Al principio pienso que debe de tratarse de una especie de broma; unos universitarios borrachos o unos drogatas chalados que están jugando a alguna clase de juego temerario y descerebrado. Pero de repente se me clava en la conciencia un escueto joder cuando intuyo que se trata de alguna forma rebuscada de robo violento de coches y me digo: no pares, Lucy, deja que los muy capullos se  aparten, pero no lo hacen, así que freno con fuerza y el coche se desliza chirriando. Me aferro al volante y tengo la sensación de que un titán intenta arrancármelo de las manos; acto seguido, oigo un ruido sordo y un crujido, y veo cómo uno de ellos cae rodando al suelo desde el capó. El coche se para en seco y yo quedo incrustada en el asiento precisamente cuando el motor se cala y ahoga el CD exactamente cuando Joan estaba a punto de darle al estribillo una caña acojonante. Miro a mi alrededor e intento comprender la situación. Un conductor que está en el otro carril, justo delante de mí, no consigue reaccionar con tanta rapidez; el segundo hombre sale volando por los aires por encima del capó, dando vueltas como una bailarina fuera de control y haciendo carambolas por la autopista. El coche tira millas y desaparece entre la noche sin hacer el menor ademán de detenerse. 
Demos gracias al santo ojete del dulce Niño Jesús de que detrás de nosotros no viene nadie más.
 Los secuestradores de coches nunca han tenido tantos huevos ni tanto miedo. Milagrosamente, el tío al que ha golpeado el otro coche, un hispano pequeño y fornido, se pone en pie tambaleándose. Emana terror, tanto que parece superar cualquier dolor que pueda estar sintiendo, porque al cabrón que ha salido despedido de mi coche ni lo mira; mientras se larga como puede, echa una mirada furiosa por encima del hombro en dirección a la turbia noche. A continuación veo por el espejo retrovisor al tipo al que golpeé ligeramente, un blanco delgaducho. Él también se ha puesto en pie enseguida; es rubio y lleva el pelo peinado hacia atrás con gomina; cojea apresuradamente, como una araña medio tullida, hacia los arbustos de la mediana que dividen los carriles del puente de la autopista que conducen respectivamente al centro y a la playa. Entonces veo que el hispano ha vuelto sobre sus pasos y renquea hacia mí. Golpea mi ventanilla mientras chilla: “¡AYÚDAME!”.
Me quedo clavada en el asiento, con el olor a quemado de las pastillas de los frenos y los neumáticos en las narices y sin saber qué coño hacer. Entonces un tercer tipo sale caminando vigorosamente por la autopista desde la oscuridad hacia nosotros. El hispano chilla de dolor —quizá se le haya pasado la conmoción— y cojea hasta la parte trasera del coche; al parecer, se agacha junto a la ventanilla del pasajero de atrás.
Abro la puerta y salgo, con las piernas temblándome sobre el asfalto firme y con sensación de vacío en el estómago. Mientras lo hago, oigo un restallido y noto que algo pasa volando junto a mi oreja izquierda. Me doy cuenta, con una extraña sensación de abstracción, de que ha sido un disparo. Lo sé por la forma en que el tercer hombre, cuya silueta se va perfilando entre la borrosa oscuridad, apunta hacia el coche con algo en la mano. Tiene que ser una pistola. Está casi a mi lado, y cuando veo el arma con claridad todo se queda congelado. Siento que se me levantan los párpados como suplicando piedad de forma primaria mientras pienso: así acaba la cosa. Pero pasa completamente de largo, como si yo fuera invisible, pese a que estoy lo bastante cerca como para tocarle y ver de perfil sus vidriosos ojillos de hurón e incluso captar el rancio tufillo de su olor corporal. Pero está en plena persecución de su agazapado objetivo. “¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR!… NO…”, suplica el hispano acurrucado, encogido junto al coche con los ojos cerrados, la cabeza gacha y la palma de una mano tendida.
El pistolero baja lentamente el brazo y apunta con el arma a su víctima. No sé qué instinto se apodera de mí y le arreo al muy cabrón una patada en salto entre los omóplatos. Es un tipo delgado y de aspecto andrajoso, que cae de bruces hacia su víctima potencial y suelta la pistola al chocar con el asfalto. Por un instante, antes de abalanzarse sobre el arma, el hispano parece apabullado. Yo me adelanto a él y la envío de una patada debajo del Caddy, mientras la víctima en potencia, antes de levantarse y largarse cojeando, me mira boquiabierta por un segundo. Pero yo me lanzo inmediatamente sobre el pistolero dejando caer mi peso sobre su espalda, sentándome sobre él a horcajadas, con las rodillas raspando áspera y dolorosamente la superficie de la autopista desierta, y ambas manos alrededor de su delgado y esmirriado cuello. No es un tipo grande (blanco, alrededor de 1,64, 54 kilos), pero ni siquiera ofrece resistencia mientras grito: “¡QUÉ COJONES CREÍAS QUE ESTABAS HACIENDO, LOCO GILIPOLLAS!”.
Unos cuantos sollozos de bebé entrecortados, y entre ellos un rollo lastimero: “No lo entiendes…, nadie lo entiende…”, mientras otro coche se aproxima y pasa de largo. Noto la ominosa vibración de una capa de mierda más cayéndome encima. Levanto rápidamente la vista y veo al hispano dirigiéndose hacia los arbustos de la mediana, siguiendo los pasos de su compadre blanco huido. De repente se me viene a la cabeza esta idea: me alegro de llevar deportivas, pues había pensado en ponerme tacones de aguja a juego con la falda vaquera corta y la blusa que me había puesto para conseguir que Miles pensase en su polla y se olvidara de su espalda. Ahora que la falda se me ha arrebujado, me alegro un huevo de haberme acordado de ponerme bragas.
Entonces una voz emocionada me chilla al oído: “¡Lo he visto todo y eres una heroína! ¡He llamado a la poli y les he informado! ¡Lo he filmado todo con mi teléfono! ¡Tenemos pruebas!”.
Levanto la vista y veo a una chica pequeña y gorda, con los ojos casi tapados por unos largos mechones negros, de 1,55 —puede que 1,57— y unos 100 kilos. Como toda la gente obesa, sólo cabe especular acerca de su edad, pero yo diría que anda por los veintimuchos.
“He llamado para informar”, repite agitando el móvil. “¡Lo tengo todo grabado aquí! Estaba aparcada allí”, dice señalando con el dedo. Estiro el cuello hacia su coche, visible bajo las luces de la autopista, en el arcén bajo el puente, casi subido a la barrera formada por los arbustos, matorrales y árboles plantados entre la carretera y la bahía. Se fija en la figura quebrantada y postrada que tengo debajo, atrapada por mis muslos y estremeciéndose entre sollozos convulsivos.
 “¿Está llorando? ¿Está usted llorando, señor?”
“Lo estará”, gruño yo, mientras las sirenas aúllan desgarradoramente y las ruedas de un coche de policía rechinan cuando éste frena abruptamente y nos envuelve en una luz azulada. Entonces me percato del asqueroso olor a orina que emana del tío que tengo debajo y que impregna de fetidez el cálido aire nocturno.
 “Oh…”, canturrea descerebradamente la gordita mientras arruga la nariz. Es como el pis de los viejos alcohólicos, cuando el vagabundo en cuestión lleva días bebiendo garrafón barato. Pero ni siquiera después de que la cálida humedad se extienda por el asfalto y entre en contacto con mis rodillas peladas aflojo mi presa sobre este hijo de puta llorón. Entonces una linterna me ilumina el rostro y una voz autoritaria me dice que me levante despacio. Parpadeo y veo cómo a la gordita se la lleva un poli. Intento obedecer, pero es como si mi cuerpo estuviera bloqueado sobre este miserable meón, y ahora caigo en que llevo una falda corta y en que estoy en una autopista, sentada a horcajadas sobre un desconocido que se está meando y rodeada de polis mientras pasan coches de largo. De repente unas manos ásperas me levantan bruscamente mientras el triste saco de huesos tendido sobre la calzada sigue emitiendo gritos amortiguados. Una hispana de uniforme, bajita y machorra, se encara conmigo mientras me coge sobonamente de las axilas y tira abruptamente hacia arriba: “¡Tienes que apartarte ya!”.
No puedo utilizar las manos y los brazos para estabilizarme, ni girar ni inclinar el torso hacia delante, y al levantarme me doy cuenta de que al tío lo estoy pisando. Vaya una puta vergüenza. Mi amiga Grace Carrillo es una poli de Miami, y dejaría caer su nombre, pero no quiero que me vean así, ni ella ni nadie que me conozca. A consecuencia de la acción de patear y colocarme a horcajadas sobre este tipejo, mi falda vaquera, estrecha y ceñida, se ha arrebujado hasta convertirse en un grueso cinturón doblado en torno a mi cintura. La tela vaquera no vuelve a su sitio sólo con que te pongas en pie, y los putos polis no me sueltan para que pueda alisarme la falda. “¡Tengo que arreglarme la falda!”, grito.
“¡Tienes que apartarte ya!”, vuelve a gritar la hija de puta esa. Se me ve la ropa interior por detrás y por delante y veo los rostros impasibles y cerosos de los polis, que me escrutan mientras me separo del capullo este que se ha meado en los pantalones.
Me entran ganas de hacerle un puto ojete nuevo a la zorra esta, pero entonces me acuerdo del consejo de Grace de que nunca es buena idea tocarle las narices a un poli de Miami. Para empezar, están entrenados para dar por hecho que todo el mundo lleva un arma de fuego. Los otros dos polis, ambos varones, uno negro y el otro blanco, esposan al pistolero llorón y lo obligan a ponerse en pie mientras por fin puedo menearme y alisarme la falda. El rostro del pistolero está pálido, y sus ojos llorosos miran al suelo. Me doy cuenta de que no es más que un crío; como mucho tendrá veintipocos años. ¿En qué cojones andaría pensando?
“Esta mujer es una heroína”, oigo chillar a la gordita a modo de furibundo atestado. “Lo ha desarmado”, declara señalando acusadoramente al chaval esposado, que ha pasado de asesino frío como el hielo a despreciable infeliz con una gran mancha húmeda en los pantalones. Noto la asquerosa humedad en mis rodillas raspadas. “Estaba disparándoles a esos dos hombres”, añade señalando hacia el borde del puente.
Ahora los lisiados huidos contemplan juntos la escena. El hispano intenta escabullirse, mientras que el blanco se coloca la mano a modo de visera sobre los ojos para protegérselos de la áspera luz de la autopista. Otros dos polis se dirigen hacia ellos. La chica regordeta continúa hablando entre jadeos con la poli hispana. “Le quitó el arma y la envió debajo del coche de una patada”, indica con una de sus obesas falanges. A continuación se aparta de los ojos su sudoroso flequillo mientras menea el teléfono con la otra mano. “¡Lo tengo todo grabado aquí!”
“¿Qué hacías ahí parada?”, le pregunta el poli negro mientras yo pillo a otro agente blanco varón echándole una mirada de perplejidad primero al Cadillac y luego a mí. 
“Me entraron náuseas mientras conducía”, dice la gordita, “y tuve que parar. Supongo que sería algo que comí. Pero lo he visto todo”, y les enseña la grabación en vídeo de su móvil a los polis. “¡Otro coche también atropelló a esos hombres, pero ni siquiera se detuvo!”
Pese a que noto que los latidos de mi corazón redoblan más rápido que tras un entrenamiento de cardio, pienso que, bajo las luces rojas intermitentes del coche de policía, la piel de esta chica tiene casi exactamente la misma tonalidad que la horrible camiseta gigante de color rosa que acompaña a unos vaqueros anchos.
“Así es, empezó a disparar contra nosotros sin más.” Flanqueado por otro poli, el tipo blanco con la pierna destrozada se ha acercado a trompicones con una expresión dolorida en su arrugado y curtido rostro, y señala al tramposo hijo de puta del pistolero, al que están metiendo en la parte trasera del coche patrulla mientras exclama: “¡Esta mujer me ha salvado la vida!”.
Me tiemblan las manos y quisiera con todas mis fuerzas no haberme largado de casa de Miles. Hasta un polvo tibio con un capullo inmovilizado por problemas de espalda hubiera sido preferible a verme envuelta en esta mierda. Ahora me conducen a la parte trasera de otro coche patrulla mientras el agente me suelta palabras tranquilizadoras con un acento hispano tan fuerte que apenas le entiendo. Logro captar que se van a llevar el Cadillac y me oigo murmurar algo sobre que las llaves seguramente siguen puestas y que mi amiga Grace Carrillo es agente del Departamento de Policía de Miami-Dade en Hialeah. Nuestro coche arranca, mientras la gordita, que va de copiloto, estira su cuello mantecoso para decirnos con su rústico acento del Medio Oeste a la poli bollera y a mí: “¡Es lo más valiente que he visto en mi vida!”
Yo no me siento valiente en absoluto, porque estoy temblando y pensando ¿qué coño hacía yo abriendo la puerta? Es como si me desvaneciera por unos instantes o lo que sea. Y cuando por fin me doy cuenta de dónde estoy, estamos entrando en el garaje de la comisaría de policía de Miami Beach situada en el cruce de Washington Avenue con 11th Street. Hay un equipo de televisión de noticias de última hora, que camina a nuestro lado mientras atravesamos la barrera, y la poli bollera dice: “Estos cabrones cada día son más rápidos”, pero lo dice como mera observación, sin resentimiento. Como si estuviera preparado de antemano, me vuelvo hacia la ventanilla y me encuentro con una lente en plena cara. La gordita de rosa, cuyos ojos vidriosos pasan de mí al periodista, grita, casi como si se tratara de una acusación: “¡Es ella! ¡Es ella! ¡Es una heroína!”. Y el reflejo de mi rostro que veo en esa cámara me dice que tengo una cara de desconcierto acojonante.
Me doy cuenta de que voy a tener que echarle a esto unos huevos que te cagas, así que cuando la gorda vestida de rosa dice por enésima vez con voz afectada y de ultratumba: “¡Santo cielo, eres una heroína de verdad!”, noto que una sonrisita me asoma en la cara y pienso para mis adentros: pues sí, puede que lo sea.

Irvine Welsh
Escritor. Su primera novela, Trainspotting, tuvo un éxito extraordinario, así como su adaptación cinematográfica. Es autor de SkagboysSi te gustó la escuela, te encantará el trabajoÉxtasisSecretos de alcoba de los grandes chefsPorno y Escoria, entre otros libros.
Traducción de Federico Corriente.





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