domingo, 26 de mayo de 2013

Jaime Manrique Ardila / El patio de la calle 58


Jaime Manrique
EL PATIO DE LA CALLE 58

En la habitación de mi madre
una ventana miraba
al callejón donde
criábamos patos; la otra
se abría hacia el patio
–con sus matas de plátano y yuca–
 donde las gallinas, palomas y conejos
se engordaban para nuestra mesa.
Al fondo del patio
por encima de la alta paredilla
se desbordaban los gajos
de los palos de mango y naranja
de los vecinos en la calle 57.

Recuerdo a mi madre
recostada contra la ventana
contemplando las arenas negras
del patio como una tahitiana
de Gauguin con ojos brillantes
hipnotizados por una jungla oscura
donde pernoctaba
el tigre de su infancia.

Mi madre colgaba sus manos
del marco de la ventana
para que la brisa le secase
el esmalte rosa
de sus uñas recién pintadas.

Serían las cuatro de la tarde
una hora muerta
entre la luz y la oscuridad
que se avecinaba.

Una noche oscura y helada
en Nueva York, me instalo
frente a la ventana del tiempo
para ver lo que ya
no puede ver mi madre.
Ante mí se abre el camino
de nuestras vidas, las estaciones
de buses y trenes
en las cuales nos bajamos,
las casas donde vivimos,
otros patios con diferentes
árboles frutales y animales,
y contemplo con mis ojos
disminuidos el destino
final de mi madre
mas no el mío, pues mis ojos
solo sirven para ver
el pasado, no para descifrar el fluir oscuro
del tiempo que los devora.



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