James Joyce
Fervor de Ulises
Por Antonio Muñoz Molina
El País, 5 de enero de 2013
Soy más sensible a la gran burla de Joyce contra el nacionalismo irlandés: contra su victimismo y narcisismo.
Tenía una vocación festiva para la parodia de cada una de las retóricas y las pomposidades y las tonterías de los lenguajes
No te sumergirás dos veces en el mismo libro. Aunque no haya pasado mucho tiempo desde la última lectura, el libro que uno tenía ya la sensación de conocer bien le revela vetas nuevas en las que hasta ahora no había reparado, y siendo el mismo ya es tan otro como el río de Heráclito. Lo asombroso de releer no es la confirmación de lo que ya se sabía sino el caudal de lo nuevo, la sorpresa de todo lo que quedaba aún por descubrir. Después de tentativas diversas espaciadas a lo largo de muchos años, interrumpidas o fracasadas casi siempre, yo completé la lectura de Ulises hace seis veranos, en la quietud de unas vacaciones. Llegué al final y me gustó tanto que hice lo mismo que hacía cuando en otros veranos antiguos se me acababa La isla misteriosa: empecé de nuevo, sobre todo con la intención de saborear ahora más detalladamente el comienzo, que es algo que se debe hacer con las novelas si se quiere aprender cómo están construidas. Pero esa vuelta me despertó el apetito en vez de saciarlo, y la segunda lectura completa fue todavía mejor que la primera, exactamente por el mismo motivo por el que no hay gran pieza de música que no se disfrute mucho más en la segunda audición.
Ulises amedrenta por culpa de un malentendido en el que colaboran con igual eficacia sus detractores y una parte grande de sus defensores: que es sobre todo un experimento verbal, un juego de palabras o un laberinto de juegos de palabras, un despliegue de refinamientos técnicos cuyo atractivo principal es el regocijo antipático de los entendidos, y el consiguiente rechazo de esos palurdos que no están a la altura de las audacias de la vanguardia, los anclados en el gusto vulgar del realismo, palabra esta que suele llevar añadido entre nosotros un calificativo que certifica la antigualla: decimonónico; realismo decimonónico.
Hay juegos de palabras en Ulises, desde luego, y parodias lingüísticas, pero no muchos más que en elQuijote. Como Cervantes, Joyce tenía un oído glorioso para las vulgaridades y las bellezas del habla, y también una vocación festiva para la parodia de cada una de las retóricas y las pomposidades y las tonterías de los lenguajes escritos, literarios o no: el del periodismo, el de la política, el de la publicidad, el de las novelas sentimentales y las novelas pornográficas. Como en el Quijote, el texto narrativo no está hecho de un empeño de estilo sino de una metamorfosis permanente de formas de lenguaje, de voces habladas y de parodias sucesivas que se corresponden con los mundos por los que van pasando sus dos héroes errantes, o con las conciencias y las hablas de los personajes secundarios que habitan en ellos: en la redacción de un periódico el charloteo de un grupo de conversadores queda entreverado con titulares en mayúsculas; cuando el centro del relato es una muchacha sentimental que mira al horizonte soñadoramente en la playa, el lenguaje se transmuta en palabrería de novelilla romántica; la noche deriva hacia un mareo de borrachera por los callejones siniestros de los prostíbulos y la escritura narrativa se interrumpe para dar paso a un retablo teatral, un esperpento de máscaras que tiene una truculencia como de Valle-Inclán o Gutiérrez Solana. A lo que se parece Ulises en esa errancia nocturna de héroes caídos y disgregación de las conciencias y de los lenguajes es nada más y nada menos que a Luces de bohemia, como ha subrayado con imaginación filológica e instinto literario Darío Villanueva.
También se parece en algo que me ha llamado más la atención en esta nueva lectura: en su furia política. James Joyce es tan descaradamente panfletario como Valle-Inclán, en el sentido en que fue panfletario Goya en Los desastres de la guerra o Buñuel en La edad de oro o Hasek en Las aventuras del buen soldado Svejk o Cervantes en el Retablo de las maravillas: en la denuncia y el escarnio sin miramientos de la tiranía de los poderosos sobre los débiles y de la imbecilidad sobre la inteligencia, en la ira sarcástica contra las pompas embusteras del mundo. Joyce no muestra ninguna simpatía hacia los ocupantes británicos, pero le espanta por igual la intransigencia oscurantista de los patriotas irlandeses. Quizás por vivir en un país en el que los nacionalismos identitarios parecen haber infectado y colonizado sin remedio la cultura política, soy más sensible a la gran burla de Joyce contra el nacionalismo irlandés: contra su victimismo, su narcisismo, su propensión a los consuelos baratos de la mitología y la mala literatura, su servilismo hacia la Iglesia católica. El monstruo Polifemo de la Odisea es en Ulises el personaje llamado el Ciudadano, nacionalista intransigente que no conoce mejor alimento para su identidad que el odio y el rechazo; el ojo único del Cíclope es la idea única y machacona en virtud de la cual no hay nada más que el nosotros o el ellos. El Ulises de Homero logra burlar al Cíclope clavándole en ese ojo una estaca con la punta al rojo vivo: Leopold Bloom, el judío de pertenencia dudosa a quien el Ciudadano quiere fulminar, esgrime frente a su ira un cigarro encendido, y frente a su palabrería cerril una templanza igualitaria y universalista, basada, explícitamente, en la razón y la bondad.
De Leopold Bloom suele hablarse como de un don Nadie, un mediocre que sería el reverso burlesco de un héroe de la mitología, un símbolo del anonimato y la alienación del ser humano en el siglo XX, etcétera. Comprendo que se quede bien diciendo esas cosas, sobre todo cuando se ha de teorizar sobre una novela sin haberla leído. Pero en cada lectura Bloom se vuelve más próximo, más verdadero, mejor perfilado, con esa presencia rotunda que sólo tienen los personajes de la literatura cuando parecen vivir más allá de las novelas en las que se originaron. Bloom es una silueta reconocida, una voz, un murmullo, una forma de caminar, una suma de hábitos, un traje oscuro, un abrigo ligero, una conciencia ética escrupulosa que se detiene a considerar todos los matices de una situación o de una persona antes de emitir un juicio sobre ellas, un varón que desde hace mucho tiempo no se ha llevado ninguna alegría sexual, que fantasea distraídamente y se permite algún desahogo solitario y secreto, que se abstiene por principio de toda violencia hacia las personas o los animales, que mira con indulgencia las debilidades de sus semejantes y está convencido de las mejoras que la racionalidad, el sentido común, la observación empírica, la voluntad de concordia, pueden deparar a los seres humanos, que añora a su padre, muerto a los setenta años, y al hijo que vivió nada más que once días, que sigue amando a su mujer aunque sabe que lo engaña con otro, que protege en la noche de Dublín al extraviado Stephen Dedalus.
En Ulises hay una pululación de personajes como en Galdós o en Dickens: su ruptura es tan fértil porque es también una culminación. Más allá de sus dificultades parciales, cualquiera que se acerque con determinación a ella encontrará uno de los grandes festines de la literatura.
Ulises, de James Joyce. Debolsillo. Madrid 2011. 976 páginas, 12,95 euros.
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