Aquellas décadas doradas en las que el cine italiano se sintió el mejor del mundo
Los 90 años cumplidos por Sophia Loren, el siglo desde el nacimiento de Mastroianni y las cinco décadas sin Vittorio de Sica refuerzan el recuerdo de un desfile irrepetible de genios, estrellas y obras maestras
Cualquier cinéfilo le debe un agradecimiento a Alessandro Blasetti. Aunque también tendría razones para reñirle. Lo más probable, sin embargo, es que casi nadie le recuerde. El director, nacido justo en 1900, se contagió de lo mejor y lo peor del siglo que comenzaba. Filmó Sole y Vecchia guardia, considerados largometrajes clave de la propaganda fascista, con apología de la marcha sobre Roma de Mussolini incluida. Se dice que hasta Hitler apreció el segundo. Pero Cuatro pasos por las nubes, que el italiano rodó en 1942, cuenta con un reconocimiento mucho más prestigioso: suele señalarse como la obra que introdujo el neorrealismo. Y anunció la mayor era dorada de la historia del cine italiano.
Arrancó con vivencias de gentes comunes, contadas con verdad, sin adornos. En pocos meses vinieron I bambini ci guardano, de Vittorio de Sica, y Obsesión, de Luchino Visconti. Blasetti pasó a la sombra: empezaron a brillar demasiadas estrellas. Aunque cabe reconocerle otro mérito: suya es la primera película que Marcello Mastroianni y Sophia Loren protagonizaron juntos, La ladrona, su padre y el taxista(1954). Donde también actuaba De Sica, que encumbraría como director la carrera de ambos intérpretes. Ella acaba de cumplir 90 años. Diez más habría celebrado hace una semana su amigo y compañero en tantos platós. Y el cineasta desapareció hace justo medio siglo. Aniversarios que invitan a preguntarse cómo se fraguó aquel diluvio de genios, divos y obras maestras que asombró al mundo. Aunque, en realidad, tampoco hacen falta efemérides: ya solo el placer por el arte recomienda volver de vez en cuando a esa galería de maravillas.
Hay épocas y lugares donde el cine estalla. El México contemporáneo, la nueva oleada de creadoras españolas, el consolidado empuje iraní o surcoreano. Pero lo sucedido en Italia esos años roza lo único e irrepetible. La nouvelle vague o el Nuevo Hollywood aguantan entre los escasos términos dignos de comparación. “Desde 1945 hasta los primeros años setenta, el cine italiano fue el más importante y distribuido en el mundo después del estadounidense. Era la segunda industria fílmica a nivel global, con cineastas y actores magníficos”, resume el director artístico del festival de Venecia, Alberto Barbera, certamen que ha proyectado en su reciente edición versiones restauradas de El oro de Nápoles, de De Sica,y La noche, de Michelangelo Antonioni, con Mastroianni.
Difícil encontrar alguien que no conozca al menos un protagonista de aquella era. Federico Fellini, Roberto Rossellini, Lina Wertmüller, Mario Monicelli o Pier Paolo Pasolini detrás de la cámara. Delante, Vittorio Gassman, Claudia Cardinale, Gina Lollobrigida, Alberto Sordi, Gian Maria Volonté, Anna Magnani o Monica Vitti. “Divos gráficos”, los define Stefania Carpiceci, profesora asociada de Historia del cine en la Universidad para extranjeros de Siena, por su capacidad de narrar con su rostro y movimientos. Además, productores como Carlo Ponti y Dino de Laurentiis financiaban e impulsaban hasta la pantalla las historias escritas por Sergio Amidei, Rodolfo Sonego, Ennio Flaiano o Age & Scarpelli. Y esos años también empezaron a trabajar maestros de la escenografía y la música como Dante Ferretti o Ennio Morricone. Los estudios de Cinecittà rebosaban de proyectos y euforia. “Se optimiza el trabajo de dirección, interpretación, escenografía, vestuario, música, técnicos y guionistas. Cuatro generaciones de directores trabajaron en condiciones de libertad creativa y expresiva, posibilidades económicas y comunión con el público inéditas”, apunta Susi Baldasseroni,directora interina del Instituto Italiano de Cultura en Madrid. Y el resultado dejaba millones de rostros fascinados en las butacas de medio planeta.
Solo entre la Palma de Oro para Roma, ciudad abierta en 1946 y la de Blow-up en 1967, el cine italiano cosechó seis premios Oscar al mejor filme extranjero, otros tantos Leones de Oro y cinco triunfos más en Cannes. Aunque los premios sirven sobre todo de indicio. Las pruebas permanecen en la retina de los espectadores: el baño de “Marcellooo” y Anita Ekberg en la Fontana di Trevi; la desesperada búsqueda por parte del buen Antonio de su bicicleta robada; la tensa partida de cartas entre un conde y un muchacho en Nápoles; la última carrera de la mamma Magnani en la Roma ocupada por los nazis; la cobardía de Oreste y Giovanni en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
“El fin supuso el comienzo. Italia y su cine lo habían perdido todo y debieron empezar de cero, dejando a sus espaldas los escombros y resurgiendo con más fervor y entusiasmo a través de formas artísticas más libres, experimentales e innovadoras”, reflexiona Carpiceci, autora de varios libros sobre el asunto. La primera respuesta a esa crisis económica y existencial llegó del neorrealismo. Aunque la propia estudiosa recuerda lo que solía decir De Sica: “En ningún momento Rossellini, Visconti y yo nos sentamos a una mesa de Vía Veneto para decir: ‘Ahora hagamos el neorrealismo”.
Debió de ser cosa del talento, y de las circunstancias. Italia se lamía las heridas de la guerra y trataba de superar el trauma de la dictadura. Poco a poco, descubrió nuevas esperanzas, incluso un boom, que sin embargo premiaba sobre todo a los de siempre. Así que el cine se puso del lado de los muertos de hambre, para llorar y reírse con ellos. Y, a la vez, abanderó la resistencia y el antifascismo. “Aquel fotograma tan intenso, natural, que no entendías si era ficción o documental, ya solo tendría una paternidad. Para siempre”, ha escrito Pino Farinotti, uno de los críticos más conocidos de su país.
Todos los entrevistados, eso sí, ven forzado buscar denominadores comunes o hilos conductores en tantas obras. Ciertamente la fe política unía a casi todos, aunque De Sica y Visconti se declararan comunistas y Antonioni más bien un “intelectual marxista”. Y con los años surgieron vínculos de amistad o laborales: Fellini aprendió en los rodajes de Roma, ciudad abierta y Paisá, de Rossellini, igual que Sergio Leone fue asistente de dirección en Ladrón de bicicletas; duplas como Vitti-Antonioni o Gassman-Dino Risi se repitieron para gloria de ambos, y Loren dejó caer alguna lágrima cuando, en 2014, vio el póster gigante del fallecido Marcello, imagen oficial del festival de Cannes. “Se compartía una misma ética, el impulso moral de contar una Italia partisana, de desempleados, pescadores, viudas y huérfanos”, agrega Carpiceci. Y eso que la extracción social también los diferenciaba: alta para Visconti o Rossellini; popular para Fellini; pobre, como ella misma terminó agradeciendo muchas veces, para Loren.
En todo caso, tantos años, filmes y estilos cinematográficos y estéticos distintos aconsejan evitar jaulas conceptuales demasiado estrechas. Al revés, “felliniano” o “pasoliniano” se volvieron etiquetas para quien vendría después. Spagueti wéstern se acuñó para definir los inventos de Leone. Y la fórmula “a la italiana” empezó a servir como garantía de éxito: ya se acoplara a matrimonio, divorcio o, sobre todo, comedia. “Se mantenían juntas todas las almas del cine”, señala Barbera.
Porque la posguerra invitaba al drama, pero la recuperación trajo sonrisas también en el cine. Casi siempre amargas, eso sí. Pero cada mito seguía su propio instinto: Crónica de un amor, de Antonioni, movió el foco hacia los ricos, su aburrimiento y sus vicios. Fellini se alejó del realismo hacia su propia visión, en Las noches de Cabiria, La dolce vita u Ocho y medio. En 1948, Rossellini mostraba cómo un niño terminaba arrojándose al vacío en Alemania, año cero. Una década después, Monicelli entusiasmaba con el chapucero e hilarante robo de una panda de ladronzuelos en Rufufú. “Cientos de filmes y géneros lograron transmitir una serie de modelos y valores culturales y sociales que ayudaron Italia a transformar el cine en la herramienta privilegiada donde confluían elementos identitarios fuertes, capaces de obtener un reconocimiento inmediato en el extranjero”, subraya Baldasseroni, cuyo instituto organiza un certamen anual dedicado al cine de su país.
En casa también se les encumbró. Tanto que otro punto de inflexión se coloca en el León de Oro ex aequo en Venecia en 1959:ganaron El general Della Rovere, de Rossellini, y La gran guerra, de Monicelli. Puede que también simbolizara un paso de testigo, del neorrealismo a la comedia. Pero lo cierto es que Rossellini aprovechó la victoria para enviar una carta al entonces ministro del Espectáculo, Umberto Tupini, donde lamentaba el exceso de controles, abusos, discriminaciones y paternalismo hacia el cine por parte de la Democracia Cristiana, casi siempre en el Gobierno. Y alertaba: “Será el nuevo ministerio quien tendrá que decidir si se deba considerar al cine en el mismo nivel de la cultura y el arte o como medio de escuálida evasión y para idiotizar al público, igual que la televisión”. “Clamorosas acusaciones”, tituló el diario izquierdista L’Unità. Y, en la misma página, agregó: “La victoria de Venecia puede abrir nuevas perspectivas para nuestro cine”.
Ambas profecías, de alguna manera, resultaron ciertas. Porque los años sesenta regalaron las mejores obras de Fellini, la trilogía de la incomunicabilidad de Antonioni, Visconti lanzó Rocco y sus hermanos, Gillo Pontecorvo estrenó La batalla de Argel o Kapo y empezaron a despuntar Elio Petri, Marco Bellocchio, Pasolini, Bernardo Bertolucci o los hermanos Taviani. Y todavía a principios de los setenta llegaron dos Oscar más (El jardín de los Finzi Contini, de De Sica, y Amarcord,de Fellini), pero también el inicio del declive.
Los entrevistados coinciden en sus explicaciones: la desaparición de productores clave, el renacimiento de Hollywood. Y, sobre todo, “la llegada de las televisiones privadas, de la mano de Silvio Berlusconi, y su liberalización, hacia la mitad de los setenta. A lo que siguió el saqueo y la deturpación del patrimonio cinematográfico, retransmitido sin reglamentación en la pequeña pantalla, con constantes interrupciones publicitarias contra las que se posicionó el propio Fellini”, explica Carpiceci. En 2011, el novelista Antonio Tabucchi apuntó hacia el “berlusconismo” como el principal y más duradero problema de Italia, en alusión a las consecuencias arraigadas en la sociedad de las dos décadas dominadas por un magnate, más tarde condenado por fraude fiscal. Por lo visto, se le puede añadir otro reproche. Igual que a Alessandro Blasetti. Al cineasta, eso sí, al menos se le puede agradecer la chispa del neorrealismo.
Unos 30 años después de Cuatro pasos por las nubes se iba apagando así la época más gloriosa del cine italiano. No sin antes soltar alguna chispa, como Una jornada particularde Ettore Scola, tal vez la mejor interpretación conjunta de Mastroianni y Loren, o la primera nominación de una mujer al Oscar a la mejor dirección quelogró Wertmüller por Pascualino siete bellezas, en 1977. Todavía a día de hoy Italia recuerda con orgullo y pasión tanta gloria. Aunque tamaño pasado pesa sobre los hombros de los cineastas contemporáneos. La comparación dañaría a cualquiera. Aun así, las fuentes consultadas defienden que el cine italiano está más que vivo. Citan a Nanni Moretti, Paolo Sorrentino, Matteo Garrone, Alice Rohrwacher o la ópera prima taquillazo de Paola Cortellesi, Siempre nos quedará mañana. Y Cinecittà experimenta una nueva etapa de esplendor.
La taquilla mejora
Los datos que recopila Anica (Asociación Nacional Industrias Cinematográficas Audiovisuales Digitales) muestran un crecimiento de la producción, el presupuesto y la asistencia para el cine italiano en 2023: unos 18 millones de entradas vendidas y una cuota de mercado al 24,3% —el cine español obtuvo un 16,72% en el mismo año—. Mejora, aunque despacio, la inclusión con las películas de directoras, que ahora suponen el 17% del total, frente al 13% de 2019. Una de ellas, Maura Delpero, acaba de ganar el Gran Premio del Jurado en Venecia con Vermiglio.Y ha sido elegida como candidata italiana al Oscar al mejor filme internacional. Desde la última victoria del país, con La gran belleza, de Paolo Sorrentino, ha pasado una década. Y mucho más tiempo ha transcurrido desde que Hollywood fue tierra de conquista. Aun así, Italia sigue siendo la nación extranjera con más estatuillas: 14. Datos que sirven para la estadística, y la leyenda. El mayor legado de la era dorada del cine italiano, sin embargo, está en cada espectador.
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