Idioma original: coreano
Título original:
Marc Peig
21 de febrero de 2020
No negaré a estas alturas mi admiración por Han Kang, una autora que me sorprendió gratamente en «La vegetariana», pero que admiré aún más tras leer «Actos humanos». El estilo poético que inunda su prosa es fácilmente reconocible, y no por ello deja de sorprenderme y entusiasmarme cada vez que empiezo un nuevo libro suyo.
El inicio de «Blanco» ya transmite ese estilo profundo, reflexivo y poético propios de la autora. Porque Han Kang no rehúye hablar desde su experiencia, desnudando sus emociones con una contundencia impactante, pero con la suavidad de quien lo narra como un acto de necesidad, de confesión, casi buscando una redención hacia uno mismo. Lo vimos ya en «Actos humanos» donde esos remordimientos tomaban la apariencia de múltiples personajes para narrar de manera holística su pesar y tristeza. Y en esta novela incide en ese análisis existencial, esa tristeza que no oculta, pero sí envuelve de poéticas frases que llegan con suavidad pero que rozan hasta lacerar y herir las entrañas del lector por su mensaje.
Así, siguiendo la estela de sus anteriores libros, la autora comparte y confiesa el dolor, en este caso, por la pérdida de una hermana que no conoció, que murió poco después de nacer y antes de que naciera ella; una vida truncada justo al empezar, que dejó un pequeño cuerpo blanco envuelto en una infinita tristeza. El dolor desgarrador que emanan de las palabras de la autora cuando relata cómo su madre sintió, sufrió y padeció aquellos pocos instantes de vida conmueven inexorablemente al lector, que nunca está suficientemente preparado para soportar inalterable tal infortunio, tal desgracia. El ritmo pausado, poético y enternecedor que imprime autora invita, más aún, a sufrir con ella, a cobijarse en ese envoltorio que cubre la criatura y que buscamos como resguardo de nosotros mismos, para protegernos también de tanto dolor. Leyendo la historia, uno buscaría también ese consuelo, ese cobijo, en el que esconderse hasta que haya pasado todo, hasta que no quede tristeza, hasta que haya desaparecido la última lagrima.
De esta manera, partiendo de esta premisa, situando la muerte de la hermana como elemento nuclear, la autora construye un relato a partir de la pérdida, del sentimiento de añoranza y desolación hacia un ser no conocido: la hermana que con tan solo dos horas de vidas dejó un vacío tan inmenso que pervive durante toda la vida de la narradora. El blanco que la rodea es real y también metafórico, es un blanco de pureza e inocencia, de un lienzo que representa el inicio de todo, el amanecer de una vida, el punto de origen de los infinitos posibles caminos vitales a trazar, pero también simboliza la nada, el vacío y la inexistencia.
Estructuralmente, como en «Actos humanos» o «La vegetariana», el libro se divide en grandes capítulos donde el punto de vista del narrador varía, y en este caso pasa de la primera persona en la primera parte, a la tercera persona en la segunda para volver finalmente a la primera en su última parte. Este cambio cíclico desde el punto de vista del narrador, cobra sentido en la propia historia, más emocional cuando narra en primera persona, más distante u observadora en el segundo capítulo.
Así, mientras que la primera parte es potente, dura y triste, desgarradora y personal, la segunda adquiere un tono más poético y contemplativo, fragmentario y detallista, impulsando la narración de las emociones desde pequeños relatos o reflexiones en torno a objetos blancos que, de un modo u otro, evocan sensaciones de paz y tranquilidad, pero también de soledad y melancolía. Menos potente que la primera parte, contiene la belleza de las pequeñas cosas, de un pasar del tiempo que transcurre sin prisa, sin una urgencia que demande que intentemos detenerlo; son pequeños fragmentos de vida nutridos de escenarios que parecen inmóviles, con el blanco como elemento común de destellos de poéticas imágenes que evocan calma y tristeza, pero también la belleza de la nostalgia que, una vez nos invade, permanece y se ensancha hasta llenarnos de la nada. Esta segunda parte, más irregular, está escrita como un conjunto de reflexiones, breves, que llegan, nos golpean y se van antes que nos hayamos recuperado de la sacudida emocional. Son fragmentos, a veces de pocas líneas, a veces de pocas páginas que, acercándose a la poesía, se acercan a nosotros y rompen la estructura narrativa como nos rompen a nosotros mismos.
La tercera y última parte, mucho más breve, devuelve la narración a la primera persona, y se vuelve a la vez más personal, más emotiva, más triste, al dirigir de nuevo la mirada hacia la hermana, una hermana que, de no haber fallecido, hubiera imposibilitado que ella naciera. Así, en esta línea emocional trazada por un capricho del azar, se encuentran ambas hermanas en un punto de encuentro de confluencia imposible y es esa existencia débil y frágil la que une a ambas hermanas en la no coincidencia, estableciendo una conexión imposible en la vida, pero no en el recuerdo.
Por todo ello, estamos delante de un libro impactantemente bello y triste, con un estilo poético que llega y conmueve y nos invita a reflexionar sobre quiénes somos y qué ha marcado nuestro camino, pero también sobre cómo la pérdida de un ser querido deja un vacío que va incluso más allá de los que lo conocieron suscitando nostálgicos recuerdos que perviven, ellos sí, en los que nos preceden y en los que nos sucederán.
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